Cualquiera que se haya tomado la molestia de analizar la evolución de la enseñanza pública en Baleares a lo largo de las últimas décadas y en lo que se refiere al uso de las dos lenguas cooficiales habrá constatado, no sin cierto asombro, lo mucho que se asemeja a la habida en Cataluña desde la llegada al poder de Jordi Pujol y, en particular, desde que en 1992 se generalizara la implantación del modelo de inmersión lingüística, aplicado ya como programa piloto desde el curso 1983-1984. Y digo lo del asombro por un par de razones principalmente. En primer lugar, porque el peso del catalanismo en la sociedad balear era, y sigue siendo, si no exiguo, sí bastante liviano. Luego, porque en estos años finales del pasado siglo, mientras en Cataluña gobernaba Convergència i Unió, en Baleares lo hacía el Partido Popular. ¿Es posible que, aun así, la enseñanza pública evolucionara de forma pareja? Sí, es posible, siempre y cuando nos ciñamos al uso vehicular de las lenguas y al carácter pionero de Cataluña con respecto a Baleares. En otras palabras: en este terreno la administración educativa balear ha sido una fiel imitadora de su hermana mayor catalana.
Con todo, el mismo año en que el nacionalismo catalán ponía en marcha su plan de colonización de la escuela pública mediante la inmersión en la llamada lengua propia de la Comunidad, en el Boletín Oficial del Estado se publicaba una resolución de 18 de junio de 1992, firmada por el entonces secretario de Estado de Educación, Alfredo Pérez Rubalcaba, por la que se regulaba “la elaboración de proyectos curriculares en el ámbito de la Lengua y la Literatura de la Comunidad de Baleares”. El texto advertía de que la resolución se dictaba “previa consulta a la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares” –en aquella época las competencias no habían sido aún transferidas– y hacía hincapié en la necesidad de que en la etapa infantil el niño tuviera un “acercamiento afectivo y vivencial a la lengua propia del territorio en el que vive”, o sea, según el Estatuto de Autonomía, el catalán. Y en este sentido añadía: “(…) es preciso pensar en la posibilidad de implantación de programas como los de Inmersión Lingüística (…)”. La huella del modelo implantado en Cataluña era evidente.
Cinco años más tarde, esa huella encontraría en la ingenuidad y la torpeza del PP balear un terreno abonado. Fue, en efecto, un gobierno presidido por el popular Jaume Matas el que aprobó el llamado “decreto de mínimos” (decreto 92/1997, de 4 de julio), por el que se establecía que el número de horas lectivas que tenían que impartirse en catalán debía ser “como mínimo igual” al de las impartidas en castellano. Un umbral del 50% que, en manos de los gobiernos de izquierda y nacionalistas que vinieron a continuación, ha terminado siendo en la práctica totalidad de los centros públicos de cerca del 100%, como han demostrado los informes elaborados por la asociación de profesores PLIS a partir de los proyectos educativos de cada uno de estos centros. Lo mismo que en Cataluña, en una palabra.
De ahí que produzca vergüenza ajena uno de los argumentos utilizados por esa mayoría de magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Baleares –tres de cinco, encabezados por el ponente Gabriel Fiol, notorio catalanista galardonado por la independentista Obra Cultural Balear– que han denegado a un padre de familia las medidas cautelares que solicitaba para su hija a fin de que esta pudiera cursar en el presente curso un 25% de la enseñanza en castellano a la espera de un pronunciamiento judicial firme. Me refiero al de que ninguna de las sentencias anteriores invocadas por el demandante –en concreto, las relativas a Cataluña y a la obligación de la Generalidad de aplicar ese 25% en la enseñanza– sienta jurisprudencia y debe aplicarse, por tanto, a Baleares. ¿Existe acaso alguna diferencia entre la educación balear y la catalana en lo referente al uso vehicular de las lenguas en los centros públicos y en parte en los concertados? A estas alturas, ninguna, como no sea el grado de descaro y provocación con que actúa cada una de las administraciones, en lo que la catalana, justo es reconocerlo, lleva una ventaja considerable.
Pero hay otro argumento al que han recurrido los tres jueces partidarios de denegar las medidas solicitadas por este ciudadano, y es el del interés general. A su juicio, el que esa alumna pudiera recibir, a la espera de la sentencia, un 25% de enseñanza en castellano, o, lo que es lo mismo, una sola y mísera asignatura impartida en esta lengua en vez de en catalán, desbarataría de modo innecesario el interés social y general. Un interés social y general que supera, según la resolución, “en cuanto a la intensidad de su necesaria protección a cualquier interés particular del recurrente”. Lo que leen. Y el responsable del texto es un Tribunal Superior de Justicia, el de las Islas Baleares, España, donde la lengua oficial del Estado y única que “todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar” (CE, 3.1) es el castellano.
Aun así, no todo está perdido. De una parte, la sentencia definitiva sigue pendiente, mal que le pese a la presidenta Francina Armengol, que no tuvo ayer empacho ninguno en calificar de “buena noticia” la denegación de las medidas cautelares. De otra, lo ocurrido revela que existen al menos en Baleares dos magistrados de una integridad ejemplar –y cuando digo magistrados, entiéndase aquí magistradas– que han emitido un voto particular en el que se deconstruye punto por punto la argumentación de sus colegas de tribunal.