El pasado sábado recibí un mensaje de un amigo. Era muy escueto. Tan escueto como significativo: “¿Nadie va a hacer nada?”. No pude sino contestarle: “Eso me pregunto yo”.
Todo indica que los últimos desafueros del Gobierno a través de su largo brazo legislativo –tanto monta, monta tanto; aquí no hay separación de poderes– y en contra del poder judicial, tendentes a lavar hasta la blancura más extrema el pasado delictivo del ejecutivo golpista de la Generalidad catalana a cambio del apoyo de sus socios separatistas a los presupuestos de 2023, han colmado la poca paciencia que les debía de quedar a millones de españoles. Añadan a lo anterior las bravatas de Sánchez e Illa, su fiel monaguillo, este domingo en un acto en Barcelona. Después de que el socialismo patrio –PSOE o PSC, tanto monta, monta tanto– haya evidenciado con su proceder el respeto que le merece nuestra Carta Magna, el monaguillo se puso estupendo y soltó: “A partir de ahora las lecciones de constitucionalismo, las lecciones de patriotismo, las vamos a dar los socialistas”. Si se trataba de la patada a seguir del rugby adaptada a la práctica política o de un intento de emular aquel Gran Salto Delante de la China de Mao, sólo el tiempo lo dirá.
Y ese tiempo no debería ser únicamente el que fijen las citas electorales del año próximo, y en particular la decisiva de diciembre. Cuando alguien pierde definitivamente la paciencia, como es el caso, insisto, de millones de españoles –así se desprende al menos de los porcentajes que figuran en las encuestas de opinión–, tiene dos opciones: resignarse y confiar en que las cosas terminen arreglándose, o puede, como preguntaba retóricamente mi amigo en el mensaje que me mandó, hacer algo. Y en la actual política española eso se traduce, en el primer caso, en fiarlo todo a lo que nos deparen dentro de un año las urnas, o sea, a que los resultados hagan posible un cambio de gobierno, y en el segundo, en reaccionar ya desde ahora para que el año que viene no pase en balde. En el último caso el gran problema, no hace falta precisarlo, es el quién y el qué.
Y la primera mirada hay que dirigirla, como es obvio, a nuestros representantes políticos. ¿Pueden los grupos parlamentarios que no están conchabados con el sátrapa socialista hacer algo más que ejercer, sesión tras sesión, su tarea de oposición? Sí, claro, pueden llegar por ejemplo a un acuerdo para presentar una moción de censura que permita al candidato a la investidura, ya que no salir victorioso tras la votación final dada la composición de la cámara, sí leerle al menos la cartilla a Pedro Sánchez y proponer un programa de gobierno para la próxima legislatura. Tanto lo uno como lo otro necesitaría probablemente de intervenciones de un día entero a tenor del cúmulo de despropósitos, barbaridades y fraudes de ley cometidos en estos cuatro años y medio de gobernanza del actual presidente, pero el candidato contaría con una ventaja: no tendría límite de tiempo. Ahora bien, ¿quién recogería el guante? Lo lógico es que lo hiciera quien cuenta con todos los números para ser el próximo presidente del Gobierno si las urnas le acompañan, o sea, Alberto Núñez Feijóo. Pero el presidente del PP no parece estar por la labor. Quedaría la opción de un independiente, como se ha barajado estos días a propuesta del líder de Vox, Santiago Abascal. Pero ni por esas.
En todo caso, por necesaria y oportuna que sea esa iniciativa parlamentaria, tan importante o más es la capacidad de movilización que demuestre la sociedad civil. Una movilización de la opinión pública y, como complemento, una movilización ciudadana. Es de sobra conocido que los políticos se mueven si alguien les empuja a ello, es decir, si no les queda más remedio que rendirse a la evidencia de que no pueden ni deben quedarse atrás. Y eso está en manos de los medios de comunicación y de las asociaciones y entidades que representan, al margen de la clase política, la sociedad misma. Lo que no obsta, claro está, para que ambas instancias, la políticamente representativa y la asociativa, actúen a la par.
Se haga esto o aquello –y ojalá sea lo uno y lo otro–, si los resultados electorales determinan finalmente que Sánchez ha de abandonar La Moncloa, a los nuevos gobernantes les esperará una tarea que no será como la de anteriores cambios de color político. Tras lo vivido estos últimos años –inclúyase aquí también, por supuesto y en primerísimo lugar, el golpe de 2017 en Cataluña–, ya no basta con regresar a la Constitución de 1978. Sánchez la ha carcomido hasta tal punto que un simple tratamiento, por integral que sea, resultará insuficiente. No va a quedar otro remedio, si no queremos que surja otra plaga como la presente, que abrir un proceso constituyente que tome nota de lo ocurrido y ponga a salvo los cimientos de la Nación de ciudadanos libres e iguales que nos dimos los españoles hace ahora 44 años.