La rapidez con que se van agrietando los muros de esta patria nuestra que es el edificio constitucional hace que a veces los articulistas se vean forzados a encajar en una misma pieza más de un tema. Algo así le ocurrió, sospecho, a Antonio Muñoz Molina en “Los malversadores” (El País, 17-12-2022), donde trataba básicamente de la reforma del delito de malversación y de sus nocivas consecuencias, al tiempo que aludía a la derogación del de sedición. Que puede darse una relación entre ambos delitos resulta incuestionable. El propio Muñoz Molina lo reconocía sin tapujos al afirmar en su artículo, en alusión al golpe a la catalana de 2017, que “es sin duda un delito muy serio destinar a una conspiración secesionista fondos públicos que vienen de los impuestos de todos nosotros”. He dicho sin tapujos y no, alguno había, sólo que en este caso la adversativa había asomado ya la patita en el mismo párrafo unas líneas más arriba. El articulista se había incluido entre las “muchas personas escépticas y a la vez partidarias de la concordia” que podían “al menos conceder el beneficio de la duda a esas medidas apaciguadoras [en referencia a la derogación del delito de sedición]” y se mostraba convencido de “que el indulto a los secesionistas condenados” había sido “un precedente alentador”. O sea, destinar fondos públicos a una conspiración secesionista era un delito muy serio, pero había que conceder el beneficio de la duda a la derogación del delito que subyacía a la conspiración misma en tanto en cuanto, al igual que el indulto, podía resultar una medida apaciguadora. La pax catalana, pues, se imponía a cualquier otra consideración.
Por lo demás, el resto del artículo –aparte del inevitable rejonazo ideológico al “gamberrismo político de la derecha española [que] socava más todavía [la Administración de Justicia] al bloquear ilegalmente el funcionamiento de sus órganos de gobierno”– consistía en una loa de los servicios públicos y de la abnegada labor de sus servidores, y en la denuncia de la degradación a que están sometidos por culpa del despilfarro de ese dinero que –y esto ya no lo decía él–, mal que le pese a Carmen Calvo, no es de nadie y sí de todos. No puedo estar más de acuerdo con el autor en lo uno y en lo otro. Eso sí, yo habría añadido a su exhorto la necesidad de incluir en la gestión pública el concepto de eficiencia. De incluirlo de verdad, no sólo en teoría. Supongo que a Muñoz Molina le basta con aquellos paseos por el infierno madrileño a los que se refería hará pronto un par de años y a aquellas conversaciones con los tenderos para hacerse cargo de una tal degradación, pero la Administración dispone de otros recursos para saber si se gestiona con eficiencia el dinero público o si, por el contrario, se malversa. Otra cosa es que los políticos, como máximos gestores de lo público, lo tengan presente en su labor y hagan caso, por ejemplo, a las recomendaciones europeas sobre el control del gasto o a los informes de organismos independientes como la Airef. Si así fuera, ni el Estado ni las autonomías tomadas de una en una tendrían la deuda pública que tienen.
Pero la malversación de ese dinero de todos presenta también otras facetas. Estos días se ha aludido a muchas de ellas, pero hay una que yo he echado en falta o tal vez no he sabido encontrar. Me refiero a la malversación relacionada con las políticas lingüísticas. Estoy seguro de que en esto Muñoz Molina no podrá por menos que estar de acuerdo conmigo, aunque sólo sea por la a todas luces sobrante Oficina del Español de la Comunidad de Madrid. Pero el dispendio de esta oficina madrileña es una ridícula gota de agua en el océano de los millones y millones de euros públicos que les cuestan a los españoles las políticas lingüísticas en aquellas comunidades autónomas con lengua cooficial. Desde las propias estructuras administrativas para llevar a cabo las distintas políticas, que incluyen no sólo el campo de la enseñanza, la comunicación institucional y los medios de comunicación públicos, como a veces se cree, sino el conjunto de la administración autonómica –piénsese, por ejemplo, en la sanidad balear, cuyos trabajadores están sometidos cíclicamente a la exigencia del dominio del catalán con los efectos perversos que ello conlleva en el orden de la desigualdad entre los ciudadanos españoles–; desde el coste de esas estructuras, decía, hasta el reguero de subvenciones destinadas a sostener las entidades vinculadas con la lengua cooficial en cuestión, a promover los programas de normalización lingüística en el sector privado y asociativo, o a mantener con respiración asistida a medios de comunicación afines con la excusa de que usan la llamada lengua territorial.
Todo ese dinero público, cuyo destino, al margen de su cuantía, ya es de por sí más que opinable, se vuelve directamente afrentoso cuando se piensa en todo aquello que podría haberse hecho con semejante presupuesto allí donde realmente hacía y sigue haciendo falta para apuntalar el Estado del bienestar. Y si encima se repara en la general ineficiencia de esas políticas lingüísticas, a juzgar por el porcentaje de uso en estas autonomías de las respectivas lenguas cooficiales tras cuatro décadas de persistente irrigación millonaria, a la afrenta por la malversación se le añade, siempre y cuando uno no sea nacionalista, una muy comprensible indignación.