Enfrascados como estamos en intentar digerir los desatinos y las rencillas de nuestra clase política y, en especial, de las fuerzas que a día de hoy nos gobiernan, acaso no hemos prestado la suficiente atención a un fenómeno más larvado y trascendente, y del que nuestros representantes públicos no serían tanto la causa como el síntoma. Me refiero a la quiebra del principio de jerarquía.
Entiéndase el vocablo en un sentido lato. Jerarquía como autoridad que se ejerce, como ejemplo que se da, como liderazgo que se asume, como respeto que se gana. Jerarquía como elemento estructurante de una sociedad abierta, de un régimen de libertades. Cuando la Transición, hace ya más de cuatro décadas, el principio de jerarquía estaba vigente en España. Es más, de no haber sido así, no habríamos transitado hacia la democracia. Habría perdurado la dictadura franquista o se habría implantado una de nuevo cuño y de signo radicalmente distinto. Quienes ahora abominan de aquel periodo crucial de nuestra historia contemporánea tildándolo de fraude son los mismos que abogan por destruir toda jerarquía, siempre y cuando esta no resulte, claro, de imponer de forma unilateral su muy privativa visión del mundo. Son los que conculcan la separación de poderes; los que defienden el derecho de autodeterminación de una parte con respecto del todo; los que equiparan la ley de la calle con el imperio de la ley; los que convierten la biología en una minucia y la sustituyen por el género; los que fomentan lo particular en detrimento de lo universal; los que reducen la Nación a un sinfín de naciones y aspiran a hacer de la lengua común la menos común de las lenguas; los que rechazan la meritocracia y recelan hasta la náusea de toda iniciativa privada; los que modelan, en fin, historia y memoria según les conviene.
Pero, como indicaba al comienzo, si la quiebra del principio de jerarquía se manifiesta ahora con semejante virulencia, ello no se debe tan sólo a que sus valedores disfrutan de los privilegios del poder. Se trata más bien de lo contrario. En otras palabras: quienes hoy nos gobiernan jamás habrían alcanzado el poder de no mediar el desgaste a que ha sido sometido dicho principio a lo largo de estos años. Y aquí los años deben contarse por décadas. Tantas como como lleva la izquierda labrando y señoreando, con la inestimable colaboración de los nacionalismos periféricos, los pastos de la educación pública de este país.
Se me dirá que la derecha también ha metido baza en forma de leyes. Cierto. Dos, en concreto. Pero la primera ni siquiera llegó a aplicarse, mientras que la segunda quedó a medio desarrollar. El caso es que la labranza dura ya más de treinta años, con lo que un par como mínimo de generaciones de españoles han sido y serán educadas conforme a su espíritu y a su ideario. Se las conoce como Millennials –o Generación Y– y Generación Z, e incluyen a los nacidos en un periodo que va desde los albores de los ochenta hasta el inicio de la pasada década. No deja de resultar significativo, cuando menos en relación con lo que aquí nos ocupa, que a la generación inmediatamente anterior a la de los Millennials, la Generación X, se la identifique también como “la generación de la EGB”. Y es que las siguientes son ya las de la LOGSE y sus distintos abscesos legales, hasta llegar a la actual LOMLOE.
Los quince millones de españoles nacidos a lo largo de estas dos últimas generaciones, más los siete u ocho que quepa añadir de la presente –todavía en curso, si bien ya ha sido bautizada como Generación Alfa; el alfabeto latino, qué quieren, no daba para más–, han sido educados por lo general al margen de cualquier sombra de jerarquía. Nadie les ha enseñado a respetar como es debido la autoridad del maestro. Nadie les ha enseñado que esa autoridad no derivaba de una decisión administrativa, sino de lo que el maestro, por su condición de maestro, sabía o debía saber, y ellos, simples aprendices, ignoraban. Y quien dice maestro dice, aun con mayor motivo, profesor.
Muy al contrario, lo que se ha trasmitido a esos niños y jóvenes durante estos años, y cada vez con más ahínco, hasta alcanzar las cotas recogidas en la llamada “ley Celaá”, es que el saber ocupa lugar y que, por lo tanto, hay que soltar lastre. Un vaciado que afecta a la memoria, ese legado de otros tiempos educativos. Y a la inteligencia, diluida hoy en múltiples inteligencias. Y un vaciado que se concreta en la ya añeja ausencia de notas en primaria o en la posibilidad de pasar olímpicamente de curso y obtener un título arrastrando suspensos. Nunca el esfuerzo y el mérito habían sido tan vapuleados.
Lo que se espera hoy en día del docente, en definitiva, no es que transmita el conocimiento que se supone que atesora, que ejerza esa preeminencia inherente a su condición, sino que acompañe al alumno en la larga y penosa travesía a la que esta sociedad, con sus normas y constreñimientos, le obliga. Que le acompañe, o sea, que se ponga a su nivel, no le exija más de lo debido, comprenda sus flaquezas y atienda a sus ruegos.
Habrá quien objete que semejante tendencia igualitarista y antijerárquica se manifiesta también en otros ámbitos, como la familia o la sociedad en su conjunto, y que el influjo de las redes sociales entre los jóvenes no ayuda en nada a combatirla. Sin duda. Pero la instrucción –o la educación, como ahora se conviene en llamarla– no fue jamás una mera correa de transmisión de lo que estaba en boga, de lo que respondía en su discurrir al soplo del viento, sino más bien un parapeto, un dique de contención, en favor de la civilización y la cultura. Renunciar a tal herencia significa franquear el paso a los mediocres y oportunistas en detrimento de los mejores. Significa, en una palabra, ir diciendo poco a poco adiós al progreso y la convivencia.