La victoria de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones de ayer no por esperada resulta menos trascendente. Acaso porque las propias elecciones trascendían ya del ámbito de unos comicios autonómicos y se adentraban en el de la política nacional. Pero también porque, nada más convocarse –y en esta ocasión en solitario, sin que el foco informativo tuviera que compartirlas con las locales ni con el resto de las autonómicas–, adquirieron un carácter plebiscitario. Lo que invitaba a esa bipolaridad era sobre todo un modelo, el modelo Madrid. Los ciudadanos de la Comunidad llamados a las urnas debían pronunciarse a favor o en contra, debían apostar por perpetuarlo y afianzarlo, o bien por enterrarlo de forma tal vez conclusiva; debían mojarse, en una palabra. Y lo hicieron: la participación fue de récord en unas autonómicas, y el resultado, inapelable. Tan inapelable que el número de escaños logrados por la candidatura de la presidenta saliente superó incluso la suma de los obtenidos por cada una de las tres fuerzas opositoras.
¿Y en qué consiste ese modelo victorioso que los madrileños refrendaron de manera abrumadora con su voto? Básicamente, en una gestión inteligente de la libertad. Libertad de enseñanza, en tanto en cuanto los padres pueden elegir el centro –incluyendo los de educación especial– donde desean que estudien sus hijos. Libertad en los días de apertura y en los horarios de los comercios. Libertad fiscal, que permite que ciudadanos y empresas, al contrario de lo que ocurre en casi todas las demás autonomías, tengan una carga impositiva más liviana y puedan disponer, por tanto, de un capital mayor. Y todo ello sin otro límite que la legalidad que emana de nuestro ordenamiento constitucional. Esa conjunción entre lo público y lo privado, entre la colaboración institucional y la libre iniciativa de los ciudadanos, ha ido conformando en lo que va de siglo un modelo, revalidado de modo reiterado en las urnas, que prima el esfuerzo y el trabajo, reconoce el mérito y fomenta la responsabilidad.
Pero, aun siendo dicho modelo lo que ayer estaba en disputa, no todos los sufragios cosechados por Díaz Ayuso responden estrictamente a la convicción de que merecía la pena perpetuarlo. La apabullante victoria de la actual presidenta obedece también a haber confrontado, a lo largo del último medio año en especial, con el presidente del Gobierno, a haberse erigido en su contrafigura y haber convertido la gestión de la pandemia llevada a cabo por su propio gobierno en la mayor oposición a la que ha debido enfrentarse Pedro Sánchez. Por paradójico que resulte, es esta España de las Autonomías, tan imperfecta, tan necesitada incluso de reformas estructurales de calado, la que ha permitido que el ejecutivo de una comunidad autónoma haya plantado cara al mismísimo Gobierno central, oponiendo gestión a propaganda, transparencia a ocultación, éxito a fracaso, y haya salido airoso del envite. Y sin más armas, por cierto, que una oportuna y diligente administración de sus recursos y una defensa inequívoca de la libertad.
Hubo un tiempo en nuestra democracia en que el modelo lo encarnó Barcelona. Ocurrió en los años ochenta y comienzos de los noventa del pasado siglo y el telón de fondo no lo representó por fortuna una tragedia humana y el consiguiente empobrecimiento social y económico, sino la celebración de unos Juegos Olímpicos. Pero dicho modelo tuvo que construirse también a contrario. En aquella época fue un gobierno autonómico, presidido por Jordi Pujol, el que trató por todos los medios de impedir el éxito de la ciudad regida por el alcalde Pasqual Maragall. Pero, al igual que ahora, triunfó el modelo, hasta el punto de permitir a aquella Barcelona abierta, moderna y cosmopolita que se enorgullecía de serlo y ya no existe –y, por extensión, al resto de Cataluña y a España entera– “ponerse en el mapa”, como suele decirse.
Las sociedades abiertas son siempre mucho más frágiles que las cerradas. Pero merecen la pena, toda la pena del mundo, dado que sólo en ellas puede desarrollarse en verdad la democracia liberal. Durante el último año, y de forma notoria en la larguísima campaña que precedió a la jornada de ayer, tanto el Gobierno de España como los partidos que lo integran o le prestan su apoyo han impugnado el modelo Madrid mediante toda clase de recursos. Entre ellos no ha habido casi ninguno políticamente propositivo y digno de ser tomado en serio, esto es, de poder ser contrastado con los hechos y su pertinente evaluación. Las salvas que se han oído han desprendido a menudo un tufo autoritario y vengativo, propio de una concepción totalitaria y, pues, antiliberal de la política. Hasta los manifiestos de presuntos intelectuales y demás ralea, como el de los “26 infernales años” que habría vivido según ellos la Comunidad, se han hecho más acreedores que nunca, en el mejor de los casos, al dicho aquel de Maribel. Decididamente, ni la convivencia ni la tolerancia estaban entre los propósitos de la turbamulta frentepopulista que ha intentado el asalto al Gobierno de la Comunidad. Y en vista de los resultados –donde destaca el estruendoso batacazo socialista–, está claro que la estrategia de campaña, si estrategia hubo, no le ha servido a ese frente popular redivivo para conseguir su tan anhelado objetivo, que no era otro que alcanzar el poder.
Que las urnas hayan revalidado una vez más el modelo constituye, en definitiva, una excelente noticia. Porque, conviene recordarlo, ayer no ganó tan sólo el Partido Popular. Ni siquiera Isabel Díaz Ayuso, por más que su figura haya salido, y es de justicia señalarlo, enormemente fortalecida de la contienda electoral. Ganó una determinada concepción de la política y de la gestión pública: eso que entendemos por modelo Madrid. Y es de esperar que dicho modelo, exento de cualquier inflamación identitaria, pueda servir en adelante de referente para tratar de llevar no ya a la Comunidad de Madrid, sino a España entera por la senda del progreso, la convivencia y el bienestar. Que buena falta le hace.