(Letras Libres, marzo de 2021)
Contagios
28 de marzo de 2021
Como es natural, no todas las tazas podían ser iguales. Las había grandes, pequeñas y medianas. Las grandes correspondían a las tres comunidades autónomas que alegaban poseer derechos históricos, o sea, Cataluña, el País Vasco y Galicia –o poseer más derechos que el resto, porque en esta materia quién más, quién menos, todas decían tener–. Esos derechos se concretaban entonces en la reclamación de un trato preferente por haber dispuesto durante la Segunda República de un Estatuto de Autonomía –el de Galicia, aprobado en referéndum en vísperas de la guerra civil, ni siquiera llegó a entrar en vigor–. Luego venían las tazas medianas, generalmente rellenas con unos argumentos donde primaba la existencia y la utilización en la comunidad de marras de una lengua regional distinta del castellano. Y en último término las tacitas, que no atesoraban, las pobres, otra particularidad idiomática que el uso secular del castellano –por lo demás, lengua oficial del Estado y común de todos los españoles–. Sólo Andalucía no encajaba en esta clasificación de base lingüística, pero el socialismo, hegemónico en esta parte de España, forzó la celebración de un referéndum para que la Comunidad accediera a la autonomía por la misma vía que las de la taza grande. Y se salió con la suya.
Esa fórmula del café para todos, que escondía un remedo de federalismo asimétrico y cuyo objetivo era consolidar el naciente Estado de las Autonomías, constituyó, ahora se ve, un sonoro fracaso. Ni aplacó las ansias separatistas de los nacionalismos vasco y catalán, ni consagró tampoco lo que se pretendía como un mero proceso de descentralización administrativa. Lo dicho: no contuvo, sino que expandió. Porque, poco a poco, las demás autonomías, y en especial las de la taza mediana, aspiraron a acaparar el máximo de competencias –que no tardaron en calificar, por cierto, de derechos, fueran o no históricos–. Ya entrado el presente siglo, la reforma del Estatuto catalán, coincidente con el acceso al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, provocó una réplica emuladora en otras muchas comunidades –el resto de las de taza grande y las medianas–, que aquí nadie quería ser menos. Y así hasta hoy.
De ahí que la reciente iniciativa del Grupo Parlamentario Euskal Herria Bildu en el Congreso de los Diputados consistente en pedir la oficialidad para el bable y el aragonés –iniciativa que contó con el apoyo de Podemos y los nacionalismos varios, y a la que se sumó alegremente el PSOE– deba entenderse como un peldaño más en ese proceso expansivo que dura ya más de cuatro décadas. Por supuesto, nada hay que objetar al uso de estas lenguas. Tampoco a su enseñanza en el sistema público, siempre y cuando se dé una demanda suficiente que la justifique. Pero convertirlas en cooficiales significa mucho más que eso. Significa participar del juego del nacionalismo. Para un nacionalista hasta las piedras hablan. Incluso allí donde nunca se ha hablado el bable o el aragonés se presupondrá que un día, por remoto que sea, igual llegó a hablarse. Y, si no, tanto da. Al ser cooficiales, tanto el conjunto de los ciudadanos de Asturias como de los de Aragón tendrán derecho a usarlos en su trato con la Administración, lo mismo en la enseñanza que fuera de ella. Y los funcionarios deberán acreditar unos conocimientos mínimos de su dominio para poder ejercer su labor, con lo que el derecho se irá volviendo también obligación. Vendrán los títulos, los certificados y, claro, las partidas presupuestarias para financiar todo esto, entre las que no faltarán las destinadas mantener esas asociaciones beneméritas, nacionalistas todas, que acostumbran a proceder, andando el tiempo, como la catalana Plataforma per la Llengua, especialista, como es sabido, en espionajes, denuncias y coacciones. Y vendrá, en fin, más desigualdad entre los españoles, que se verán privados en otras dos comunidades autónomas de sus legítimos derechos como ciudadanos de una misma Nación.
Esto es lo que nos espera si se sigue dando curso a semejantes caballos de Troya. Así pues, o reaccionamos pronto, o me temo que un día no muy lejano asistiremos impotentes a la definitiva disolución de este régimen de libertades en el que todavía, pese a todo, vivimos y nos reconocemos.
[ VozPópuli ]
El caballo de Troya de las lenguas cooficiales
25 de marzo de 2021
El caso es que Espada nos convoca a todos, incluso a los muertos, “para redactar el Manifiesto por la Extinción” de Ciudadanos. Y lo hace con apremio, advirtiéndonos que “esta vez no podemos tardar un año”. La verdad sea dicha, la gestación a la que se refiere fue algo más corta, de lo más común, si bien se mira, ya que duró nueve meses, aunque, eso sí, requirió de una dolorosa y prolongada cesárea. Los egos, claro, esos “egos revueltos” cuyo “suflé” un optimista Espada quisiera ver ahora sensiblemente bajo para facilitar las cosas. O sea, una muerte digna. Sobre las razones que le asisten para ello y que le llevaron el sábado a publicar el manifiesto, baste señalar que hechos son razones, y que los hechos de la semana pasada en Murcia y en Madrid constituían una evidencia suficiente de que había llegado la hora de cerrar el negocio. ¿Cómo congeniar, en efecto, la desnudez sin mancha de aquel “Sólo nos importan las personas” con que Albert Rivera se presentó quince años atrás en sociedad –en el barcelonés Palau de la Música, en un acto conducido, por cierto, por Toni Cantó–; cómo congeniarla con la embarrada realidad en que se debate hoy en día el partido?
Los hechos de esta semana no han venido sino a confirmar esas razones y, en último término, la petición de amparo de Espada a los demás promotores para poner fin cuanto antes a la agonía. La marcha de Cantó –y de otros muchos cuyos nombres no trascienden y que han desempeñado también, desde el compromiso y la honestidad, labores orgánicas o de representación– se explica por el barro murciano y madrileño en que ha chapoteado la dirección del partido, pero también y sobre todo por la enfermiza insistencia de esa misma dirección, constatada el pasado lunes, en el sostenella y no enmendalla. Ya sólo faltaba que en dicha labor viscosa y corrosiva colaborara también un consumado especialista, Fran Hervías –a propósito, si Hervías llevaba meses vendido al PP, como sostienen ahora desde el partido, ¿por qué no se le expulsó de Ciudadanos cuanto antes, tal y como él habría hecho sin dudarlo en sus tiempos de todopoderoso secretario de Organización de haber sido otro el afectado?–.
En el manifiesto Espada afirma que un partido como lo que fue Ciudadanos “sigue siendo imprescindible en España”. Estoy de acuerdo. ¿Cómo no estarlo ante lo que estamos viviendo y, en especial, ante lo que todavía nos queda por vivir en el circo político español? Ahora bien, en cuanto a las posibilidades de engendrar otro, yo no participo en esta ocasión de su optimismo. Cuando se ha echado tanto por la borda en tan poco tiempo, cuesta mucho volver a empezar. Pero, en todo caso, como lo primero es lo primero, le requiero yo también a fijar fecha y lugar para levantar, junto al resto de los promotores políticos del partido y con otra cena si es preciso, el acta de defunción. Y, ya puestos, podemos aprovechar el encuentro para hablar del futuro. O, mejor, para hablar de los futuros, ya que, por bajo que esté hoy el suflé, seguro que cada ego lo verá distinto.
[ VozPópuli ]
Acuse de recibo
18 de marzo de 2021
[ VozPópuli ]
Regreso al Majestic con Mas-Colell
11 de marzo de 2021
El nacionalismo catalán, como todo nacionalismo que se precie, ha tenido siempre en gran estima su lengua. O sea, la que ellos designan como propia y que no es sino aquella en la que se expresa comúnmente bastante menos de la mitad de la población residente en Cataluña. Aunque eso tanto les da a los devotos. Esta lengua y no la otra es la auténtica, la genuina, la que los identifica y singulariza, y a la que, por supuesto, veneran. Hubo un tiempo en que ese culto cuasi totémico por la palabra compartía protagonismo simbólico con el que se rendía a la escritura. Pero de ese tiempo debe de quedar ya muy poco, a juzgar por la incuria con que tantos se despachan hoy en día a la hora de escribir, sean nacionalistas o no.
El caso es que si la lengua catalana ya era por sí misma un hecho diferencial, la escritura no le andaba a la zaga. Y de todos los signos que quedaron establecidos tras aprobarse la reforma ortográfica llevada a cabo por Pompeu Fabra hace algo más de un siglo, uno en concreto mereció, por su rareza, el máximo cariño de la tribu: el llamado punt volat (punto medio). Ese punto aparece entre dos eles –tal que así, l·l– y el dígrafo resultante debería pronunciarse como una doble ele, si efectivamente se pronunciara. Y es que, excepto en alguna aislada y muy respetable variante dialectal, no existe diferencia ninguna entre el sonido de la ele simple y el de esa ele doble suturada por el punt volat. Lo cual, sobra añadirlo, confiere al dígrafo en cuestión y a su puntito un aura de misterio parecida, en lo que al sonido se refiere, a la que según Julio Camba producían aquellos blancos que la censura dejaba, hace también cosa de un siglo, en las hojas del periódico: el de “las prosas imaginarias, tan superiores siempre a las reales”.
Pero está visto que no hay hecho diferencial que cien años dure. En Francia, que sigue siendo para tantas cosas el salvavidas de cuantos creemos que los valores de la ilustración además de asumirlos hay que defenderlos, la expansión del punt volat ha pillado a las instituciones con la guardia baja. En fin, allí no lo llaman punt volat, claro, sino point médian, pero, aunque su uso difiera, para el caso es lo mismo. Y la constatación de que esa expansión empezó justamente en otoño de 2017 y en un manual escolar de historia, esto es, coincidiendo con el punto álgido del Procés y en un ámbito parecido al que le sirvió a este de caldo de cultivo, da que pensar. Sea como sea, el point médian lo que simboliza no es una identidad nacional, como el punt volat para los almogávares catalanes, sino una identidad de género. Del género tonto, me atrevería a decir –un calificativo, por cierto, que conviene tanto a esta identidad como a la primera–.
Pues bien, resulta que dicho libro de texto se redactó en lenguaje inclusivo. Y como todo lo malo se pega, enseguida hubo administraciones y organismos públicos que hicieron lo propio, cosa que certifica, a un tiempo, la existencia del contagio y la gravedad de la situación. Pero a estas alturas del artículo se preguntarán, con razón, qué demonios tiene que ver el punto medio de los franceses con el código inclusivo. Les cuento. Lo del “él/ella”, “todos/todas”, etc., de nuestras latitudes es un juego de niños en comparación con los efectos del virus sobre la langue française. No es que allí no se dé; es que se trata de un estadio superado. Los franceses se encuentran ya en una nueva fase, en el equivalente a lo que sería la utilización por escrito de una forma amalgamada del tipo “esosas” por “esos/esas”, o “tododas” por “todos/todas”. Pero aún hay más. Una tercera fase –y ojalá no nos encontremos nunca en ella–. Figúrense que en un documento oficial se topan de pronto con este encabezamiento: “Estimad·o·a·s elector·e·a·s”. Pues eso ocurre ya en Francia. Acaso estemos ante un código inclusivo, no lo niego. Pero a mí, qué quieren, al código que más me recuerda es al cuneiforme.
Así las cosas, no me extraña que 65 diputados –y cuando digo diputados digo también diputadas, claro– de la Asamblea Nacional francesa, pertenecientes al centro y a la derecha republicana, hayan presentado una proposición de ley en cuyo artículo único se insta a prohibir en los documentos administrativos el lenguaje inclusivo, aquel que tiene como propósito –indica el propio texto– “sustituir el uso del masculino, cuando es utilizado en un sentido genérico, por una grafía en la que resalte la existencia de una forma femenina”. Y no me extraña que haya ocurrido, porque se trata de Francia, donde, por ejemplo, los 65 firmantes de la proposición son aún identificados en el documento con un simple y genérico “députés”, sin que por ello dejen de tener los mismos derechos y deberes. Es de esperar, en definitiva, que su iniciativa fructifique y esa proposición acabe convirtiéndose en ley.
El género ataca, sin pararse en mientes. Y con él, por desgracia, la estupidez. De ahí que convenga tomar nota de lo sucedido en Francia en estos últimos años con el lenguaje inclusivo. Estamos, como en el caso del punt volat catalán, ante una instrumentalización perversa del lenguaje. Lo que debería servir ante todo para comunicar, para unir, se usa para separar, para identificar, ya sea la nación, ya sea el género. Por estos lares, que yo sepa, no existen todavía puntos medios en libros o documentos vinculados a la Administración. Pero tenemos desde hace años, por ejemplo, la famosa arroba asexuada (@), a la que seguro que la ministra Irene Montero y sus niñeras no hacen ascos. Razón de más para desear que, llegado el caso, la clase política española libre de contaminaciones identitarias muestre una determinación parecida a la de esos 65 diputados franceses.
(VozPópuli, 4 de marzo de 2021)