El mismo día en que Pere Navarro, primer secretario del PSC, aseguraba que «los grandes partidos de Cataluña —por de pronto, CIU y el suyo— se están rompiendo por las posiciones discrepantes», el presidente del grupo socialista en el Ayuntamiento de Barcelona y presumible candidato a la Alcaldía en las próximas elecciones municipales, Jordi Martí, confesaba que él habría votado a favor de la Declaración de Soberanía de haber formado parte el pasado 23 de enero de la bancada del Parlamento catalán. O sea, no sólo no habría votado «no», que es lo que su grupo parlamentario había acordado, sino que ni siquiera habría seguido el ejemplo de
los cinco diputados díscolos que optaron por la abstención. Lo cual no significa que Martí represente el sentir mayoritario del grupo municipal que preside o de la federación socialista a la que este grupo representa; no, qué va. Es más bien lo contrario. Con lo que se confirma hasta qué punto las palabras de Navarro eran certeras. En estos momentos, la rotura del partido es absoluta. En sus cuadros dirigentes y, tal y como demuestran machaconamente los resultados electorales, también en sus apoyos ciudadanos.
Y, la verdad, no parece que la propuesta del PSOE de modificación de la Constitución para que pueda a adaptarse a ella en un futuro un nuevo Estatuto que colme las ansias decisorias del sector soberanista del PSC vaya a solucionar gran cosa. Esos discrepantes de la línea oficial no tendrán otro remedio, me temo, que escoger entre CIU —lo que podríamos llamar «la solución Mascarell», de quien Martí, por cierto, es un discípulo aventajado— y aquello que acabe saliendo de ese nuevo partido que Ernest Maragall está ordeñando y que, como la Unió Socialista de los años treinta, lleva todas las trazas de acogerse, tarde o temprano, al manto protector de ERC, cada vez más holgado. Y en cuanto a lo que quede entonces del PSC, si es que algo queda, acaso lo mejor sería un buen «lifting», empezando por las siglas.
(ABC, 2 de febrero de 2013)