Comprendo que eso que ha venido en llamarse «la amnistía fiscal» repugne al común de la gente. Es también mi caso. Ahora bien, esa repugnancia no me impide tratar de comprender, a un tiempo, por qué un gobierno democrático —el actual o cualquier otro— considera necesario recurrir a una medida de estas características. O, en otras palabras: por qué, a veces, el fin justifica los medios. ¿Y cuál es el fin, en este caso? Pues conseguir que el dinero defraudado a Hacienda y que el Gobierno cifra en unos 40.000 millones de euros vuelva a formar parte de la riqueza nacional y contribuya a reactivar nuestra maltrecha economía. Amén, claro, de recaudar entre un 8 y un 10 por ciento de las cantidades «blanqueadas» —o sea, un porcentaje ridículo en comparación con lo exigible por ley—, lo que representaría, según las cuentas gubernamentales, unos ingresos de 2.500 millones para el Estado.
Y si digo que ello no me impide tratar de comprender las razones que asisten a un gobierno para recurrir a una disposición semejante, es porque no alcanzo a ver en ellas sino algo muy parecido a lo que veo en tantos juicios por corrupción en los que el ministerio fiscal obtiene la cooperación de algún imputado con la promesa de una rebaja de pena. Me puede —nos puede— repugnar que ese acusado salga indemne o casi de un proceso en el que iban a caerle unos cuantos años de cárcel y la obligación de restituir a las arcas públicas el dinero malversado. Pero entiendo —entendemos— que existe un interés superior —el esclarecimiento de una causa, la condena de otros acusados, la restitución de un capital defraudado— por el que bien merece la pena hacer la vista gorda con ese «arrepentido» que ha decidido, como suele decirse, «colaborar con la justicia».
Así las cosas, y puesto que el término de «amnistía fiscal» provoca tantos sarpullidos, propongo que en adelante llamemos a esa práctica «colaborar con el Estado». Que somos todos, claro.
ABC, 7 de abril de 2012.

Colaborar con el Estado

    7 de abril de 2012