De la importancia de las próximas elecciones catalanas se ha hablado mucho en los últimos días, y más se hablará sin duda de aquí al 12 de mayo. Hace un par de semanas yo mismo abogué en estas páginas por el nombramiento de Alejandro Fernández como candidato del Partido Popular a la presidencia de la Generalidad, con lo que me sumaba a la campaña emprendida por numerosas asociaciones cívicas constitucionalistas catalanas y a la que ya se habían adherido a título individual algunos representantes de la sociedad civil. No diré que esa campaña fuera decisiva a la hora de decantar la balanza a su favor, pero me gustaría creer que de algo sirvió. En todo caso, celebro que el desenlace haya terminado dándonos la razón y permitiendo al actual presidente del PP en Cataluña, constitucionalista convencido, sin devaneo alguno con el nacionalismo, y excelente parlamentario –el mejor de la Cámara ya extinta, sin duda– repetir en el puesto y recoger en las urnas el fruto de su trabajo.
Pero lo que no imaginaba, ingenuo de mí –y eso que he conocido las entrañas de un partido político–, es lo que ha venido a continuación. O sea, la composición de las listas electorales. Esta obedece siempre, y es comprensible, a una serie de equilibrios entre lo que en la jerga política se denomina “las distintas sensibilidades del partido” y que, en realidad, más que a diferentes maneras de afrontar la realidad –una realidad que en Cataluña viene indefectiblemente marcada por el nacionalismo–, suele reducirse al poder que atesora cada uno de los barones de la formación conforme a los puestos de las listas en los que logra colocar a los suyos. De ahí que semejante ejercicio de compensación por la designación de Fernández y el arrumbamiento de los posibles cabezas de lista alternativos fuera esperable.
Lo que ya no lo era, ni creo que pueda considerarse razonable, es que de los siete puestos que siguen al suyo en la lista de Barcelona y que casi todas las encuestas dan, a estas alturas y salvo sorpresas, por asegurados –volviendo a la jerga, los llamados “puestos de salida”– ninguno vaya a ocuparlo, al parecer, alguien de su confianza. ¿Con qué templanza va a desenvolverse el candidato, con qué libertad, si le aguardan unos compañeros de bancada en los que no podrá apoyarse, en la mayoría de los casos, sino con reservas? He aquí una de las grandes lagunas de nuestra democracia: la ley electoral vigente, que prescribe el carácter cerrado de las listas, con la consiguiente desvinculación entre representados y representantes. Lo cual, sumado a una ley de partidos que favorece la endogamia, termina traduciéndose en la ausencia de rendición de cuentas por parte de los segundos, tomados de uno en uno. A quien sí rinden cuentas estos últimos es a la dirección del partido que los ha designado –en nuestro caso, la dirección nacional del PP–, que es la que confecciona el pack entero y lo pone en el mercado para que el cliente –léase el elector– lo tome o lo deje.
Al margen de estas consideraciones, el PP tiene en estas elecciones lo que no ha tenido en muchísimos años, por no decir jamás: la posibilidad de convertirse en la referencia hegemónica del constitucionalismo catalán. La figura de Alejandro Fernández, unida a la más que probable desaparición de Ciudadanos –mal que nos pese a muchos y a algunos en particular–, la salida del armario del PSC con su desvergonzado abrazo del separatismo y la presencia de Vox cubriendo el flanco más conservador y reaccionario de la derecha –aparte, claro, del que ya cubre el independentismo de Puigdemont y compañía, ajeno, al contrario que Vox, a todo respeto por la Constitución–, dejan libre un espacio electoral que, si no el próximo 12 de mayo, sí a la siguiente ocasión, puede convertirse en lo que llaman una ventana de oportunidad. Porque si algo ha demostrado ya Alejandro Fernández es que no es de los que se amilanan y buscan refugio en las listas al Congreso o al Senado. Pudo hacerlo en las últimas elecciones generales –se lo ofreció Alberto Núñez Feijóo– y él prefirió quedarse en Parlamento regional. Lo cual, dicho sea de paso, constituye también una garantía de que, de existir en el futuro la oportunidad, Fernández no rehuiría dar el paso al frente que Inés Arrimadas no quiso dar tras su victoria en las autonómicas de 2017 al rechazar presentarse a la investidura.
Ahora sólo falta, y no es poco, que desde sus propias filas le dejen trabajar.