Si uno se encuentra en Évora, la capital del Alentejo, o en sus aledaños, una visita a la Capela dos Ossos resulta obligada. Aun así, incluso en pleno verano, cuando todo son hordas de turistas a los que tanto da franquear la puerta de Disneyworld como la de Auschwitz mientras puedan añadir una muesca más en su peregrinar por esos mundos de Dios, hay quien se resiste. La exposición de huesos y calaveras humanos, al margen de su carácter simbólico –la transitoriedad de la vida concretada en la leyenda que adorna el pórtico del templo: “Nos ossos que aquí estamos pelos vossos esperamos”–, produce lo que los franceses llaman un frisson, y no precisamente placentero. De ahí que algunos prefieran ahorrárselo. Por lo demás, parece que la capilla, construida en el siglo XVII en el Convento de San Francisco de Évora por iniciativa de tres monjes, tiene también un fundamento de orden estrictamente práctico: descongestionar una cuarentena de cementerios monacales de la región o, mejor dicho, vaciarlos por completo exhumando los restos que contenían, a fin de destinar las tierras a otra clase de usos. Los huesos y las calaveras exhumados sirvieron, pues, de elemento edificante, lo mismo desde un punto de vista ornamental que en tanto que recordatorio espiritual o religioso.
Todo lo cual viene a cuento de la exhibición de huesos y calaveras del pasado jueves a primera hora de la mañana en la Basílica del Valle de los Caídos –salvadas sean, claro, todas las distancias que haya que salvar entre ayer y hoy y entre el convento portugués y la basílica española–. La presencia del presidente del Gobierno, acompañado del ministro y el secretario de Estado de eso que llaman Memoria Democrática, disfrazados los tres de forenses, en el laboratorio del recinto rebautizado hace un par de años como Valle de Cuelgamuros –como si los caídos allí enterrados, cerca de 40.000 conforme al registro, si bien la cifra podría alcanzar los 50.000 según la propia web de la Basílica, no lo fueran de ambos bandos y en buena medida por ambos bandos–; la presencia de Pedro Sánchez, decía, no puede sino calificarse de moralmente obscena. Y es que en las imágenes suministradas y propagandeadas por La Moncloa –no existen otras–destacan en primer plano huesos y calaveras, como si los hubieran dispuesto allí a propósito. Y se completan con las declaraciones del propio presidente el mismo día en la red social X, donde puntualizaba que la exhumación y análisis de los restos “atiende a la demanda de 160 familias que todavía hoy siguen buscando respuestas”, por lo que “debemos saldar nuestra deuda pendiente con quienes dieron su vida luchando por la libertad y la democracia en España”.
Nada tengo en contra de la pretensión de estas familias y de cuantas desean exhumar los restos de sus seres queridos, sean del bando que sean y allí donde proceda. Están en su derecho y es de justicia que los poderes públicos atiendan, en la medida de lo posible, a su requerimiento. Y entiendo que esas respuestas que, a juicio de Sánchez, “siguen buscando” se concretan en la identificación de sus restos para poderlos enterrar allí donde sus familiares dispongan. Pero la apostilla según la cual “dieron su vida luchando por la libertad y la democracia en España”, al contrario de lo que cree el presidente del Gobierno y proclama su ley de Memoria Democrática, no es privativa de un bando, sino que puede aplicarse lo mismo a unos que a otros. Y es que muchos de los que dieron su vida en los campos de batalla o fueron víctimas de la represión no soñaban con una España democrática. Ni falangistas y requetés de un lado, ni comunistas y anarquistas del otro. Lo que no significa que no existieran entre ellos excepciones. En cuanto a lo que se entiende por libertad, no hace falta decir que, al igual que la suerte, va por barrios.
La macabra escenificación del pasado jueves en el Valle de los Caídos sólo tiene un aspecto que agradecer. Su Majestad Pedro Sánchez, a diferencia, por ejemplo, de la actual presidenta del Congreso de los Diputados cuando, siendo presidenta del Gobierno Balear, se personaba compungida junto a una fosa común donde se estaban llevando a cabo los trabajos de identificación de los restos de víctimas de la guerra civil en Mallorca, no soltó en ninguna de las imágenes publicadas lágrima alguna. Lo que no sabemos es si en su caso fue por convicción, porque un gobernante debe guardar las formas incluso en tiempos, como los presentes, de destemplada e impúdica exhibición de sentimentalismo, o si fue simplemente por pura incapacidad.