Los ejemplos de progresiva desconexión entre los representantes políticos y los ciudadanos a los que se supone que representan –ciudadanos que no se limitan, al contrario de lo que tanta gente cree, a quienes les han votado en unos comicios, sino que se extienden al conjunto del cuerpo electoral, sea este municipal, regional o nacional– son, por desgracia, numerosos. Tal vez el más conocido sea el que resulta del incumplimiento, por parte el partido al que corresponde gobernar, de las promesas incluidas en el programa con que se presentó a las elecciones o, si se trata de un gobierno de coalición, de lo acordado en el pacto de investidura. El elector, claro está, se siente entonces engañado, y a la próxima puede que opte por una fuerza política distinta, se refugie en el voto nulo o simplemente se quede en casa. Pero también puede suceder –como fue el caso de no pocos votantes socialistas el 23-J– que termine votando de nuevo a quien ha incumplido de forma flagrante lo prometido. De ahí que muchos vean en las reformas de la ley electoral y de la ley de partidos –en el sentido de hacerlas, en el primer caso, más proporcional y, en el segundo, más participativa y transparente en lo que a la organización se refiere y más vinculante entre elector y elegido– una posible solución al desapego actual. Aun así, el hecho de que ninguno de los dos grandes partidos nacionales esté por la labor de reformarlas acaba convirtiendo semejantes propósitos en una quimera.
Pero la desafección hacia la clase política se explica mucho mejor, sin duda, yendo a lo concreto, a lo reciente e hiriente. A estas alturas es muy probable que usted, lector, haya oído hablar de la ELA, la esclerosis lateral amiotrófica, esa enfermedad rara y hoy por hoy sin remedio que va paralizando poco a poco a quien la padece sin privarle, no obstante, de sus facultades mentales. El historiador Tony Judt, fallecido en 2010, dos años después de haberle sido diagnosticada la enfermedad, describía así en El refugio de la memoria (2010), cuando su cuerpo estaba ya prácticamente inerte, en qué consistía dicha rareza: “Lo característico de la ELA –la menos común de esa familia de patologías neuromusculares– es en primer lugar que no hay una pérdida de la sensibilidad (un arma de doble filo) y en segundo lugar que no hay dolor.” Y concluía: “De este modo, y en contraste con cualquier otra enfermedad grave o mortal, uno tiene la oportunidad de contemplar, a su conveniencia y sin molestia alguna, el catastrófico progreso de su propio deterioro”.
Decíamos más arriba que íbamos a tratar de un hecho reciente e hiriente relacionado con la desafección ciudadana hacia su clase política, y lo ocurrido el martes de la pasada semana en el Congreso de los Diputados no puede venir más al pelo. Aquel día se celebró en la llamada sede de la voluntad popular una jornada titulada “Por una regulación que garantice una vida digna a las personas con ELA”. La jornada la habían impulsado meses atrás las asociaciones que representan a los enfermos de ELA –y el verbo impulsar, vistos los antecedentes, es adecuadísimo–. De ella han quedado palabras e imágenes que han tenido a lo largo de los últimos días una repercusión insólita. No es que no se hubiera hablado nunca de la ELA; es que nunca se había dedicado tanto tiempo y espacio en los medios a los enfermos y a la enfermedad. A ello contribuyó, por descontado, el marco en que se desarrolló la jornada. La sede de la voluntad popular, insisto. Y el hecho de que esa voluntad hubiera sido burlada ahí mismo durante dos años –desde el día de la legislatura anterior en que una proposición de ley de Ciudadanos había sido admitida a trámite con el voto unánime del conjunto de los diputados y la Mesa la había postergado en su tramitación hasta una cincuentena de veces– suponía, por contraste, una verdadera afrenta para quienes habían venido a reclamar lo que era a todas luces de justicia.
Se entiende, pues, la indignación que reflejaban las palabras trabajosamente pronunciadas por el exfutbolista y exentrenador Juan Carlos Unzué cuando afeó a sus señorías que en la sala sólo estuvieran 5 de ellas –la Cámara la integran 350 diputados–, así como el efecto que han tenido. Del mismo modo, se entiende el impacto causado por las imágenes, la visión dolorosa de los enfermos desplazados hasta el Congreso acompañados de sus familiares y amigos. Todo el bochorno de este 20 de febrero podría, en definitiva, haberse evitado si nuestros representantes públicos –y en particular quienes han gobernado y gobiernan la institución– se hubieran comportado con la atención y el respeto que merecen unos ciudadanos que sólo reclaman una ley que costee unas prestaciones y unos cuidados que les resultan indispensables para vivir con dignidad lo que les resta de vida y cuyo montante –una treintena larga de millones de euros anuales– no es nada para los presupuestos generales y lo es todo, en cambio, para ellos y sus familiares.
La anterior proposición de ley decayó cuando Sánchez decidió adelantar los comicios. Ya en la presente legislatura una iniciativa de Vox también fue bloqueada por la Mesa a instancias del Gobierno, que la consideró demasiado costosa. Y ahora, dos días después, mira por dónde, de la sonrojante jornada a la que acabamos de aludir, Junts registraba una nueva proposición que responde a los mismos requerimientos de las asociaciones de afectados. A pesar de que hoy todo gira en el Congreso en torno a otra clase de leyes, que son las que en verdad interesan al presidente del Gobierno en su pretensión de conservar el poder a toda costa, es de esperar que en esta ocasión lo acontecido el martes 20 y quién sabe si incluso la naturaleza del grupo proponente faciliten las cosas. Si no es mucho pedir a nuestros representantes políticos, claro.