Cuando uno es capaz de escribir que “las principales víctimas de las dictaduras comunistas fueron los comunistas que se negaron a la degradación dictatorial de sus ilusiones sociales”, como si entre los más de 100 millones de víctimas pudieran establecerse categorías y valiera y pesara más la conformada por los creyentes desengañados –muchos de los cuales, antes de perder la fe, fueron cómplices de toda clase de crímenes– que la constituida por los millones de hombres, mujeres y niños sin ideología alguna que fallecieron por hambrunas perfectamente planificadas por los distintos regímenes en contra de sus propios habitantes –el de la URSS con respecto a los ucranianos, el de Pol Pot en Camboya con respecto al conjunto de la población, por poner los dos ejemplos más cruentos– o fueron asesinados de forma indiscriminada en los Gulags o allí donde hiciera falta; cuando uno es capaz de escribir lo entrecomillado al principio y resulta que comparte la condición de columnista de nuestro Pravda particular con el cargo de director del Instituto Cervantes, cargo en el que lleva ya un lustro y por el que cobra un sueldo que ronda los 100.000 euros anuales de dinero público nada comunista; cuando a todo lo anterior, en fin, se le añade que ese mismo sujeto se aprestaba, tal y como revelaba ayer aquí mismo Paloma Cervilla, a colocar a dedo a su director de gabinete y a su directora de Cultura en la dirección de los Institutos Cervantes de Lisboa y París, respectivamente, antes del previsible hundimiento electoral, a fin de asegurarles canonjías de cinco años de duración, convendrán conmigo en que no queda más remedio que reconocer, no sólo que la proyección internacional de nuestra cultura ha estado regida este último quinquenio por la inmoralidad y la indecencia, sino que el fin de época que deberían traer los resultados del próximo domingo resulta más que apremiante.
Se me dirá que hay cosas peores que la gestión de Luis García Montero al frente del Cervantes. Sin duda. Peores y de trascendencia infinitamente mayor. Pero como las conocen de sobra, les ahorro, si me permiten, el recopilatorio. Lo que tiene de relevante el caso del Cervantes y su director es que constituye un paradigma perfecto de lo que ha sido el sanchismo: la superioridad moral –antesala de la inmoralidad–, sustentada en la impunidad institucionalizada, el amiguismo del poderoso y el desafío a la legalidad. Según apuntan la gran mayoría de las encuestas, estamos a cuatro días del final del régimen autocrático de Pedro Sánchez. Lo que venga luego, por deficiente que sea, no puede ser sino mil veces mejor que lo malísimo conocido. Claro que el camino que aún queda para llegar al cierre de los colegios electorales no es precisamente tranquilizador.
Y no me refiero a la campaña en sí. Acaso porque lo que mal empieza mal acaba, los últimos compases de este largo interludio entre la legislatura consumida el pasado 30 de mayo, con la disolución de las Cortes, y la inminente cita con las urnas han estado marcados por el vergonzoso episodio del voto por correo. Cuando escribo este artículo, los sindicatos de la empresa pública calculan que quedan por votar por correo 800.000 ciudadanos de los 2,6 millones que lo han solicitado. A su vez, la empresa comunicó mediante una nota de prensa que había entregado el 98,2% de la documentación para el voto a quienes la habían solicitado, y lo hizo sin indicar que en dicho porcentaje estaban incluidos los cerca de 450.000 que no disponen aún de esa documentación porque las dos veces en que intentaron entregársela estaban ausentes de sus domicilios. (Si bien se mira, el sistema de cálculo de la empresa pública recuerda bastante el del propio Gobierno cuando excluye del total de parados a los fijos discontinuos.)
Ignoro cuántos de esos 450.000 ciudadanos se van a quedar mañana jueves sin poder votar por culpa de la mala gestión de los responsables de Correos. Una mala gestión de la que es responsable el amigo y exjefe de gabinete de Pedro Sánchez –cuyo sueldo anual, por cierto, supera los 200.000 euros–. Pero sería injusto atribuir a Juan Manuel Serrano, que así se llama el agraciado, la máxima responsabilidad del escándalo. La máxima corresponde al todavía presidente del Gobierno por haberle nombrado. Y, sobre todo, por convocar por puro interés personal y sin respeto alguno por los legítimos intereses de sus conciudadanos, unas elecciones que iban a celebrarse en plenas vacaciones de muchos de ellos, lo que no podía sino terminar, por desgracia, como parece que va a terminar: privando a miles de españoles del ejercicio de su derecho al voto.