No es que uno se haga muchas ilusiones sobre lo que puede deparar una campaña electoral, pero resulta significativo que la enseñanza –o la educación, como la llaman ahora– no haya merecido hasta la fecha casi ninguna atención. Dejando aparte la cuestión del uso del castellano como lengua vehicular –que, por más que debiera afectar a todos los españoles, preocupa y moviliza tan sólo a una parte de los residentes en las comunidades bilingües, donde este derecho es sistemáticamente conculcado–, ¿alguien ha oído hablar en la arena pública de los problemas que tiene la enseñanza en nuestro país y de cómo ponerles remedio? Me temo que sólo en algún artículo o entrevista en los que el autor o entrevistado, ya por experiencia, ya por formación, ya por ambas circunstancias, ha esbozado, partiendo de datos contrastados y tomando como referencia los estándares europeos, la reforma que habría que acometer para que España saliera de la zona de sombra donde se encuentra desde hace décadas, con unas consecuencias que van mucho más allá del ámbito estrictamente educativo, hasta el punto de lastrar el progreso económico y social del país.
Pero ¿y los políticos? Que los de izquierda y los nacionalistas se desentiendan del asunto y no lo vean como un problema es bastante comprensible. El modelo vigente lo han fabricado ellos a lo largo de estas mismas décadas. Ya les conviene, por decirlo llanamente. Sólo les preocuparía que algún gobierno pretendiera modificarlo. Entonces, de una parte y de otra habría llamadas a la movilización, a la defensa de la “escuela pública” –como si en algún periodo de nuestra democracia se hubiera planteado siquiera reducirla–, a la lucha contra el retorno del fascismo a nuestras aulas incluso. Al carecer de evaluaciones y transparencia y estar dejado de la mano del dios autonómico –esa suma de 17 diosecillos– el sistema educativo que han promovido es un sistema opaco, descoyuntado y condenado en el mejor de los casos a una mediocridad sin remedio. ¿Que estamos a la cola de Europa? La culpa sigue siendo del franquismo, como aseguró, hará pronto dos décadas, esa lumbrera llamada Rodríguez Zapatero.
La apropiación del modelo por parte de la izquierda y los nacionalismos responde a la convicción profunda de que sólo ellos tienen derecho a gestionar ese pilar del Estado, amoldándolo, por supuesto, a sus creencias y propósitos pedagógicos. Cuando se constituyó en el Congreso la comisión encargada de alcanzar un pacto educativo, sus trabajos progresaron adecuadamente y estuvieron muy cerca de desembocar en un proyecto de nueva ley educativa, consensuado entre las distintas fuerzas políticas. Pero en eso regresó Sánchez a la secretaría general del PSOE y en un par de semanas todo se vino abajo. El Grupo Socialista se descolgó del pacto con una burda excusa, le siguió Podemos, y no hubo ya nada que hacer para salvar una iniciativa que, en teoría, era demandada por una gran mayoría de los españoles. Meses más tarde, Sánchez alcanzaba el poder mediante una moción de censura y ponía a Celaá al frente del Ministerio de Educación con la encomienda de elaborar una ley que sustituyera a la Lomce y volviera a la senda de la Logse y la Loe. O sea, al modelo que había situado a España en la zona de sombra que ocupaba y continúa ocupando en todos los ránquines europeos y de los países económicamente desarrollados.
Si a partir del 24 de julio se da en España un cambio de mayoría parlamentaria y, en consecuencia, un nuevo gobierno, la Lomloe y sus desvaríos pedagógicos –entre los que se cuentan unos currículos tan yermos de contenido como deleznables ideológicamente– tendrán, a juzgar por lo manifestado por PP y Vox, los días contados. Bien estará, por supuesto. Eso sí, con vistas al futuro, el nuevo gobierno no debería caer, como en el pasado, en la trampa de buscar nuevos consensos con la izquierda y los nacionalismos. Se embarraría, perdería el tiempo y se lo haría perder a los ciudadanos de forma lamentable. En cambio, si de verdad quiere ir al fondo del asunto y elaborar el modelo de enseñanza que este país necesita, le recomendaría que se dejara guiar en todo momento por la divisa formulada por Josep Pla en sus escritos crepusculares: “Yo creo, y la vida me lo ha demostrado, que, cultura, solo hay una; que, pedagogía y universidad, solo hay una; que, observación real, solo hay una, y que, para poseerlas, hay que ejercer una gran presión sobre las veleidades del organismo a fuerza de trabajar, trabajar y trabajar”. Nada habría más revolucionario, se lo aseguro.