Hace bien Alberto Núñez Feijóo postulándose para la investidura. La candidatura que encabezaba ganó en porcentaje de voto y en número de escaños en el Congreso de los Diputados, y obtuvo mayoría absoluta en el Senado, lo que sin duda le legitima en su propósito. Con todo, el vencedor del pasado domingo no fue él, sino Pedro Sánchez. Las elecciones se habían planteado como un segundo plebiscito sobre el sanchismo, el definitivo tras el aperitivo –exitoso para el PP– de las autonómicas y locales. Por así decirlo, había que rematar la faena del mes de mayo dándole a Sánchez la estocada. Y no hubo tal. Sánchez hizo honor a su proclamada resiliencia y logró incluso un millón de votos y dos escaños más que en 2019. Y lo más importante: si Feijóo termina fracasando en su intento de salir investido, Sánchez puede aspirar a revalidar su presidencia asociándose con toda suerte de izquierdismos y nacionalismos identitarios a cambio del trozo de soberanía necesario. Lo ha demostrado con creces, y no le vendrá ahora de un Puigdemont.
No es fácil comprender a los españoles. No es fácil comprender que, lejos de impugnar con su voto las políticas desarrolladas por Sánchez en el último quinquenio, tal y como hacían presagiar los resultados del 28 de mayo y casi todos los sondeos de opinión, las hayan ratificado en buena medida. En cualquier caso, a falta del recuento del voto exterior, los resultados ahí están. Y lo que reflejan es una España quebrada, partida en dos. O, machadianamente, dos Españas. Como en 1976, recién salidos del franquismo. Pero, al contrario que entonces, sin esperanza ya de que una nueva transición nos saque del apuro. Al menos en los próximos años.
Aquel ejercicio mayúsculo de reencuentro, reconciliación y concordia que fue nuestra Transición, coronado por una Constitución a la que contribuyeron la práctica totalidad de las fuerzas políticas, no sólo no se va a repetir, sino que sus principios y valores, pueden darse, me temo, por vencidos. En cambio, su antítesis, el enfrentamiento guerracivilista generado en tiempos de Rodríguez Zapatero y llevado a su máxima expresión, hasta la fecha, por Pedro Sánchez tiene todas las trazas de perpetuarse.
Feijóo, por convicción o por oportunismo, tanto da, jugó en campaña y en los meses precedentes la carta de la concordia. Le permitía alejarse de Vox, cuya postura era manifiestamente frentista, y ensanchar a un tiempo el espacio de centro a costa del antiguo elector de Ciudadanos, partido que ni siquiera concurría ya a las elecciones, y del votante del PSOE al que se atragantaba la radicalización de los gobiernos de Sánchez. Su estrategia, tras el desgarrón producido en el tejido económico y social por las políticas disruptivas y populistas de la izquierda y los nacionalismos periféricos, era básicamente reparadora. Recomponer el Estado de derecho con todo lo que ello implica, promover el constitucionalismo en el conjunto del territorio, tender puentes, zurcir tramas. Recordaba en su empeño al que tuvieron nuestros políticos en tiempos de la Transición.
Pero para ello era imprescindible no sólo lograr una mayoría suficiente para gobernar, sino que, a su vez, Sánchez cayera derrotado con estrépito y su liderazgo en el partido se desmoronara. Nada de ello ha sucedido. Al PSOE le ha bastado con aventar el miedo a Vox –una estrategia en la que ha colaborado en primerísima línea, todo hay que decirlo, la popular extremeña Guardiola– y recurrir al pasado sacando a Franco a pasear, para movilizar a un electorado que semanas antes no estaba por la labor de votarle. Y como ya viene siendo habitual –pero eso, por su complejidad, merece un artículo aparte–, dentro de la familia socialista la importancia del voto al PSC ha vuelto a ser decisiva.
Veremos qué nos deparan los próximos meses. Pero algo está fuera de duda: vamos a tener por mucho tiempo un país roto. Lo que ya no sabemos es cuánto podrá aguantar.