Cuando los ciudadanos españoles estén aún bajo los efectos de los resultados de las próximas elecciones autonómicas y locales –y es de esperar que estos contribuyan decisivamente a empezar a afrontar con determinación los tres riesgos a los que está expuesta la democracia española y que son, según las justas palabras del Rey Felipe VI en su discurso de Navidad, “la división, el deterioro de la convivencia y la erosión de las instituciones”–, Pedro Sánchez cumplirá cinco años al frente del Gobierno. Cinco años que van a prolongarse, con toda seguridad, unos meses más, pues no parece que, de aquí a entonces, vaya a haber adelanto electoral.

A lo largo de este quinquenio se han establecido muchos paralelismos con la historia de la Segunda República española. Algunos atinados, otros no tanto, y no pocos para la galería y sin fundamento ninguno. También ha habido simples referencias a aquel régimen, a menudo ditirámbicas. Entre estas últimas sobresalen las del propio presidente del Gobierno, quien no hace mucho, como recordaba este mismo lunes en El Mundo Francisco Sosa Wagner, calificó la Segunda República de “luminosa”. Dado el contrastado apego a la ignorancia de Pedro Sánchez, es inútil preguntarse en qué evidencias descansaba, a su juicio –si juicio había–, dicha luminosidad. El propio Sosa reportaba en su artículo a modo de ejemplo una ristra de hechos imputables a los periodos de gobernanza republicano-socialista que demostraban precisamente todo lo contrario. O sea, escasísima luz y muchísima sombra.

Tanto el llamado bienio rojo (1931-1933) como los pocos meses de gobierno del Frente Popular que precedieron a la Guerra Civil estuvieron presididos por el afán de imponer un programa y unas políticas de izquierda al conjunto de la Nación. No existió jamás voluntad de consenso por parte de los gobernantes, empezando por el propio Azaña. La República no podía sino estar al servicio de los republicanos, y para ello toda medida, aplicada de grado o por fuerza, era lícita. Incluso aquellas que contravenían las disposiciones legales vigentes. Como mucho, tales disposiciones terminaban por adaptarse a golpe de decreto al objetivo perseguido. Por lo demás, las Cortes Constituyentes crearon una Comisión de Responsabilidades cuyo propósito no fue otro que el de juzgar las contraídas por el exrey Alfonso XIII y determinados exministros de la Dictadura. El nuevo régimen se construía por oposición al anterior y se consideraba legitimado, a través de sus representantes parlamentarios, para emitir un veredicto sobre la actuación de sus máximas figuras, empezando por la del mismísimo monarca.

Es difícil no ver en el cercano quinquenio rojo de Pedro Sánchez un reflejo de aquel bienio rojo republicano tan aparentemente luminoso. Los modos autoritarios más propios de una dictadura –recuérdense las prórrogas de los estados de alarma o el abuso gubernamental del decreto ley–; el forcejeo permanente con el marco constitucional; el desprecio por la separación de poderes; la voluntad de imponer un programa político de parte y el consiguiente rechazo de toda transacción con las fuerzas políticas de oposición; el ninguneo al que ha sido sometida reiteradamente la figura del jefe del Estado, o el control de los medios de comunicación, son solo unos ejemplos que nos retrotraen de forma inevitable al precedente de hace noventa años.

Pero tal vez lo más significativo sea esa necesidad de demolición del pasado que hermana ambos periodos. Cuando la República, los vituperios se los llevaba la institución monárquica y su última concreción gubernativa, la dictadura de Primo de Rivera. Ahora la Monarquía parlamentaria continúa en el punto de mira –al igual que la Transición política y la Constitución que de ella emana–, hasta el punto de que los socios de gobierno de Sánchez no se privan de vincularla, como hacía hace poco el Rufián republicano de nuestro tiempo, con la dictadura de Francisco Franco.

Justo es reconocer, sin embargo, que existe una diferencia notable entre aquel bienio y el actual quinquenio. Así como Azaña fue un dignísimo escritor, de Sánchez no se conocen más que los plagios. Incluso, visto lo visto, los de naturaleza política.


El quinquenio rojo de Pedro Sánchez

    28 de diciembre de 2022
La rapidez con que se van agrietando los muros de esta patria nuestra que es el edificio constitucional hace que a veces los articulistas se vean forzados a encajar en una misma pieza más de un tema. Algo así le ocurrió, sospecho, a Antonio Muñoz Molina en “Los malversadores” (El País, 17-12-2022), donde trataba básicamente de la reforma del delito de malversación y de sus nocivas consecuencias, al tiempo que aludía a la derogación del de sedición. Que puede darse una relación entre ambos delitos resulta incuestionable. El propio Muñoz Molina lo reconocía sin tapujos al afirmar en su artículo, en alusión al golpe a la catalana de 2017, que “es sin duda un delito muy serio destinar a una conspiración secesionista fondos públicos que vienen de los impuestos de todos nosotros”. He dicho sin tapujos y no, alguno había, sólo que en este caso la adversativa había asomado ya la patita en el mismo párrafo unas líneas más arriba. El articulista se había incluido entre las “muchas personas escépticas y a la vez partidarias de la concordia” que podían “al menos conceder el beneficio de la duda a esas medidas apaciguadoras [en referencia a la derogación del delito de sedición]” y se mostraba convencido de “que el indulto a los secesionistas condenados” había sido “un precedente alentador”. O sea, destinar fondos públicos a una conspiración secesionista era un delito muy serio, pero había que conceder el beneficio de la duda a la derogación del delito que subyacía a la conspiración misma en tanto en cuanto, al igual que el indulto, podía resultar una medida apaciguadora. La pax catalana, pues, se imponía a cualquier otra consideración.

Por lo demás, el resto del artículo –aparte del inevitable rejonazo ideológico al “gamberrismo político de la derecha española [que] socava más todavía [la Administración de Justicia] al bloquear ilegalmente el funcionamiento de sus órganos de gobierno”– consistía en una loa de los servicios públicos y de la abnegada labor de sus servidores, y en la denuncia de la degradación a que están sometidos por culpa del despilfarro de ese dinero que –y esto ya no lo decía él–, mal que le pese a Carmen Calvo, no es de nadie y sí de todos. No puedo estar más de acuerdo con el autor en lo uno y en lo otro. Eso sí, yo habría añadido a su exhorto la necesidad de incluir en la gestión pública el concepto de eficiencia. De incluirlo de verdad, no sólo en teoría. Supongo que a Muñoz Molina le basta con aquellos paseos por el infierno madrileño a los que se refería hará pronto un par de años y a aquellas conversaciones con los tenderos para hacerse cargo de una tal degradación, pero la Administración dispone de otros recursos para saber si se gestiona con eficiencia el dinero público o si, por el contrario, se malversa. Otra cosa es que los políticos, como máximos gestores de lo público, lo tengan presente en su labor y hagan caso, por ejemplo, a las recomendaciones europeas sobre el control del gasto o a los informes de organismos independientes como la Airef. Si así fuera, ni el Estado ni las autonomías tomadas de una en una tendrían la deuda pública que tienen.

Pero la malversación de ese dinero de todos presenta también otras facetas. Estos días se ha aludido a muchas de ellas, pero hay una que yo he echado en falta o tal vez no he sabido encontrar. Me refiero a la malversación relacionada con las políticas lingüísticas. Estoy seguro de que en esto Muñoz Molina no podrá por menos que estar de acuerdo conmigo, aunque sólo sea por la a todas luces sobrante Oficina del Español de la Comunidad de Madrid. Pero el dispendio de esta oficina madrileña es una ridícula gota de agua en el océano de los millones y millones de euros públicos que les cuestan a los españoles las políticas lingüísticas en aquellas comunidades autónomas con lengua cooficial. Desde las propias estructuras administrativas para llevar a cabo las distintas políticas, que incluyen no sólo el campo de la enseñanza, la comunicación institucional y los medios de comunicación públicos, como a veces se cree, sino el conjunto de la administración autonómica –piénsese, por ejemplo, en la sanidad balear, cuyos trabajadores están sometidos cíclicamente a la exigencia del dominio del catalán con los efectos perversos que ello conlleva en el orden de la desigualdad entre los ciudadanos españoles–; desde el coste de esas estructuras, decía, hasta el reguero de subvenciones destinadas a sostener las entidades vinculadas con la lengua cooficial en cuestión, a promover los programas de normalización lingüística en el sector privado y asociativo, o a mantener con respiración asistida a medios de comunicación afines con la excusa de que usan la llamada lengua territorial.

Todo ese dinero público, cuyo destino, al margen de su cuantía, ya es de por sí más que opinable, se vuelve directamente afrentoso cuando se piensa en todo aquello que podría haberse hecho con semejante presupuesto allí donde realmente hacía y sigue haciendo falta para apuntalar el Estado del bienestar. Y si encima se repara en la general ineficiencia de esas políticas lingüísticas, a juzgar por el porcentaje de uso en estas autonomías de las respectivas lenguas cooficiales tras cuatro décadas de persistente irrigación millonaria, a la afrenta por la malversación se le añade, siempre y cuando uno no sea nacionalista, una muy comprensible indignación.

Los malversadores lingüísticos

    21 de diciembre de 2022
El pasado sábado recibí un mensaje de un amigo. Era muy escueto. Tan escueto como significativo: “¿Nadie va a hacer nada?”. No pude sino contestarle: “Eso me pregunto yo”.

Todo indica que los últimos desafueros del Gobierno a través de su largo brazo legislativo –tanto monta, monta tanto; aquí no hay separación de poderes– y en contra del poder judicial, tendentes a lavar hasta la blancura más extrema el pasado delictivo del ejecutivo golpista de la Generalidad catalana a cambio del apoyo de sus socios separatistas a los presupuestos de 2023, han colmado la poca paciencia que les debía de quedar a millones de españoles. Añadan a lo anterior las bravatas de Sánchez e Illa, su fiel monaguillo, este domingo en un acto en Barcelona. Después de que el socialismo patrio –PSOE o PSC, tanto monta, monta tanto– haya evidenciado con su proceder el respeto que le merece nuestra Carta Magna, el monaguillo se puso estupendo y soltó: “A partir de ahora las lecciones de constitucionalismo, las lecciones de patriotismo, las vamos a dar los socialistas”. Si se trataba de la patada a seguir del rugby adaptada a la práctica política o de un intento de emular aquel Gran Salto Delante de la China de Mao, sólo el tiempo lo dirá.

Y ese tiempo no debería ser únicamente el que fijen las citas electorales del año próximo, y en particular la decisiva de diciembre. Cuando alguien pierde definitivamente la paciencia, como es el caso, insisto, de millones de españoles –así se desprende al menos de los porcentajes que figuran en las encuestas de opinión–, tiene dos opciones: resignarse y confiar en que las cosas terminen arreglándose, o puede, como preguntaba retóricamente mi amigo en el mensaje que me mandó, hacer algo. Y en la actual política española eso se traduce, en el primer caso, en fiarlo todo a lo que nos deparen dentro de un año las urnas, o sea, a que los resultados hagan posible un cambio de gobierno, y en el segundo, en reaccionar ya desde ahora para que el año que viene no pase en balde. En el último caso el gran problema, no hace falta precisarlo, es el quién y el qué.

Y la primera mirada hay que dirigirla, como es obvio, a nuestros representantes políticos. ¿Pueden los grupos parlamentarios que no están conchabados con el sátrapa socialista hacer algo más que ejercer, sesión tras sesión, su tarea de oposición? Sí, claro, pueden llegar por ejemplo a un acuerdo para presentar una moción de censura que permita al candidato a la investidura, ya que no salir victorioso tras la votación final dada la composición de la cámara, sí leerle al menos la cartilla a Pedro Sánchez y proponer un programa de gobierno para la próxima legislatura. Tanto lo uno como lo otro necesitaría probablemente de intervenciones de un día entero a tenor del cúmulo de despropósitos, barbaridades y fraudes de ley cometidos en estos cuatro años y medio de gobernanza del actual presidente, pero el candidato contaría con una ventaja: no tendría límite de tiempo. Ahora bien, ¿quién recogería el guante? Lo lógico es que lo hiciera quien cuenta con todos los números para ser el próximo presidente del Gobierno si las urnas le acompañan, o sea, Alberto Núñez Feijóo. Pero el presidente del PP no parece estar por la labor. Quedaría la opción de un independiente, como se ha barajado estos días a propuesta del líder de Vox, Santiago Abascal. Pero ni por esas.

En todo caso, por necesaria y oportuna que sea esa iniciativa parlamentaria, tan importante o más es la capacidad de movilización que demuestre la sociedad civil. Una movilización de la opinión pública y, como complemento, una movilización ciudadana. Es de sobra conocido que los políticos se mueven si alguien les empuja a ello, es decir, si no les queda más remedio que rendirse a la evidencia de que no pueden ni deben quedarse atrás. Y eso está en manos de los medios de comunicación y de las asociaciones y entidades que representan, al margen de la clase política, la sociedad misma. Lo que no obsta, claro está, para que ambas instancias, la políticamente representativa y la asociativa, actúen a la par.

Se haga esto o aquello –y ojalá sea lo uno y lo otro–, si los resultados electorales determinan finalmente que Sánchez ha de abandonar La Moncloa, a los nuevos gobernantes les esperará una tarea que no será como la de anteriores cambios de color político. Tras lo vivido estos últimos años –inclúyase aquí también, por supuesto y en primerísimo lugar, el golpe de 2017 en Cataluña–, ya no basta con regresar a la Constitución de 1978. Sánchez la ha carcomido hasta tal punto que un simple tratamiento, por integral que sea, resultará insuficiente. No va a quedar otro remedio, si no queremos que surja otra plaga como la presente, que abrir un proceso constituyente que tome nota de lo ocurrido y ponga a salvo los cimientos de la Nación de ciudadanos libres e iguales que nos dimos los españoles hace ahora 44 años.

¿Nadie va a hacer nada?

    14 de diciembre de 2022
Cuando el 4 enero de 2020 Pedro Sánchez se presentó a la investidura que iba a permitirle lograr la mayoría parlamentaria que aún le sostiene y, en definitiva, acabar formando gobierno con Unidas Podemos, incluyó en su discurso el siguiente empeño: “Pretendemos gobernar para todos los españoles, sean cuales sean sus ideas y fuera cual fuere su voto”. Pese a lo loable del propósito, no creo que ningún español se lo tomara en serio: ni los que le habían dado su voto ni, por supuesto, los que se habían abstenido de hacerlo. Esa clase de promesas a las que se entregan los gobernantes son todas postizas y a beneficio de inventario. Pero es que, además, el candidato socialista a la investidura llevaba ya en aquel momento diecisiete meses de gobernanza en solitario, un tiempo más que suficiente para que los españoles pudieran ponderar el valor de su palabra.
Un año más tarde, casi día por día, le preguntaron a la entonces vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, si el ejecutivo de coalición iba a terminar la legislatura. Y Calvo no sólo respondió que sí, sino que añadió: “Tenemos que culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país”. Mayor sinceridad imposible. Nada que ver, en este sentido, con el redomado embustero que la había nombrado para el cargo. El trabajo del gobierno de coalición no era para todos; sólo para unos, los de izquierda. Pero Calvo, a su vez, también mentía, aunque fuera por omisión, Se le había olvidado decir que el trabajo era bueno asimismo para el separatismo, fuese este de izquierda o de derecha.
Cuando se han cumplido cuatro años y medio de aquella moción de censura, puede afirmarse, remedando la célebre frase de Alfonso Guerra, que España se encuentra en un estado que no la reconoce ni la madre que la parió. Esa madre, encarnada en los políticos de la Transición y en su obra mayor, la Constitución de 1978, garantía suprema de nuestro Estado de derecho, ha sufrido ya tanto desprecio, tanto acoso, tanta violencia, que su supervivencia empieza a ser un verdadero milagro. Si el pulso proviniera tan sólo de quienes pretenden acabar con el Estado de derecho, la gravedad existiría, claro, pero los ciudadanos tendrían al menos el amparo de las instituciones, empezando por las del poder ejecutivo. No es el caso, sobra precisarlo. Más incluso: ese poder ejecutivo, y en concreto el Gobierno de España, se comporta la mayoría de las veces con premeditación y alevosía en contra del interés general. Hasta el punto de que su principal seña de identidad ha sido la prevaricación.
Los ejemplos son tan abundantes, la hemeroteca tan generosa, que no basta el espacio de una Tercera para exponerlos por entero. Me limitaré, pues, a lo más notorio y trascendente, esto es, a la corrosión a que el ejecutivo ha sometido y somete la separación de poderes, pilar de toda democracia representativa. De un lado, ha fagocitado el poder legislativo hasta convertirlo en un simple apéndice de sus voluntades. Recuérdense los episodios protagonizados por la presidenta del Congreso Meritxell Batet, siempre dispuesta a poner la alfombra roja a sus correligionarios del Gobierno y afines modelando el reglamento a su antojo. O los inconstitucionales estados de alarma prorrogados ad eternum con el objeto de soslayar el imprescindible control de las fuerzas de la oposición. O el abuso del decreto ley para sortear las engorrosas tramitaciones parlamentarias. O los proyectos de ley convertidos en proposiciones de ley –el relativo a la sedición, sin ir más lejos– a fin de evitar los preceptivos informes del Consejo de Estado, Consejo Fiscal o Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
Por otro lado, el Gobierno ha forcejeado sin descanso con el poder judicial. Sirvan como ejemplos su empecinamiento en negarse a cambiar el sistema de elección de los componentes del CGPJ o la concesión de indultos a los condenados por el golpe de 2017, desoyendo los informes del Tribunal Supremo. Por no hablar de las recientes introducciones de enmiendas en la proposición de ley sobre la supresión del delito de sedición, a fin de asegurarse, de una parte, el sometimiento del propio CGPJ y el control en última instancia del Tribunal Constitucional, y, de otra, una reforma del delito de malversación cocinada al gusto de los condenados por el golpe de Estado en Cataluña. Todo ello en medio de invectivas proferidas desde el ejecutivo contra miembros de la judicatura, como las que se oyeron a raíz de los efectos indeseados de la ley del sólo sí es sí, ese bodrio legislativo impulsado por el Gobierno y bendecido por una mayoría nada despreciable de diputados.
Tampoco el llamado cuarto poder ha salido indemne. A los obscenos nombramientos a dedo para la dirección de RTVE se han sumado las subvenciones directas o indirectas a las empresas de medios de comunicación serviles y, en contraste con ello, las diatribas constantes contra las que no se han plegado a su dicterio; las ruedas de prensa en La Moncloa con preguntas debidamente seleccionadas en función de quien las formulase, y, en fin, ese deseo expresado por la propia ministra portavoz de que los medios reserven en el futuro un espacio para la información pública, en lo que no puede sino entenderse como la voluntad de resucitar las viejas “consignas” del primer franquismo.
Esa erosión continua y consciente de nuestro tejido democrático, esa prevaricación gubernamental desenfrenada, ha ido acompañada de la promulgación de leyes como la de Memoria democrática, basada en la manipulación de los hechos y la ocultación de la verdad sobre nuestro pasado común, con lo que la convivencia entre españoles ha sufrido de nuevo un batacazo –el anterior fue en tiempos del presidente Rodríguez Zapatero–, del que cada vez resulta más difícil recuperarse.
Ante todo ello, no cabe ya esperar resignadamente a que termine la legislatura y pueda iniciarse un tiempo nuevo. Tanto las formaciones políticas como la sociedad civil constitucionalistas deben tomarse muy en serio la amenaza y actuar en consecuencia. De lo contrario, quién sabe lo que va a quedar dentro de un año de nuestro Estado de derecho.

(Abc, 12 de diciembre de 2022)

Gobernar prevaricando

    12 de diciembre de 2022
Las grandes convulsiones políticas y económicas suelen traer la necesidad de cambios. Que esos cambios luego se traduzcan en hechos y fructifiquen ya es otro cantar. Hará pronto tres lustros, cuando estalló la crisis económica y el gobierno de entonces, presidido por el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, se negó a afrontarla y prever sus consecuencias, se habló mucho de la necesidad de una “nueva política”. Era una forma de decir que el país necesitaba cambios, que esos cambios no podían esperar si queríamos salir del pozo y que no correspondía ya a los partidos tradicionales –o sea, al bipartidismo que había caracterizado la política española desde los tiempos de la Transición– llevarlos a cabo.

El sintagma no era nuevo. Es más, históricamente había servido para todo, lo mismo para un barrido comunista que para un fregado filofascista. Lo utilizó Lenin en 1922 para bautizar su nueva –y a la postre criminal– política económica, la NEP, y lo utilizó a su vez el gobierno de Vichy en 1940 –en su caso, el de politique nouvelle– para aludir a su colaboración, no menos criminal que la soviética, con la Alemania nazi. Pero esos antecedentes, a la hora de atribuirse la etiqueta, se dejaban de lado, como se dejan de lado los hechos del pasado que no nos conviene o apetece recordar, en el supuesto de que sepamos, claro está, de su existencia. Lo nuevo siempre cotiza al alza. Incluso cuando, como aquí, está lejos de serlo.

Esa nueva política a la que me estoy refiriendo la encarnaron en su momento en España dos partidos. Por un lado, Ciudadanos; por otro, Podemos. Ciudadanos, aunque nacido en Cataluña en 2006 con el propósito manifiesto de intervenir en la política nacional, no dio realmente el salto al ruedo ibérico hasta que las autonómicas catalanas de 2012 confirmaron su crecimiento como contraparte al separatismo. Es verdad que en el espacio político al que aspiraba –esa franja transversal que aúna el liberalismo y la socialdemocracia de entonces– y en su denuncia desacomplejada de los efectos nocivos del nacionalismo en todas las esferas de la cosa pública tenía una dignísima antecesora en UPyD. Pero el hecho de que Rosa Díez ocupara desde 2008 un escaño en el Congreso, unido a su condición de antigua parlamentaria autonómica y europea por el PSOE, impidieron sin duda que la formación magenta, cuyo peso político se desvaneció casi por entero en 2015, fuera considerada una muestra de la nueva política surgida como respuesta a la crisis económica de 2008.

En cuanto a Podemos, fundado a comienzos de 2014, sí puede afirmarse sin reservas que su existencia bebe directamente de aquella necesidad de cambio originada por la crisis y, más en concreto, del movimiento del 15-M. Su impugnación programática de la política tradicional, de la Transición misma y de la democracia representativa situaron al partido en una radicalidad nunca vista hasta entonces, en una nueva política que aspiraba a lograr la supremacía de la izquierda española y de cuanto pudiera catalogarse de antisistema.

Lo que vino a continuación lo conoce de sobra el lector y se resume en sendos fracasos. A día de hoy Ciudadanos, con la cúpula inmersa en una fraterna y letal refriega, es lo más parecido a un alma en pena. Lo cual no debería ser motivo de gozo para nadie, y menos para quienes sueñan con canibalizar sus restos. Las políticas reformistas propuestas por el partido en 2015 y jamás implantadas a nivel nacional siguen siendo imprescindibles para España. Y no parece que el PP de Alberto Núñez Feijóo esté ni vaya a estar por la labor de sacar provecho de la herencia. Podemos, por su parte, se encuentra a un paso de tomar un rumbo parecido al de Ciudadanos; todo dependerá de lo que ocurra con la marca en las elecciones autonómicas y municipales –circunstancia a la que no es ajena, por supuesto, la competencia nada amigable por el mismo espacio político de Yolanda Díaz y el incombustible PCE–.

Pero una cosa es Podemos y sucedáneos, y otra muy distinta el destino de sus desvariados desafueros programáticos. Una buena porción de ellos, hay que reconocerlo, se ha llevado a la práctica con un gobierno, el actual, del que ha formado parte. Aun así, más vale que pierdan toda esperanza: ni se lo van a reconocer en el futuro, ni mucho menos van a atribuirlo a aquella ya avejentada nueva política de la que hace años presumía la formación.

Y es que, si bien se mira, la única nueva política merecedora de este nombre ha sido la aplicada por Pedro Sánchez desde junio de 2018. Nadie como él ha destruido con semejante ahínco, desde el poder y pactando con el mismísimo diablo, sea este podemita o separatista, los pilares de nuestra democracia liberal. Queda todavía por lo menos un año de acoso y derribo, pero puede ya afirmarse sin lugar a duda que si por algo va a pasar a la historia el personaje no será, muy a su pesar, por haber exhumado los despojos de Francisco Franco, sino por haber sido el artífice de la ejecución de esa nueva y profundamente corrosiva política.

Qué hay de la nueva política

    7 de diciembre de 2022