Una clase de Historia del Arte en un Instituto de Enseñanza Secundaria de una gran ciudad española. La profesora va proyectando imágenes en una pantalla. Cada una de estas imágenes va acompañada invariablemente de un comentario suyo sobre la luz, el color, la simetría; en fin, las claves para entender la pintura y su evolución. De pronto, un alumno próximo a la mayoría de edad —estamos en Segundo de Bachillerato— levanta el brazo y pregunta: «Profesora, ¿por qué salen siempre comiendo?». Y la profesora, a la que ya casi nada sorprende, ni siquiera ese tipo de preguntas, le responde que salen siempre comiendo porque la Última Cena es tal vez uno de los episodios del Evangelio más tratados por el arte de inspiración cristiana. El alumno asiente. Es decir, calla. A duras penas si sabe lo que es el Evangelio.

Por supuesto, esto no significa en modo alguno que el alumno en cuestión sea un supremo ignorante. Si el chaval no se tuerce, dentro de unos meses poseerá la condición de bachiller y lo más probable es que el curso que viene se siente en una de las muchas aulas universitarias del país. Vaya, que algo habrá aprendido para llegar hasta aquí. Sin duda. Ha aprendido unas cuantas destrezas, ha razonado lo justo, ha memorizado muy poco y, en general, se ha comportado. Y con ese bagaje ha ido pasando de curso sin problemas. Pero sus conocimientos no se limitan a eso. Incluso puede decirse que se han forjado al margen de eso. Su cultura, ese poso que le sirve de báculo para andar por el mundo, se ha constituido en gran medida con lo que él ha descubierto por su cuenta, sin que nadie, excepto quizá sus amigos, le haya orientado lo más mínimo. En la red ha encontrado cuanto podía precisar. Hasta los amigos. Su formación es en gran parte el fruto de ese navegar diario. Qué digo diario, constante, pues en su quehacer digital casi no conoce momentos de calma.

Como es natural, una de las primeras consecuencias de esa situación es el descrédito de lo poco que ha aprendido en la escuela. Claro que también esta, al renunciar a sus valores tradicionales, le ha facilitado mucho las cosas. Porque, en su afán renovador, la escuela, y en especial la española, lleva por lo menos un cuarto de siglo primando valores como la convivencia, la tolerancia o el respeto —cuya transmisión correspondía hasta la fecha al ámbito familiar— y arrumbando los que siempre le habían sido propios, o sea, el esfuerzo, el afán de superación o la adquisición del saber. Esa suplantación de unos valores por otros; esa ruptura de la continuidad entre pasado y presente; esa indolencia casi programática —pues de lo que se trata, al cabo, no es de que el alumno aprenda, sino de que se sienta cómodo— han resultado fatales. Y la primera víctima —después de los propios alumnos, claro— ha sido el conocimiento o, si lo prefieren, esa Última Cena que ya no se sabe de dónde sale ni para qué.

Así las cosas, cómo sorprenderse de que los informes de evaluación internacionales sitúen con reiteración a España a la cola de los países económicamente desarrollados por culpa de la gravosa incompetencia de sus jóvenes quinceañeros. O de que Finlandia, un país que figura siempre en los puestos de cabeza, dedique sus mejores estudiantes a la carrera de magisterio —al contrario, sobra decirlo, que España, donde esa carrera suele ser, por lo general, pasto de los más zoquetes—. O de que la Unesco advierta de que uno de cada tres españoles de entre 15 y 24 años abandona sus estudios sin acabar la secundaria, cuando la media europea es de uno de cada cinco —lo que, sumado a un paro juvenil del 50%, ofrece un panorama ciertamente desolador—. Todo esto era más que previsible hace un cuarto de siglo. Y, por previsible, evitable. Ahora, en cambio, poco se puede hacer ya. Sólo poner cataplasmas. Y gracias.

(Muy Interesante, febrero de 2013)

La pérdida del conocimiento

    30 de enero de 2013
La política catalana se parece cada vez más a unas arenas movedizas. Y ello en la doble acepción del término. Por un lado, está el desplazamiento de sus partes, sujetas a los golpes de viento disgregadores; por otro, la fragilidad del terreno, fuertemente erosionado e incapaz de soportar por más tiempo la vieja arquitectura de los partidos. Desde que el pasado 11 de septiembre el presidente de la Generalitat se sintió llamado a interpretar lo que el llamó la voluntad del pueblo catalán y que no era sino la de la parte del pueblo que había salido a la calle animado en buena medida por sus propias proclamas, ya nada es lo que era. La primera evidencia de esa mutación la tuvimos en los resultados de las elecciones autonómicas del 25 de noviembre. Con una participación nunca vista en esta clase de comicios, los dos grandes partidos sufrieron un batacazo considerable. Lejos de crecer, menguaron —en votos, porcentaje y escaños—, lo que en el caso de la fuerza gobernante resultó especialmente llamativo, puesto que el candidato a la reelección había planteado la cita electoral como una suerte de plebiscito para el que había reclamado incluso una mayoría excepcional. (En fin, lo que resultó llamativo no fue tanto el batacazo como que el principal protagonista del mismo no presentara al punto su dimisión; pero ya se sabe que los visionarios no suelen dar fácilmente su brazo a torcer.)

Esa pérdida de apoyos de CIU y PSC tiene que ver sin duda con su carácter de partidos de aluvión, el primero, y de amalgama, el segundo. En lo concerniente a la federación nacionalista y, en particular, al mayor de los dos partidos que la integran, ya su creación misma en torno a la figura de Jordi Pujol facilitó la progresiva concurrencia bajo unas mismas siglas de ideologías diversas —conservadoras, liberales, socialdemócratas— unidas por un catalanismo más o menos palmario. Luego, la coalición con los democristianos de Unió amplió el abanico ideológico, al tiempo que procuraba al socio mayor un marchamo de legitimidad histórica del que carecía. Añádase a lo anterior el efecto llamada que resulta del ejercicio continuado del poder —al margen incluso de cualquier profesión de fe catalanista— y se comprenderá hasta qué punto el sostén electoral de CIU ha sido y es de lo más variopinto.

En cuanto al PSC, si bien en la gestación del partido confluyeron diferentes siglas, todo acabó reduciéndose a la dualidad entre el socialismo autóctono, de matriz catalanista y esencialmente burguesa, y el socialismo obrero español, ajeno al hecho identitario y arraigado en gran parte en los sectores urbanos y metropolitanos más populares. Esos dos socialismos —o esas dos almas del partido, como se ha convenido en llamarlos— se han repartido a lo largo de décadas el tablero de juego, conforme a la naturaleza de la cita electoral: las autonómicas han sido cosa del primero; las generales —y, hasta cierto punto, las municipales—, del segundo. De ahí que los apoyos recibidos en cada una de estas citas se hayan revelado también sustancialmente distintos, lo mismo en años de bonanza que de infortunio.

Pero, como decíamos, el pasado 25 de noviembre tanto CIU como PSC salieron malparados de la convocatoria electoral. Y por más que en ello influyera la situación económica —esto es, la creencia de que ambas formaciones, en la medida en que habían tenido responsabilidades de gobierno en Cataluña, eran culpables de la eclosión y ensanchamiento de la crisis—, no fue esta la principal causante de la pérdida de sufragios. La polarización de la campaña en torno a la futura consulta independentista retrajo sin duda alguna el voto de importantes sectores de sus respectivos electorados, que prefirieron apostar por otras opciones. Por lo demás, en los dos meses transcurridos desde entonces ninguna de las dos fuerzas políticas ha hecho propósito de enmienda. Al contrario. CIU se ha puesto en manos de ERC, con la que ha suscrito un acuerdo de gobierno centrado en la celebración de un referéndum para 2014 —amén de una serie de medidas impositivas ajenas por completo a su ideario— y cuya concreción más rumbosa es esa «declaración de soberanía» que ha monopolizado en las últimas semanas el debate político catalán. Y el PSC ha seguido moviéndose entre dos aguas, mareando la consulta y las declaraciones y soltando propuestas alternativas, a cuál más estrafalaria —y todo ello, claro, con las tibias llamadas por parte del partido hermano, el PSOE, a respetar el marco legal—. El último episodio de ese desbarajuste tuvo lugar el pasado miércoles en el Parlamento de Cataluña cuando cinco diputados socialistas, contraviniendo a las órdenes del partido, que había decidido votar en contra de la mencionada «declaración», optaron por abstenerse.

Así las cosas, no es de extrañar que los sondeos más recientes certifiquen esa tendencia a la baja de ambas fuerzas políticas. Y que en el caso de CIU la caída sea espectacular, puesto que, de celebrarse ahora nuevas elecciones, la formación liderada por Artur Mas perdería una quinta parte de los escaños de que dispone en el Parlamento autonómico. Todo indica, pues, que ese conglomerado ideológico en el que ha venido asentándose la federación nacionalista y que parecía haber superado incluso la ausencia de Jordi Pujol como factor aglutinante, se está resquebrajando sin remedio. Y no, como sostienen algunos, porque los apoyos se hayan desplazado hacia el independentismo, o sea, hacia ERC. No, ese trasvase, aunque existente, agotó ya gran parte de su caudal el 25 de noviembre. Lo que se está dando ahora son, sobre todo, otra clase de deserciones, caracterizadas en su mayoría por la moderación o, si lo prefieren, por el miedo a la aventura soberanista, cuando no por su rechazo puro y simple. En este punto, puede decirse que la renuencia de Unió y de su máximo dirigente a la «transición nacional» auspiciada por Mas, perceptible ya en los enfrentamientos públicos entre ambos partidos, ha hecho mella.

Como la ha hecho —en menor medida, entre otras razones porque en este caso no hay tanto que perder— la postura del PSOE con respecto al PSC. Y ello pese a la consideración, o sea, a la falta de apremio, con que los dirigentes del partido madre han tratado en todo momento el asunto. De un modo u otro, el alma españolista del partido se está quedando sin cuerpo socialista en que encarnarse. Y la catalanista tampoco se libra de los abandonos. Está visto que en los tiempos que corren no existe peor receta que combinar la indefinición con las contradicciones.

Sea como fuere, el sistema catalán de partidos heredado de la transición —de la Transición por antonomasia, se entiende— ha entrado en crisis. Se acabó la formación hegemónica con vocación de gobierno y base electoral amplia y diversa, como ha sido hasta no hace mucho CIU. Se acabó la eterna fuerza opositora, cuyo papel ha correspondido, excepto en los años del tripartito, al PSC. Se acabó el contraste entre los dos grandes y el resto. Lo que nos espera —en un futuro inmediato, al menos— es un conjunto mucho más equilibrado de opciones partidistas, con posturas definidas en torno al encaje o a la falta de encaje de Cataluña en España y las lógicas divergencias con respecto al modelo de sociedad. Todo lo cual no garantiza, por supuesto, estabilidad ninguna. Sólo una mayor claridad. Aunque sea la que resulta de contemplar en un mismo marco político a quienes están a favor de mantener las reglas del juego y las respetan, junto a quienes no persiguen otra cosa que terminar con ellas a toda costa.

(ABC, 28 de enero de 2013)

Arenas movedizas

    28 de enero de 2013
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que una parte sustancial de la crítica literaria catalana empezó a admitir en voz alta que Salvador Espriu era tal vez un gran escritor, sí, pero que eso nada tenía que ver con su poesía. En el conjunto de su obra, la producción poética, y en especial la reunida en «La pell de brau» o la salmodiada hasta la náusea por el incombustible Raimon, constituía más bien una rémora. Lo importante de Espriu, lo que hacía de él un gran escritor, era sin duda su prosa, tanto la narrativa como la teatral, donde el dominio del lenguaje y de la composición y el uso inmisericorde de la ironía alcanzaban los máximos destellos. Pues bien, el pasado miércoles, en el marco incomparable del Palau de la Música Catalana, se dio por inaugurado el Año Espriu, que conmemora el centenario de su nacimiento, con un espectáculo piropolítico —y entiéndase la alusión al fuego en un sentido estrictamente figurado— en cuyo guión no hubo otro ingrediente literario que la poesía. O sea, que la parte más ramplona, más mediocre, más vulgar de su obra. Y más patriótica, claro, que por algo Espriu fue entronizado en su momento, y sin que él opusiera la menor resistencia, como «poeta nacional de Cataluña». Por el escenario del Palau desfilaron toda clase de rapsodas —poetas, actores, cantautores— y no faltaron tampoco en él los políticos del país. Y al más alto nivel: consejero de Cultura, alcalde de Barcelona, expresidente de la Generalitat y padrino del actual presidente —que no tomó la palabra—, y, «last but not least», el propio Artur Mas, quien acababa de vivir en el Parlamento autonómico otro espectáculo piropolítico, centrado en esta ocasión en la declaración de soberanía, y fue recibido, cómo no, al grito de «independencia». En su alocución marinera —el hombre no para de navegar—, Mas sostuvo que Espriu era «una de las mejores guías de viaje» de que podía proveerse Cataluña ahora que ya ha zarpado. Una guía de viaje, dijo. ¡Pobre Espriu!

(ABC, 26 de enero de 2012)

¡Pobre Espriu!

    26 de enero de 2013
El Tribunal Constitucional ha admitido a trámite el recurso del Gobierno central contra el cobro de un euro por receta aprobado por la Generalitat en junio pasado, lo que supone la suspensión cautelar de dicha tasa autonómica durante por lo menos cinco meses. Además, el Alto Tribunal también ha hecho lo propio con otras dos tasas autonómicas catalanas. Sobra añadir que si el Constitucional ha obrado de este modo no es por un sobrevenido afán de notoriedad después de tanto tiempo sesteando, sino porque cree que existen motivos suficientes para tomar en consideración la posible inconstitucionalidad de las medidas aprobadas en Cataluña. Sea como sea, las suspensiones no han gustado en absoluto a los actuales gestores del nuevo Estado «in progress». A decir verdad, las decisiones del Alto Tribunal sólo gustan al nacionalismo cuando le dan la razón, y últimamente, qué le vamos a hacer, no sucede así. En esta ocasión, además, la reacción del Ejecutivo autonómico ha adquirido tintes dramáticos. Su portavoz, el también consejero de Presidencia Francesc Homs, ha afirmado que «un día declararán inconstitucional respirar en catalán». Por supuesto, uno comprende el grado de asfixia en que debe de encontrarse el Gobierno de la Generalitat —basta echar una ojeada a la deuda que arrastra— y lo necesarios que pueden llegar a ser para sus arcas esos millones ingresados con el copago farmacéutico y cuya recaudación ha quedado ahora en suspenso. Pero una cosa es que a uno no le dejen respirar, y otra muy distinta que no le dejen respirar en catalán. No sé si han caído en la cuenta, pero con la respiración asistida el salto metafórico es enorme. Un triple mortal, casi. Se respira en catalán como se vive en catalán. Es decir, en una suerte de planeta imaginario donde la realidad no ocupa lugar, donde no rige ley alguna como no sea la que sus inventores, en cada circunstancia, tengan a bien urdir y aplicar. El paraíso, en definitiva. Eso sí, en catalán.

(ABC, 19 de enero de 2013)

Respiración asistida

    19 de enero de 2013
Leo que la librería Catalònia ha cerrado sus puertas y que el local —en la ronda de San Pedro, frente al Corte Inglés— va a albergar probablemente un McDonald’s. Como dicha lectura coincide con la de un artículo de Juan Cruz titulado «La conspiración contra el libro», me digo que, en efecto, debe de haberla, tal conspiración, si una capital como Barcelona, que asegura tener estructuras de Estado, permite que una librería con casi 89 años de historia, cuna del catalanismo y eje de la resistencia cultural contra el franquismo, eche el cierre. Luego, claro, espoleado por la noticia y algo decepcionado también porque Cruz, que conoce el sector como nadie, no aporta dato alguno que avale su teoría conspirativa, me pregunto qué habrá pasado. O sea, por qué razón una ciudad que ha visto nacer un modelo de librería como La Central, cuyo éxito no se limita a las distintas sedes barcelonesas, sino que incluye asimismo las de Madrid —con la de Callao como último exponente de esa expansión—; por qué una ciudad así, que lee, o por lo menos consume libros, ha dejado morir la Catalònia. Y no se me ocurre otra explicación, una vez sabido que una de las causas del cierre, según el sector del libro, es el excesivo peso que las compras institucionales tenían en sus ingresos, que atribuir la desaparición de la librería a ese proteccionismo que ha sido el santo y seña de la cultura catalana en lo que llevamos de autonomía —y hasta, si me apuran, desde hace cosa de un siglo— y que la crisis económica empieza a resquebrajar. El mismo que subvenciona toda la prensa del lugar, siempre y cuando esté escrita en catalán, y que hace lo propio con radios y televisiones y con cuantas manifestaciones culturales se ajusten al patrón establecido. Se comprende, pues, que el cierre de la Catalònia haya provocado estos días un sinfín de jeremiadas. Pero todo indica que a esas plañideras, por más que lloren, el mamar, poco a poco, se les va a acabar.

(ABC, 12 de enero de 2013)

Proteccionismos culturales

    12 de enero de 2013
​Siempre que uno aborda una reforma en curso, como lo es en estos momentos la de la enseñanza española, se expone a estar juzgando el conjunto tomando como base unas partes componentes que, a la hora de la verdad, cuando la reforma sea un hecho, pueden haber mudado de forma notoria. Lo que trae como consecuencia que uno corra el riesgo de equivocarse. Aun así, y dado que todo apunta a que esta nueva ley educativa es una suerte de «work in progress», con un anteproyecto que, lejos de presentarse como un texto casi definitivo, sólo sujeto a pequeños retoques, se asemeja muchísimo a un documento de trabajo abierto a cuantas aportaciones deseen hacer los miembros de eso que se ha venido en llamar «la comunidad educativa» —empezando por las del propio Ministerio del ramo—, no me resisto a ponderar lo que hasta el día de hoy ha trascendido sobre la cuestión.

​A mi modo de ver, la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) constituye, por encima de cualquier otra consideración, un ejercicio de responsabilidad. En primer lugar, un ejercicio de responsabilidad del Gobierno que la impulsa, que se comprometió a promoverla en su programa electoral y, transcurrido un año desde su victoria en las urnas, ha concretado ya una propuesta, por muy voluble que esta sea. Es verdad, a qué negarlo, que entre lo contenido en el programa y lo finalmente propuesto existen diferencias. Por citar la más señalada, ese Bachillerato de tres años que va a quedar, por desgracia, en los dos actuales, aun cuando el último curso de la Secundaria obligatoria termine convirtiéndose en uno de iniciación al Bachillerato o a la Formación Profesional. Y también es cierto que entre la primera versión del anteproyecto, fechada en septiembre, y la facilitada a los integrantes de la Conferencia Sectorial de Educación de comienzos de diciembre se dan no pocas variaciones. Entre las más relevantes, está, por un lado, la que afecta al porcentaje de contenidos comunes en los horarios escolares, que aumentaba en un 10% con respecto a la ley anterior y que ahora ha desaparecido del articulado en beneficio de una formulación que, si bien sigue dejando en manos de la Administración General del Estado la determinación del peso concreto de esos contenidos, al no fijarlo en el texto permite imaginar toda suerte de tira y afloja entre el Gobierno del Estado y los de las Autonomías, tira y afloja en los que la peor parte no suele llevársela nunca la periferia. Y, por otro lado, la que afecta al derecho de los alumnos a recibir las enseñanzas en castellano, que no figuraba en la versión del anteproyecto de septiembre y sí figura en la de diciembre y que, tras una nueva redacción algo más liviana y ajustada a la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, ha provocado los sonoros y manifiestos desplantes de la consejera de Educación catalana y, en último término, del establishment nacionalista del lugar.

​Pero, aun contando con esas renuncias y esos vaivenes, la responsabilidad es, insisto, el factor clave de la nueva ley. Situar el esfuerzo, el trabajo, el sentido crítico como ejes de la formación equivale a promover la responsabilidad en el estudio. Implantar distintos sistemas de evaluación a lo largo de toda la enseñanza obligatoria y postobligatoria, aparte de fomentar el afán de superación de los alumnos, supone acostumbrarlos a rendir cuentas. Asegurar la adquisición de las competencias básicas mediante el fortalecimiento de las materias instrumentales y la consiguiente reducción de otras sin duda más gratificantes, no es sino un modo de evidenciar que la plasmación de un deseo —en este caso, un desarrollo académico adecuado— requiere siempre de cierto sacrificio. Así pues, la responsabilidad como valor.

​Por otra parte, la separación entre asignaturas troncales y asignaturas específicas, tan controvertida por cuanto ha sido interpretada ya como la implantación de una jerarquía —asignaturas de primera y asignaturas de segunda— y, en el polo ideológico opuesto, como la renuncia por parte del Ministerio a incidir en los contenidos de una parte del currículo —la referida a las asignaturas específicas y de especialidad, puesto que las encargadas de fijarlos van a ser sobre todo las Administraciones autonómicas—; esa separación, decía, constituye asimismo un ejercicio de responsabilidad. Y es que esa comunidad de contenidos —y de evaluación de los contenidos— concretada en las asignaturas troncales ha de favorecer una mayor homogeneidad en el nivel de los jóvenes españoles, al margen de cuál sea la Autonomía en la que estén cursando sus estudios. Y, por lo tanto, una mayor equidad, algo que a largo plazo debería reflejarse en los resultados del informe PISA, donde tan malparado sale siempre nuestro país en comparación con los del resto del mundo económicamente desarrollado.

​Y aún hay más. Porque el ejercicio de la responsabilidad, en la LOMCE, atañe también a los centros docentes y a los profesionales que allí trabajan. Que los centros vayan a ver incrementada su autonomía comportará que sean evaluados conforme a determinados parámetros. En otras palabras: que se les pidan cuentas y que, en caso de no cumplir con lo acordado —en el ámbito académico o en el de la estricta gestión—, la Administración tome cartas en el asunto. Todo lo cual favorecerá su especialización, aunque sólo sea porque, en adelante, esos centros tendrán que competir entre sí y ofrecer algo distinto a lo que ya está ofreciendo el vecino. Distinto, atractivo y consecuente, por supuesto; de lo contrario, la demanda de plazas irá disminuyendo y, con ella, los recursos asignados.

​Sin embargo, donde más debería apreciarse ese cambio consustancial a la nueva ley es en el terreno estrictamente docente. O sea, de los docentes. Durante mucho tiempo la adquisición de la categoría de funcionario de la enseñanza, o incluso la de simple profesor interino, ha llevado aparejada, en numerosos casos, una sensación de fin de trayecto. Es decir, la obtención de un puesto de trabajo remunerado de forma bastante digna, para toda la vida y en el que nadie iba a inmiscuirse, ni la Administración ni la dirección del centro, a poco que uno pasara por allí sin pena ni gloria. Es verdad que en los últimos lustros —desde la LOGSE, en concreto— la situación ha cambiado. Uno puede seguir pasando por la carrera docente sin gloria, pero difícilmente ya sin pena. No obstante, sigue habiendo en la enseñanza pública no pocos maestros y profesores dotados de una indolencia colosal, cuyo único objetivo es alcanzar la jubilación y, si puede ser anticipada, mejor. Algunos, lo máximo que se permiten en cuanto a esfuerzo es alguna que otra soflama ideológica de tarde en tarde. De ahí que la posibilidad de que en el futuro se les obligue a rendir cuentas y a hacerse acreedores a la condición de servidores de lo público —y, si no, a responder, esperemos, con el sueldo o con la plaza— deba ser celebrada.

​La LOMCE, claro, es mucho más que ese ejercicio de responsabilidad. Pero uno ya se daría por satisfecho con que, una vez superado el trámite parlamentario y arrumbado por fin su carácter mutante, la ley siguiera siendo, como mínimo, lo que es. Entre otras razones, porque ello significaría que los particularismos de todo orden e intensidad no se han salido, por una vez, con la suya.

(ABC, 10 de enero de 2013)

Un ejercicio de responsabilidad

    10 de enero de 2013
Tal vez algún graduado en ciencias políticas ya esté en ello, pero, de lo contrario, alguien debería emprender un estudio profundo sobre el socialismo español contemporáneo —y lo contemporáneo, aquí, puede limitarse a la última década, por más que los antecedentes siempre iluminen—. Resulta absolutamente asombrosa la deriva de este partido, lo mismo en sus goznes capitalinos que en sus cantos periféricos. No hay día en que el socialismo no chirríe. No hay día en que, por hache o por be, no quede en algún punto desencajado. El último episodio conocido ha tenido como protagonista al secretario general de Álava, Txarli Prieto, que ha elaborado un documento político en que, tras atribuir los últimos varapalos electorales a las alianzas con el PP y rechazar un posible acuerdo con el PNV, propugna un acercamiento manifiesto a la izquierda «abertzale», ahora que las pistolas ya no obligan a andarse con miramientos. Es verdad que Prieto lo propugna para Álava, pero, dado el precedente de la aprobación de los presupuestos en Guipúzcoa, la propuesta podría hacerse extensiva al resto de la Comunidad. Con ella, el socialismo vasco seguiría la estela del catalán y sus tripartitos y del gallego y su bipartito. Es decir, una estrategia de pactos o gobiernos donde lo menos importante es el marco constitucional —o sea, el imperio de la ley— y lo más, la confrontación permanente con el Gobierno central y el resto de las instituciones del Estado, en la medida en que estas van a erigirse —es de esperar— en garantes del orden establecido. Las consecuencias, por supuesto, son lo de menos. Lo único que parece contar, en el ánimo de sus dirigentes, es la posibilidad de mantener o de arañar, a corto o medio plazo, algo de poder. En otras palabras: un cargo, un sueldo, una jubilación. Los catalanes, sobra añadirlo, ya lo demostraron hace poco aceptando la consulta soberanista. Son gente práctica, qué duda cabe, siempre dispuesta a dar ejemplo.

(ABC, 5 de enero de 2013)

Chirridos socialistas

    5 de enero de 2013