A juzgar por la frase que le atribuyen las crónicas, no me cabe la menor duda de que Pere Gimferrer debió de pronunciarla después de un largo interrogatorio, de esos que duran toda la noche y tienen lugar en un cuartucho donde no hay más que una pobre mesa, un par de sillas y una bombilla amarillenta. «Ni lo he firmado ni lo pienso firmar», dicen que dijo. Vaya, que ni mediante tortura. Y lo más inaudito es que no se trataba de una declaración comprometedora, que pudiera acabar, de un plumazo, con su exitosa carrera. Qué va. Era una declaración de lo más trivial, puro sentido común. Pero ni por esas. No, no y no.

Uno podría pensar, en vista de la reacción del académico, que había sido atacado por un delirio parecido al de algunos de sus conciudadanos. Esto es, que veía gigantes donde la inmensa mayoría no acertaba a ver sino molinos. Como ustedes saben, la clase rectora catalana —formada, entre otras variedades autóctonas, por políticos cohesivos, intelectuales orgánicos y escritores sostenibles— está convencida de que existe un manifiesto, al que se adhieren cada día unos cuantos miles de españoles, cuyo objeto es denunciar la persecución a que está sometido el castellano en aquellas partes de España donde gobierna el nacionalismo. De nada han servido las advertencias de algunos impulsores del documento recordando que en absoluto afirma el texto tal cosa. Ellos, erre que erre. De lo que se deduce que todos esos rectores catalanes no han leído el manifiesto ni lo piensan leer, del mismo modo que Gimferrer no lo ha firmado ni lo piensa firmar. Figúrense si el delirio ha adquirido proporciones preocupantes que un notable de nuestras letras como Josep Maria Castellet, autor de un viejo volumen bastante estimable llamado «La hora del lector» —es decir, alguien presuntamente acostumbrado a la lectura—, ha llegado a afirmar, después de tildar a los firmantes de «obsesos y maniáticos», que «están en el siglo XIX». Será que la conculcación de los derechos lingüísticos, y el correspondiente derecho a denunciarla, es algo propio del pasado.

Sea como sea, el delirio de Gimferrer tiene otras características. Aunque coincide con Castellet en que la publicación del documento que no ha firmado ni piensa firmar es una «actuación táctica con fines políticos», a él lo que en verdad le preocupa no es lo que dice o deja de decir el texto, ni si los hechos denunciados son ciertos o no, ni si las medidas propuestas resultan o no razonables; lo que en verdad preocupa a Gimferrer es que entre los firmantes no haya ningún lingüista, puesto que, a su entender, sólo los lingüistas tienen derecho a opinar sobre el asunto.

Lo que me lleva a suponer que, si de él dependiera, sólo los políticos tendrían derecho a hablar de política. Que es lo que ocurría, por cierto —y confío en que el delirio no le impida al académico recordar esos tiempos—, en el régimen inmediatamente anterior.

ABC, 19 de julio de 2008.

Delirios manifiestos

    19 de julio de 2008