Seguro que les suena el nombre de Clara Ponsatí. Es aquella consejera de Educación del último gobierno de Carles Puigdemont que estuvo algo más de tres meses en el cargo y que, al igual que su mentor, tomó las de Villadiego tras la esperpéntica declaración unilateral de independencia del 27 de octubre de 2017 en el Parlamento autonómico. De su labor al frente de la consejería no queda rastro. Como mínimo, rastro educativo. Fue nombrada para poner la estructura de la consejería al servicio del golpe de Estado, y a ello se aplicó con esmero convirtiendo los centros docentes de toda Cataluña en sendos colegios electorales con vistas a la celebración del referéndum ilegal del 1 de octubre.
Pero sería injusto no citar en este breve recordatorio de su labor gubernamental una rueda de prensa en la que se esforzó inútilmente por responder en castellano –o en español, como ella mismo dijo– a una pregunta que se le había formulado en esta lengua. No pudo. No le salían las palabras. Y eso que las buscaba. Pero no hubo nada que hacer. Lo insólito de este caso de afasia diferencial de origen identitario es que Ponsatí no es una mujer de eso que llaman “el corazón de Cataluña” –como por ejemplo la actual presidenta del Parlamento regional, la maestra Anna Erra, que, siendo alcaldesa de Vic y diputada en la Cámara, pidió en 2020 a “los catalanes autóctonos” que no se dirigieran en castellano a gente que “por su acento o su aspecto físico no parece catalana”–, sino que nació en Barcelona hace 67 años, en el seno de una familia supuestamente ilustrada –es nieta del pintor noucentista Josep Obiols y sobrina del político socialista Raimon Obiols–, cursó la carrera de Ciencias Económicas en la Universidad de Barcelona y años más tarde impartió la docencia en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la Pompeu Fabra. Acaso su alejamiento intermitente de España para ejercer su profesión en Estados Unidos o ahora en la Escocia todavía integrante del Reino Unido, guarde alguna relación con dicha carencia. Aun así, insisto, se trata de un caso digno de estudio.
En la actualidad Ponsatí es eurodiputada, como sus compañeros de fuga Puigdemont y el también exconsejero Comín. Pero, pese a formar parte de la misma lista electoral, ha mantenido su condición de independiente, de independiente de Junts. Ya en su momento criticó el acuerdo de investidura entre las mesnadas de Puigdemont y las de Sánchez, amnistía incluida, en la medida en que suponía a su juicio un pacto con el Estado opresor, o sea, una traición al procés. Y a comienzos de este mes anunció el alumbramiento de una nueva plataforma política, para la que ya tiene nombre, Alhora (en castellano, “a la vez, al mismo tiempo”), y cuya presentación en Barcelona está prevista, si la justicia española no dispone lo contrario, el próximo 23 de abril.
Como indicaba ayer Laura Fàbregas, la denominación de la plataforma y las palabras de la propia Ponsatí constituyen por sí mismas una declaración de intenciones. No se trataría ya, como en el caso de Junts, de convertir la independencia en el único predicado político de la formación; se trataría de hacerlo compatible con cuestiones de interés social y, en concreto, con aquellas que tienen que ver con la inmigración. Así pues, no a la manera de Sílvia Orriols, la exjuntera de Ripoll, y su Alianza Catalana –o sea, tratando a los inmigrantes, en particular magrebíes, como si fueran la peste–, sino con la integración de lo foráneo en lo propio. A priori, por lo tanto, huyendo de la xenofobia de Orriols y los suyos. Pero sólo a priori. Porque tan xenófobo resulta lo uno como lo otro. Aquello que Ponsatí entiende por integración no deja de ser, en el fondo, sino una forma de renuncia forzosa a los derechos que el Estado confiere a los ciudadanos, sean estos españoles o extranjeros. Una forma de sumisión, en definitiva. Y, al contrario que en el caso de Orriols, con un alcance mucho mayor.
Para la exconsejera, no nos engañemos, el peligro reside sobre todo en la no integración cultural y lingüística de los castellanohablantes, se trate de los inmigrantes originarios de Hispanoamérica, se trate de los propios ciudadanos residentes en Cataluña que no están dispuestos a acatar las imposiciones del separatismo en el ámbito administrativo –en especial, en el educativo– e institucional. Un racismo no tan llamativo, es cierto, como el de la alcaldesa de Ripoll, pero mucho más ambicioso y dañino. Dentro de unas cinco semanas, coincidiendo con la presentación pública del proyecto, acaso empecemos a entrever si puede prosperar o si no es más que un efluvio pasajero dentro de la charca del independentismo catalán.