El 27 de julio de 1931, en su discurso de toma de posesión como presidente de las Cortes Constituyentes de la Segunda República, Julián Besteiro aludió a la historia en estos términos: “La Historia es, en efecto, la maestra de la vida; pero ¡cuántos errores se cometen invocando su nombre! ¡Cuántas veces se la hace servir a las más bajas pasiones y se la convierte, de una respetable matrona, en una especie de Celestina de las especies más variadas de Melibeas!” Lejos de mi intención usar de esa respetable matrona para terminar cayendo en este artículo en semejantes extravíos. Pero esas palabras de Besteiro, tan premonitorias del desenlace que iba a tener aquel régimen, resultan hoy de una actualidad vigorosa. Y es que la Historia, atrapada en esa anunciada ley de Memoria Democrática con que el Gobierno socialcomunista de Sánchez e Iglesias pretende dar una considerable vuelta de tuerka –permítaseme la licencia– a su antecesora, la llamada ley de Memoria Histórica, está siendo tratada, y con ella sus protagonistas, como una verdadera facilitadora de ficciones, a cual más embelesada. Empezando, claro, por la que proyecta sobre la propia Segunda República española.
La Segunda República española fue un régimen fracasado. Y no porque desembocara en una guerra civil –con eso ya bastaría–, sino porque, en su esencia misma, obedeció a la voluntad de imponer a millones de españoles la voluntad de otros tantos millones. La República advino –Josep Pla dixit– tras unas elecciones municipales en las que los partidos republicanos, socialistas y nacionalistas agrupados en un Comité Revolucionario creado apenas medio año antes obtuvieron la victoria en las principales ciudades españolas, lo que indujo al Rey Alfonso XIII a abandonar el país para evitar un baño de sangre. Pero, en diciembre de 1930, ese mismo Comité ya había intentado derrocar a la Monarquía mediante la combinación de una huelga general revolucionaria y una serie de levantamientos en distintas guarniciones militares. El golpe no había triunfado, pero el mensaje de sus patrocinadores no ofrecía dudas: cuantas medidas había tomado durante 1930 el gobierno del general Berenguer al objeto de intentar transitar de forma pacífica de un régimen dictatorial, la Dictadura de Primo de Rivera, a uno democrático, y cuantas se tomasen en el futuro, de nada iban a servir. La implantación de la República era innegociable. Y la República la encarnaban el Comité Revolucionario y el Gobierno Provisional que este alumbró. Ni sombra de parecido, sobra añadirlo, con lo que fue hace nueve lustros nuestra Transición y su feliz corolario, la Constitución de 1978.
Esa apropiación de la legitimidad democrática por parte de la llamada Conjunción Republicano-Socialista y la Esquerra Catalana, o, lo que es lo mismo, esa confusión entre República y democracia, como si fuera de los confines del republicanismo y la izquierda toda, incluidos comunistas y anarquistas, ninguna fuerza política tuviera derecho a existir; esa apropiación, digo, estuvo en la base del fracaso del régimen. Durante los cinco largos años que precedieron a la guerra civil, en ningún momento intentaron los promotores de la República incorporar a ella a los desafectos de 1931. Es más, muchos de los que, no siendo republicanos, habían recibido con simpatía la llegada del nuevo régimen, se desengañaron al poco ante el cariz violento que iban tomando los acontecimientos: quema de iglesias, atentados terroristas, huelgas generales –y, en contraposición, la sublevación monárquica del general Sanjurjo en agosto de 1932–. Una suerte de revolución permanente que los nuevos rectores políticos eran incapaces de atajar, suponiendo que no la alentaran o consintieran.
Pero acaso la máxima expresión de esa violencia y del carácter privativo que para la mayoría de los antiguos representantes de aquel Comité Revolucionario tenía el nuevo régimen fuera lo ocurrido a raíz de la llegada a la gobernabilidad del Estado de los partidos de centroderecha, de resultas de las elecciones generales de noviembre de 1933. Es decir, lo ocurrido a raíz de la primera alternancia en el poder, principio insoslayable de toda democracia representativa. Ya desde aquella fecha, los que habían sido desalojados del Gobierno por la fuerza de los votos empezaron a conspirar para recuperarlo cuanto antes por la fuerza de las armas. No lo lograron, pero un año más tarde dejaron como recuerdo trágicamente cruento una revolución en Asturias y un golpe de Estado en Cataluña, amén de una huelga general revolucionaria en toda España. Y lo más importante: la certidumbre de que jamás iban a permitir que el régimen que ellos habían traído estuviera en otras manos que las suyas. De ahí al estallido de la guerra civil, esas formaciones políticas –de las que se había ido desgajando, ya desde finales de 1931, el partido de Alejandro Lerroux– no hicieron sino consolidar su alianza con la creación del Frente Popular, lo que las llevó a vencer –fraude mediante, como han demostrado recientes investigaciones– en las elecciones de febrero de 1936. El siguiente y postrer episodio de esa infausta República fue el golpe de Estado militar de signo contrario que sumió al país en un desgarro del que hasta muy poco casi todos los españoles creíamos habernos recuperado definitivamente.
No estamos en los años treinta, por suerte. Pero sí estamos sometidos a las intemperancias, arbitrariedades y abusos de un gobierno de coalición y una mayoría parlamentaria que recuerdan demasiado a los de aquel Frente Popular. En su composición –la tríada de socialistas, comunistas y separatistas– y en su espíritu –la consideración de que nadie más que ellos tiene derecho a ocupar el poder–. Y, de forma parecida a la de entonces, desafiando a la Monarquía, negando validez a los logros de la Transición, diluyendo y enfangando la separación de poderes, convirtiendo los medios de comunicación bajo su control en instrumentos de burda propaganda y rebanando la Historia según convenga. Dividiendo a los españoles, en suma, y enfrentándolos entre sí. ¿Hasta cuándo? Hasta que una mayoría de esos españoles y las fuerzas políticas que les representan decidan unirse con el único propósito de devolver el país a la senda de la libertad, la convivencia y el progreso.