No creo que las imágenes de los aplausos tributados el pasado 15 de junio por el personal de un hotel mallorquín a los primeros turistas alemanes desembarcados en España desde la declaración del estado de alarma fueran del agrado de la izquierda que nos gobierna. Una cosa es que no quede más remedio que tener hoteles, turistas y cuanto se sigue de su existencia, y otra muy distinta que encima haya que mostrar pública gratitud por dicho estado de cosas. Que yo sepa, nunca hasta ahora los trabajadores de un establecimiento turístico habían participado sin reparos ni fisuras en un acto de reconocimiento a quienes contribuyen con su presencia a su presunta explotación como clase. Es verdad que este año no es como los demás. La pandemia ha traído un desbordamiento sentimental inusitado cuya máxima expresión eran –y es de esperar que no tengan que volver– aquellos aplausos de agradecimiento ciudadano desde balcones y ventanas a la caída de la tarde. De ahí que la reacción de esos trabajadores de hostelería pueda entenderse como formando parte de un estado de ánimo más general. Pero, aun así, no deja de resultar significativa, y muy especialmente por la comunidad autónoma donde se produjo.
Así como en España el turismo representa cerca del 13% del Producto Interior Bruto (PIB) y supone un porcentaje del empleo similar, en las Islas Baleares ronda el 45% del PIB autonómico y emplea a un tercio de la población asalariada. No es de extrañar, en consecuencia, que en el archipiélago los dardos izquierdistas hayan tenido siempre como objetivo el sector turístico. Unos dardos, por cierto, en los que no ha faltado el componente xenófobo aportado por los nacionalistas del lugar, deseosos de ver su tierra limpia de forasteros, ya sean estos españoles, ya de otras latitudes. En los últimos años han proliferado las campañas contra esas supuestas invasiones bárbaras, en forma de manifestaciones en las terminales portuarias y aeroportuarias, e incluso de acciones más o menos violentas contra bienes públicos y privados. Tampoco han sido ajenos al ambiente creado, para no variar, los vientos ideológicos que soplan desde Cataluña. O, seamos precisos, desde la Barcelona de la alcaldesa Colau, una de cuyas concejalas llegó a desear en la pasada legislatura la desaparición de los cruceristas, a los que calificó de “plaga de langostas”. Y como todo lo malo se pega, sobre todo si encuentra el campo abonado, también en el País Vasco la actividad turística ha sufrido la ira de los violentos.
Esa fobia al turismo ha tomado como pretexto el fenómeno de la masificación, en particular en las grandes ciudades. Es indiscutible que esa masificación ha existido, como lo es que ha comportado para los lugareños no pocas incomodidades y contratiempos: movilidad limitada, lo mismo en núcleos urbanos que en carreteras y autopistas, mayores niveles de ruido, de suciedad, de contaminación de playas y aguas marinas, etc. Todo ello, insisto, resulta indiscutible, en especial en los meses punteros del verano. Pero ese aumento de visitantes no ha obedecido por lo general a un incremento del turismo tradicional, sino a la proliferación e intensificación de dos modalidades, si no nuevas, sí mucho más recientes: los cruceros y el llamado alquiler turístico o vacacional, que han venido a sumarse a las ya existentes. En el primer caso, con una población esencialmente paseante cuyo número no tiene otro límite que la capacidad de carga de cada buque y la cantidad de buques que los muelles de un determinado puerto puedan acoger a diario; y en el segundo, con una población también numerosa pero difícil de cuantificar, por cuanto su presencia en el territorio descansa en un marco normativo enmarañado y, luego, discutido y polémico. Es de creer, sin embargo, que con el tiempo los organismos públicos terminarán por regular ambas modalidades turísticas, dada la necesidad de fijar, socialmente hablando, unos límites razonables.
Con todo, esa fobia al turismo tiene, en las filas de nuestra izquierda, unos fundamentos que no guardan gran relación con esas multitudes que nos invaden en cuanto llega el solsticio de verano. Así, por ejemplo, ese enemigo del consumo que nos ha tocado en suerte como ministro de Consumo, Alberto Garzón, declaró a mediados de mayo en sede parlamentaria que el turístico era “un sector estacional, precario y de bajo valor añadido”. Y no lo hizo, sobra añadirlo, para poner de manifiesto su relevancia. No hay duda de que la ignorancia es muy atrevida, pero las palabras de Garzón reflejan algo más que el drama formativo de un ministro que necesita a todas luces mejorar: son la evidencia de un prejuicio fuertemente enraizado en la mentalidad de una parte de este gobierno y, por supuesto, de muchos de los grupos que le dan apoyo. Ven el turismo como una actividad depredadora del territorio regida por unos empresarios que tratan a sus trabajadores sin miramiento alguno. No negaré, claro está, que a lo largo de siete décadas se hayan cometido abusos. Pero convertir esas prácticas –que en general han sido corregidas– en una dominante resulta tan contrario a la verdad que no merece ni siquiera la pena detenerse en ello.
Por lo demás, no parece que el Gobierno vaya a enmendar con sus actos las palabras de su ministro. La inversión pública prevista para el turismo con vistas a la recuperación es netamente insuficiente –una séptima parte de lo necesario, a juicio de Exceltur–. Tal vez convenga recordar que fue este el sector que tiró del carro en la crisis de 2008. Y que apoyarle equivale a apoyar la restauración, el comercio, el transporte, la construcción, el ocio. O, lo que es lo mismo, a producir riqueza y empleo. No está el país para reservas ni experimentos. Sobre todo cuando el FMI pronostica ya una caída de porcentaje en el PIB nunca vista. Que encima dé la casualidad de que esa caída coincide con el PIB representado por el turismo sólo indica hasta qué punto este último, para España, es como el pan. Sí, bendito turismo.