Ignoro si fue Ricardo Moreno Castillo, en su celebrado Panfleto antipedagógico (2006), el primero en trasladar al campo de la enseñanza y, en concreto, al sistema educativo español la disyuntiva popperiana entre igualdad y libertad, pero, sea como fuere, bien traída estaba. Porque lo ocurrido hasta entonces en nuestras aulas y lo que ha venido después responde en gran medida a la voluntad de imponer a cualquier precio el principio de igualdad por encima del de libertad. Se me dirá que ha habido algún periodo en que esto no ha sido así. Cierto. En especial el que va de finales de 2002 a mediados de 2004, cuando la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza estuvo en vigor y aplicándose. Pero incluso ese brevísimo año y medio fue, por desgracia, lo más parecido a un fuego fatuo, toda vez que la ley no tuvo apenas tiempo de iniciar su desarrollo. La LOCE llevaba el sello del PP y la vuelta al poder de un PSOE que ya había sacado a sus huestes y demás apéndices a la calle para intentar que no prosperase aquella reforma en ciernes bastó para darle el golpe de gracia.
La izquierda española ha considerado siempre la enseñanza como algo privativo. Como un derecho divino, casi. Cuando su regulación ha caído en otras manos –excepto en las de los nacionalismos periféricos, con los que no le ha resultado difícil asociarse dada la comunidad de intereses hegemónicos–, no ha escatimado medios ni coacciones para hacer inviable su gestión. Y es que la izquierda, siempre tan convencida de la bondad de sus ideas al margen de los efectos que se sigan de ellas, concibe la educación pública como un artefacto de ingeniería social. El sistema educativo, para ella, tiene como principal objetivo establecer la igualdad entre todos los educandos y futuros ciudadanos. De ahí que a la hora de hacer balance sus representantes políticos pongan el énfasis en la equidad –esa actualización del concepto de igualdad– del sistema y dejen la referencia a su calidad o excelencia para cuando lleguen, si es que llegan, tiempos mejores.
La propia comprensividad, esto es, la doctrina igualitarista emanada de las comprehensive schools británicas según la cual todos los alumnos van a estar sujetos hasta el fin de la enseñanza obligatoria a un único y encorsetado patrón educativo, se encuentra en la base de todas las leyes socialistas promulgadas hasta la fecha, y ello pese a haber cosechado un calamitoso fracaso allí donde nació y en la antaño modélica Suecia. Semejante querencia por la igualdad, insisto, no consiste en garantizar la igualdad de oportunidades estimulando el apetito de conocimiento de nuestros niños y jóvenes, vengan de donde vengan y al margen de cuál sea el nivel socioeconómico de su ámbito familiar, sino en evitar que alguno despunte en exceso por encima del resto. O, lo que es lo mismo, que alguno pueda crecer, intelectual y humanamente, en libertad y sin cortapisas hasta donde sus aptitudes y su esfuerzo lo permitan.
Sobra añadir que esa preterición de la libertad en favor de la igualdad en el sistema educativo está dando por estos lares unos frutos que deberían producir verdadero sonrojo. Se los recuerdo: por un lado, según los resultados obtenidos por nuestros jóvenes quinceañeros en las pruebas trienales del Informe PISA, España lleva dos décadas acomodada en la parte trasera de los países económicamente desarrollados, cuando no en el mismísimo furgón de cola; por otro, sigue disfrutando a estas alturas del triste honor de ser el país de la Unión Europea con la tasa más alta de abandono escolar temprano. Ah, por cierto: Reino Unido y Suecia, que aprovecharon hace años los cambios de color político en sus gobiernos para repudiar la comprensividad y volver a un modelo de corte más tradicional, se hallan a mucha distancia de nosotros en ambas clasificaciones. Y a su favor, claro está.
Así las cosas, a nadie debería extrañar que la actual pandemia, los sucesivos estados de alarma y la consiguiente excepcionalidad hayan favorecido el proceder del Ministerio de Educación y Formación Profesional que encabeza Isabel Celaá. El decreto del pasado 24 de abril, aparte de saltarse la ley educativa vigente y hasta la propia Constitución en lo que supone una insólita dejación de funciones del Estado, optaba por ceder a las comunidades autónomas la potestad de fijar los criterios de promoción de curso y titulación, esto es, el número máximo de asignaturas suspendidas que un alumno puede acarrear en cada caso. En otras palabras, abría la puerta, por decreto, a una suerte de aprobado general encubierto y discrecional. ¿Existe acaso mejor forma de privilegiar la igualdad?
Pero esa voluntad uniformadora del Ministerio no se limita al presente. Todo indica que el confinamiento educativo va a proseguir más allá del confinamiento al que estamos sometidos, quién más, quién menos, el conjunto de los ciudadanos. Así se deduce, como mínimo, de la nueva reforma de nuestro marco legal, la llamada “ley Celaá”, que no sólo constituye un retorno manifiesto al espíritu de la LOE y la LOGSE, sino también una vuelta de tuerca más a la comprensividad que la inspira. No de otro modo puede entenderse ese prurito por ir eliminando los centros de educación especial mediante el ahogo económico y el señuelo de la inclusividad. Como saben los padres afectados y debería saber cualquier docente medianamente preparado –lo que no parece ser el caso de la ministra–, la inclusividad también tiene sus límites. Ignorarlos por razones ideológicas sólo puede calificarse de bajeza. Como cabe calificar, sin duda, el trato que reciben en la futura ley los centros concertados, a los que se priva de toda posibilidad de expansión, condenándolos a un ahogo semejante al de los centros de educación especial. Su defensa de la libertad de enseñanza y de un modelo mucho menos comprensivo les pasa también factura.
Ojalá todas esas medidas puedan subsanarse durante la tramitación parlamentaria de la ley. Pero, o mucho me equivoco, o habrá que esperar para ello, en el mejor de los casos, a la formación de un gobierno radicalmente distinto.