Hay algo sumamente enternecedor en la declaración inaugural de Félix Millet ante el tribunal que le juzga. Me refiero al momento aquel en que el resobrino del fundador del Orfeó Català habla de las bodas de sus hijas y de la decisión de celebrarlas en el propio Palau sin que mediara pago alguno por utilizar el gran templo de la música catalana: “Me equivoqué pero había motivos, habíamos rehecho el Palau pero necesitábamos más publicidad para abrirlo más allá de los patronos”. Es la confesión de un hombre presto a sacrificar a sus propias hijas por la causa, a convertirlas en reclamo publicitario para que el negocio monumental no decayera y sus gestores pudieran seguir haciendo caja. Así las cosas, ¿quién osará reprochar a ese benemérito hijo de la patria que, a cambio de semejante renuncia, la Fundació Orfeó Català-Consorci del Palau de la Música Catalana, que él mismo presidía, resolviera cargar la factura al Palau y no cobrarles nada a las novias?

Esos desvelos paternos recuerdan los que, hace un par o tres de veranos, admitió haber tenido Jordi Pujol para con sus hijos. También el ex presidente de la Generalitat, en un célebre comunicado expiatorio, reconoció haberse equivocado al no declarar en 1980 la herencia que supuestamente le habría dejado su padre en el extranjero y cuyos últimos beneficiarios debían ser su mujer y sus siete vástagos. Y también él tenía, según dijo entonces, sus motivos: por encima de todos, su “opción vital por la política” –léase, por Cataluña–, que le había llevado a abandonar los negocios y, en consecuencia, a dejar sin amparo a esposa e hijos. De ahí que al prócer no le hubiera quedado otra, y nadie lo lamentaba tanto como él, que aceptar aquel dinero defraudado al fisco.

En ambos casos, pues, la familia. Un mismo aire. El que justifica, por ejemplo, que el director administrativo del Palau y principal socio de Millet, Jordi Montull, colocara a su hija Gemma en la dirección financiera del Consorcio. Y el que justifica asimismo esos gastos personales que aparecen en las cuentas, tan propios de una economía doméstica: ese champú, esos bocadillos, ese tabaco. Unas necesidades, en definitiva, que cualquier hijo de vecino suele tener en su día a día. Es verdad, no vamos a negarlo, que junto esa clase de gastos aparecen otros no tan comunes, como esos viajes exóticos, esas reformas lujosas en los domicilios o esas compras de obras de arte. Pero, ¿qué familia no ha soñado alguna vez con un golpe de suerte que le permita hacer realidad sus sueños?

Con todo, allí donde el aire familiar cobra todo su sentido es en la confesión de Millet. En la sobrevenida, claro. Hasta la fecha era posible conjeturar con que Millet y Montull no fueran más que un par de saqueadores domésticos. Lo son, sin duda. Pero lo doméstico, en su caso, no debe ceñirse al provecho estrictamente personal, sino también al de la familia política. Esas donaciones de Ferrovial al Palau tienen un recorrido cuyo destino, gracias a la confesión de Millet,sabemos ya a ciencia cierta. De cada obra pública contratada por la empresa con la Administración catalana, y aparte del 1,5 % que el propio Millet se repartía con su segundo de abordo, un 2,5% acababa en las arcas de Convergència Democràtica de Catalunya. O sea, del partido presidido por Jordi Pujol y Artur Mas, de manera consecutiva. Y aunque la memoria del denunciante no acierta a precisar cuándo empezaron esas donaciones, el hecho de que admita que se produjeron a lo largo de muchos años permite aventurar con que el inicio no estuviera muy lejos de 1990, año de creación de la Fundación del Palau. Así pues, estaríamos hablando de dos décadas de saqueo continuado de la institución y de financiación encubierta de CDC, el llamado pal de paller –tradúzcase por “pilar”– de la Cataluña autonómica.

Artur Mas no ha abierto todavía la boca. Pujol hace tiempo que la tiene cerrada. El partido ha cambiado incluso de nombre. Pero que nadie se llame a engaño: la familia sigue allí, cocinándose una suerte de Estado propio donde el poder judicial no constituya ya un impedimento para la corrupción habida y por haber.

Un aire de familia

    10 de marzo de 2017
Para muchos españoles, la capacidad de resistencia del independentismo catalán sigue siendo un misterio. Es verdad que en los últimos tiempos el movimiento empieza a dar síntomas de flaqueza. Así, por ejemplo, en la marcha sobre el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña del pasado 6 de febrero: a pesar del ahínco de los convocantes y del acostumbrado flete de autocares; de la entusiasta colaboración del Gobierno de la Generalitat en la organización del evento, y de la participación en primera línea del propio Ejecutivo regional con su presidente a la cabeza, ese intento de amedrentar al Poder Judicial congregó a un número de manifestantes bastante inferior al de otras marchas. Pero, aun así, sería de ilusos creer que el movimiento tiene mala salud. Si mala salud hay, se trata, en todo caso, de una mala salud de hierro.

La perplejidad de tantos españoles descansa en buena medida en la dificultad de entender cómo una parte considerable de la sociedad catalana –paradigma español, hasta hace muy poco,de sentido común, de laboriosidad, de realismo– puede dejarse llevar por una clase política que, al tiempo que ha ido entonando el Madrid nos roba, ha ido robando a mansalva a los propios ciudadanos de Cataluña. No hay día en que la prensa no nos regale algún titular sobre los turbios negocios de la familia Pujol o sobre la trama del 3% y nos recuerde hasta qué punto los sucesivos gobiernos de la extinta CDC fueron engordando las arcas del partido a cambio de concesiones de contratos públicos a determinados empresarios. Las últimas revelaciones, incluso, apuntan ya sin rodeos a la figura del ex presidente Mas, tras haber puesto en el epicentro del sistema de recaudación, como indispensable conseguidor, a su ex consejero de Justicia y hombre de máxima confianza, Germà Gordó.

En el periodo que va desde el día de septiembre de 2012 en que Artur Mas se echó al monte hasta esos primeros compases de 2017 en que los dirigentes políticos catalanes responsables del desafío al Estado de Derecho van desfilando por los tribunales hay una fecha crucial: la del 25 de julio de 2014. Y cuando digo que la fecha es crucial no lo digo por las consecuencias que tuvo, sino, precisamente y para pasmo de muchos, por las que no tuvo. Ese día Jordi Pujol hizo público un comunicado en el que admitía haber recibido de su padre en septiembre de 1980, “como última voluntad específica (…), un dinero ubicado en el extranjero”, destinado a sus hijos y a su esposa, y que, según él, por entonces “no estaba regularizado”. O sea, una cantidad en negro, indeterminada, con la que el honorable presidente habría convivido durante cerca de un cuarto de siglo, mientras dirigía los destinos de la autonomía, y que sólo habría sido declarada por sus vástagos en fechas recientes, a raíz de la amnistía fiscal de 2012.

Lo que ha venido después no ha hecho sino confirmar que, lejos de tratarse de una herencia, el dinero defraudado era, con toda probabilidad, el fruto de numerosas operaciones financieras del clan familiar realizadas a lo largo de más de tres décadas y amparadas en el prestigio y el poder del patriarca. Sea como sea, aquella confesión fue deglutida con toda normalidad por la parte de sociedad catalana que andaba ilusionadamente atareada con las labores propias del proceso soberanista. Como mucho, sirvió para que los desengañados renegaran del pujolismo sin dejar por ello de militar en la causa de la independencia.

Bien es cierto que la corrupción no ataca por igual a unos y a otros. En eso, como en tantas otras cosas, el nacionalismo suele llevar casi siempre las de ganar. ¡La de veces que en el PP y en el PSOE, ante un caso de corrupción, habrán lamentado no disponer de una bandera en la que envolverse! De una bandera eficaz, se entiende, de esas que esconden a las mil maravillas toda la mugre que determinados partidos llevan adherida a su acción política. Sacarla a relucir para ocultar las vergüenzas, le libra a uno de tener que dar explicaciones y formular propósitos de enmienda, de tener que aceptar el dictamen de los tribunales; de tener que reconocer, en una palabra, los hechos, la verdad.

Decía hace unos días Juan Pablo Fusi que “detrás del independentismo catalán hay más razones identitarias que económicas”. Puede que tenga razón. Como tal vez la tuviesen dos grandes periodistas españoles, Josep Pla y Manuel Chaves Nogales, cuando en los años treinta del pasado siglo, en plena República, atribuían las ansias autonomistas de los catalanes a una sentimentalidad desbordada. Eran tiempos distintos, sin duda. Basta comparar el grado de autonomía del que disfrutaban entonces los catalanes con el grado de autonomía del que disfrutan ahora, incomparablemente superior. Pero, entonces como ahora, la sentimentalidad, bien engrasada por los políticos del lugar, cotizaba muy por encima del cálculo. O, si lo prefieren, el corazón muy por encima de la razón. Como si detrás del tan traído Madrid nos roba muchos catalanes estuvieran susurrando, hoy como ayer, un quejumbroso Madrid no nos quiere.

(El Independiente)




Cuando Madrid no nos quiere

    1 de marzo de 2017