Francisco Fuster ha tenido el acierto de reunir en un volumen las “Pláticas literarias” de Gaziel (Fundación Banco Santander, 2024). Yo había leído muchas de ellas, publicadas la mayoría en los años veinte, ya en La Vanguardia, ya en El Sol. Pero no se leen igual. Una cosa es hacerlo en las páginas de un periódico, rodeadas de artículos que tratan de asuntos dispares y con una regularidad variable a menudo dictada por la actualidad –una muerte, un centenario, una polémica–, y otra muy distinta tenerlas todas juntas, agrupadas según un criterio temático –literatura universal, hispánica, catalana, pláticas artísticas–, con la posibilidad, pues, de leerlas de corrido y descubrir, o más bien corroborar una vez más, la inmensa cultura, literaria y de toda índole que atesoraba su autor.
Entre esas pláticas hay una dedicada a Eça de Queiroz con ocasión de la publicación de los tres primeros tomos de sus obras póstumas –dos novelas y un volumen de correspondencia, a las que iban a seguir en el futuro otras muchas–. Gaziel confiesa sentir por esos libros y por el escritor que hay detrás un respeto tal que casi no se atreve a abrirlos. Para él, “las obras póstumas de los escritores ilustres, publicadas sin su consentimiento, siempre tienen algo de irreverente, algo que se parece a una profanación. Es como si al morir una mujer muy amada, un confidente indiscreto nos ofreciese la ocasión de introducirnos en el boudoir más íntimo de la desaparecida tal como ella lo dejó, tal como ella jamás hubiera consentido que lo viera nadie”.
¿Tiene razón Gaziel? Por lo que sabemos, Eça mantuvo hasta el último aliento la esperanza en una curación de la dolencia gastrointestinal de origen desconocido que le aquejaba desde hacía tres lustros. En otras palabras: si no había publicado esas y otras novelas en apariencia terminadas es porque pensaba volver sobre ellas, enmendarlas en parte, hacerles todavía algún retoque. O porque no le acababan de gustar, incluso. Pero, con todo, dado que había muerto dejándolas en su tocador literario, sin destruirlas, dado que allí permanecían, junto a su correspondencia, ¿no es lícito aducir, en favor de su publicación y en contra del recelo de Gaziel, el interés general, o sea, el del público lector, entre el que se cuentan los especialistas en su obra? Es más, ¿qué devoto de Eça se privaría hoy de la lectura de La capital, El conde de Abranhos o de parte de su correspondencia –y me ciño a los tres tomos que Gaziel tenía sobre su mesa– por el mero hecho de que esas obras fueron publicadas póstumamente y sin el consentimiento explícito de su autor? Me atrevo a contestar que ninguno, por inacabadas que puedan considerarse las dos primeras y por privada que sea la tercera.
El escritor que pudiendo hacerlo no ha incluido en su testamento una disposición referida a su legado literario está poniendo dicho legado en manos de su legítimo heredero, con instrucciones sobre su destino o sin ellas, que para el caso es lo mismo. Ese heredero, al cabo, dispondrá como quiera de lo legado. Podrá conservarlo o destruirlo, en su totalidad o en parte. Y lo conservado, podrá cerrarlo a cal y canto o sacarlo a la luz, también aquí en su conjunto o parcialmente. Y, en fin, lo que saque a la luz podrá tomar forma de libro –como hizo el hijo de Eça de Queiroz con los inéditos de su padre, al parecer por necesidades de orden económico– o quedar restringido a la consulta de eso que llaman “investigadores”, y que suelen ser personas provistas de un carné que les acredita como miembros de un departamento universitario o de cualquier otra institución costeada con dinero público o privado –una fundación en general–.
La reciente y voluminosa biografía de Josep Pla (Xavier Pla, Un cor furtiu, Destino, 2024, 1.536 páginas –existe versión castellana: Un corazón furtivo, también en Destino–) constituye un excelente ejemplo de lo que puede llegar a contener el boudoir de un escritor. Su extensión tiene mucho que ver en ello, claro. Así como para un lector corriente las 1.536 páginas resultan más una impedimenta que un disfrute, para uno especializado, versado en el rastreo de la vida y la obra del escritor, esa impedimenta queda compensada por el acceso –restringido, pero acceso al cabo– al contenido de las fuentes manejadas por el biógrafo. Unas fuentes que en su gran mayoría estaban todas en el Mas Pla, a buen recaudo. Y es que Pla lo guardaba todo. Lo que escribía y lo que le escribían y enviaban. En cuanto a lo primero, y dada su propensión a viajar como corresponsal, sobre todo en las décadas anteriores a la guerra civil, si no se hallaba en el Mas o en Barcelona encomendaba a alguien de la familia que lo guardara. Y ello tanto si se trataba de manuscritos como de artículos publicados. No tiraba nada, nada en absoluto. Tampoco los diarios que llevaba. Pero lo más valioso de todo este tesoro en gran parte oculto hasta la fecha es sin duda la correspondencia cruzada con toda clase de destinatarios –la recibida, al menos–. Según el biógrafo, a lo largo de sus ochenta largos años de vida Pla habría reunido un mínimo de treintaicinco mil cuartillas, sólo en cartas.
Decía antes que ese material estaba a buen recaudo. Ahora debo añadir que dicha labor de salvaguarda y ordenación no ha sido ya, como es lógico, obra de Pla, sino de su sobrino y heredero Frank Keerl, hijo de su hermana María. Al no constar en el testamento del escritor, que se sepa, ninguna disposición relativa a su legado literario, se entiende que este quedaba en manos del heredero, al igual que el resto de los bienes de los que era poseedor, empezando por el propio Mas. Hay que felicitarse pues, ante todo, de su conservación, puesto que no siempre es así. Si lo conservado es o no todo lo que había, o sea, todo lo que dejó Pla, jamás lo sabremos. Otros manuscritos del escritor sufrieron una purga, aunque estos los custodiaba en la editorial Destino su editor y amigo Josep Vergés, como tuvo ocasión de comprobar Arcadi Espada durante la elaboración de sus Notas para una biografía de Josep Pla, cuyo trasfondo son los diarios que llevó el escritor entre 1965 y 1968 y que se publicaron con el título de Notes per a un diari.
La biografía escrita por Xavier Pla también desvela la voluntad del escritor de ser biografiado. De serlo en vida, de modo que él pudiera estar encima del biógrafo y controlar lo que este escribía. Si mal no recuerdo, fueron tres o cuatro intentos, todos fallidos, bien porque el resultado no era el que Pla esperaba, bien porque el biógrafo no estaba dispuesto a escribir al dictado, sujeto a la arbitrariedad del biografiado. O, lo que es lo mismo, someterse a una censura previa a la publicación del libro. No deja de resultar curioso, por llamarlo de algún modo, que el sobrino y heredero, transcurridos más de veinte años desde la muerte del escritor, se comportara de forma muy parecida a la del tío cuando Albert Boadella le pidió que le dejara consultar la correspondencia cruzada entre Pla y Aurora Perea, con quien el primero había tenido una larga y apasionada relación. Boadella quería hacer una película, y Keerl le puso como condición para el acceso a las cartas una supervisión permanente y un nihil obstat final por parte de una persona de su confianza, aparte de requerirle el pago de más de veintiún mil euros. Ah, y eso después de haber negado reiteradamente a Arcadi Espada la existencia de esas mismas cartas. Como se ve, el sobrino había añadido a la obsesión por el control del producto la ganancia que la cesión de su uso podía reportarle.
En cuanto a lo segundo, no estamos, como se ve, muy lejos de la actitud del hijo y heredero de Eça de Queirós, aunque en este caso no mediaran necesidades de orden económico sino puro mercantilismo. Desde la muerte del escritor ampurdanés, el 23 de abril de 1981, primero Josep Vergés y luego el propio Frank Keerl auspiciaron la publicación de inéditos de Pla que contaron, como de costumbre, con el aprecio del público lector y reportaron cuantiosos dividendos. Vergés terminó la edición de la Obra completa (OC) de Destino, donde incluyó algunos inéditos. También publicó volúmenes sueltos con materiales que no habían salido a la luz, como por ejemplo Un amor de Josep Pla al Canadell o las Notes per a un diari de los años 1965 y 1966, que completaban las de los años siguientes, ya incluidas en la OC. Pero así como Vergés asumió personalmente la edición de estos inéditos, todo induce a creer que en el caso de Keerl la función ha correspondido, casi por entero y siempre bajo la tutela del sobrino, al actual biógrafo del escritor.
Desde que en 1997 Xavier Pla fue designado comisario de la exposición celebrada para conmemorar el centenario del nacimiento de Josep Pla, en la que se mostró por primera vez, cual una reliquia, el cuaderno gris original, al que se añadía un cuaderno rojo, el único inédito publicado al margen de la órbita del actual biógrafo fueron las cartas cruzadas entre el escritor y quien fuera el editor de su primera obra completa, Josep Maria Cruzet, en la editorial Selecta. De la edición, aparecida en 2004, se encargó Maria Josepa Gallofré –la misma persona, por cierto, a quien Keerl tenía pensado encomendar la supervisión del trabajo cinematográfico de Boadella en caso de haber aceptado este último las condiciones impuestas por el primero–. Todo lo demás, todo lo que estaba, para entendernos, en el boudoir de Josep Pla o de sus familiares cuando este falleció, ha caído en la órbita de Xavier Pla, quien lo ha editado directamente o a través de algún meritorio de la Cátedra Josep Pla, por él creada y dependiente de la Universidad de Gerona.
Por supuesto, no hay nada que objetar a la decisión tomada por Frank Keerl. Todo heredero es muy libre de designar a quien le plazca para gestionar el legado de un escritor, en este caso los miles de papeles inéditos dejados por su tío a su muerte. Nada que objetar, decía, como no sea que, dada la naturaleza pública de las instituciones que han intervenido e intervienen de un modo u otro en la custodia de su legado –la Fundación Josep Pla y, sobre todo, la Cátedra Josep Pla–, no habría estado de más que la designación hubiera revestido cierta formalidad en vez de producirse de tapadillo, por la fuerza de los hechos. Pero lo más grave y lamentable es sin duda el acaparamiento y privatización del legado llevados a cabo por quien fuera ungido hace lustros como gestor y futuro biógrafo de facto. Y sé de qué hablo.
Ya he recordado más arriba la experiencia de Espada y Boadella con el propio Keerl a propósito de las cartas de Aurora y aquella película no nata. Pues bien, a mediados de aquella misma década yo tenía entre manos la elaboración de un ensayo sobre Pla y el viejo periodismo y me enteré, a través de Ediciones Destino, de que Xavier Pla iba a encargarse de la edición de la correspondencia entre Pla y su amigo y mentor Alexandre Plana (Con anterioridad ya había editado las cartas de Pla a su hermano Pere y las que su amigo y gran periodista Eugeni Xammar le había enviado a él.). Como me interesaba leer las cartas datadas en los primeros años veinte –el periodo sobre el que yo estaba trabajando–, le pedí hasta por tres veces que me dejase consultar las cartas concernientes a aquellos años. Fue dándome largas con toda clase de excusas hasta que me harté.
Sostiene una buena amiga, conocedora de estos trances, que la apropiación indebida de una fuente es un clásico de la investigación universitaria. Por tal apropiación debe entenderse la que consiste en impedir, por parte de un investigador, que unos colegas tengan acceso a materiales –correspondencia, originales de una obra, toda clase de inéditos, etc.– que no son del dominio público. Si es así, no hay duda de que Xavier Pla estuvo a la altura.
La última vez que le vi fue en 2010, en la Universidad de Gerona. Aquel día la prensa traía la noticia de que en otoño del mismo año iba a crearse la Cátedra Josep Pla, dependiente de la Universidad de Gerona. El hoy biógrafo del escritor, que sería a la postre el director de la Cátedra, se acercó a saludarme afablemente y me indicó que, por descontado, contaba conmigo para las innúmeras tareas que la Cátedra tendría encomendadas en los próximos años. Conmigo y con Espada, añadió.
Aún espero la llamada. Y no me consta que Arcadi haya tenido mejor suerte.