Andaba yo el otro día hojeando en mi pantalla un ejemplar de La Nueva España cuando me di de frente con una columna –al tratarse del pdf del diario en papel, la columna en cuestión todavía hacía honor a sus orígenes arquitectónicos– cuya rúbrica era “Con llingua propia”. La Nueva España es un periódico editado en Asturias y escrito, por lo que he podido comprobar, íntegramente español. O casi, puesto que la columna, como se deduce de la rúbrica, estaba escrita en asturiano. Añádanle que se trataba de la reseña de la traducción a esta lengua del Candide de Voltaire y que formaba parte del suplemento cultural del periódico, y quizá a los más viejos y catalanes lectores el hecho les recuerde aquellos tiempos del franquismo en que el catalán empezaba a asomar de tapadillo en las páginas culturales de La Vanguardia o el Diario de Barcelona. En todo caso, bien está. Y bien estaría, ¿por qué no?, que la práctica se extendiera a otras partes del artesonado del periódico. Pero, a lo que se ve, no es así. Señal de que el cliente –ya saben, quien paga manda– no lo reclama o hasta lo rechaza. Figúrense cómo andará la cosa del asturiano en Asturias que la columna de marras se asienta en una peana en la que se indica que ha sido elaborada “Cola ayuda de la Conseyería de Cultura, Política Llingüística y Turismu del Principáu d’Asturies”.
Pero volvamos a la rúbrica. “Con llingua propia”; nada más natural. Lo mismo podrían decir todos y cada uno de los firmantes del resto de las informaciones y opiniones que aparecen en el ejemplar del periódico. Todos tenemos una lengua en la que nos expresamos. O varias. Incluso puede darse el caso de que un mismo sujeto en la expresión oral opte por una y en la escrita por otra. Pero dudo mucho que alguien pusiera el epígrafe “Con lengua propia” a una columna escrita en español. A no ser, claro, que lo hiciera con retranca, aludiendo precisamente al uso que del sintagma “lengua propia” hacen los Estatutos de Autonomía allí donde existen dos lenguas cooficiales. O sea, un uso que nada tiene que ver con el hablante, con el ciudadano, y sí con el territorio. O con el Pueblo en mayúscula, como ocurre con el Estatuto del País Vasco, probablemente por aquello de que el euskera, para los urdidores del texto, define un territorio que va mucho más allá de la autonomía y se adentra en la Comunidad vecina, Navarra, y en el Estado francés.
Uno puede creer, recurriendo a una dosis considerable de buena fe, que la vinculación entre la propiedad y el territorio en cuantos Estatutos de Autonomía la establecen hoy en día –aparte del vasco, los de Cataluña, Galicia, Comunidad Valenciana, Baleares y Aragón; el de Navarra, por el contrario, alude sólo al carácter oficial del vascuence junto al del castellano– tiene que ver con los orígenes. Que allí nació la lengua, vaya, y eso hay que respetarlo. No hace falta indicar que los nacimientos lingüísticos –eso que los románticos periféricos del XIX calificaban de “primer vagido”– no se produjeron en el conjunto del territorio de lo que se entiende hoy por comunidad autónoma, sino en un espacio muchísimo más reducido. Y que en la expansión posterior influyeron otros muchos factores. Sin ir más lejos, el que deriva del derecho de conquista, como en el caso del catalán en Baleares y también –con el nombre de valenciano– en buena parte de la Comunidad Valenciana. En el fondo, la mencionada propiedad lingüístico-territorial, por así llamarla, se ha ido ensanchando con el tiempo hasta coincidir con los confines de la comunidad autónoma, al margen de que en el terreno ganado se hubiera hablado o no alguna vez la lengua cooficial en cuestión. No creo que sea necesario añadir, en fin, que todo ello ha sucedido cuando el gobierno de una comunidad autónoma donde se habla más de una lengua ha estado en manos del nacionalismo de turno, que ha sido casi siempre.
El castellano, al igual que las demás lenguas españolas –por usar la terminología constitucional–, también tiene su origen y su correspondiente expansión por vía de conquista. Pero no únicamente. Como tan bien explicó hace más de dos décadas el malogrado Juan Ramón Lodares, su presencia en aquellas partes de la Península donde se habla asimismo otra lengua se debió, en primera instancia, a la penetración del idioma en la corte y la administración reales como consecuencia de los matrimonios entre representantes de las distintas Coronas peninsulares, y luego ya, de forma más generalizada, a la condición de lengua de comunicación usada en el comercio interior y exterior. A su utilidad, pues, más incluso que a su prestigio –en el supuesto de que pueda desligarse lo uno de lo otro–. De ahí que lleve siglos siendo nuestra lengua común. Y de ahí que en el texto de la Constitución de 1978 fuera definida como “la lengua española oficial del Estado”, al tiempo que la oficialidad de “las demás lenguas españolas” se supeditaba a lo que fijaran los Estatutos de las respectivas comunidades autónomas. Pero excepto en el caso navarro, esos Estatutos fueron incorporando la cláusula de la propiedad ligada al territorio sólo para la lengua cooficial. El castellano, pues, no era propio de esas partes de España. Era sólo cooficial, aun cuando fuera la lengua oficial del Estado.
Han transcurrido cerca de 44 años desde entonces. Y hemos visto a donde conducía el ejercicio de ese derecho a la propiedad lingüística en manos del nacionalismo. El caso de Cataluña es tal vez el más llamativo y bochornoso, por el empeño de sus gobernantes en saltarse la ley. Pero los gobiernos de Baleares, Comunidad Valenciana, País Vasco y Navarra no andan muy lejos en modos y propósitos. El pasado 18 de septiembre miles de catalanes salieron a la calle reclamando su derecho a una enseñanza también en castellano o, lo que es lo mismo, pidiendo por enésima vez amparo al Gobierno del Estado ante la vulneración de sus derechos ciudadanos. Y lo hicieron con lengua propia, claro, usaran el catalán, el castellano o ambas. El problema es que el Gobierno del Estado lleva cerca de 44 años sin darse por aludido. Y, gracias a ello, así nos luce a la inmensa mayoría de los españoles.