A lo largo de los últimos meses, muchas han sido las voces que han denunciado la inoportunidad de la tramitación en las Cortes de la llamada “ley Celaá”. Voces de enseñantes, de pedagogos, de padres de alumnos, de empresarios vinculados al sector educativo, o de simples ciudadanos. El propio debate de totalidad desarrollado en el Congreso de los Diputados el pasado 17 de junio evidenció esa inoportunidad, por más que las tres enmiendas de devolución presentadas no surtieran efecto y el proceso legislativo haya seguido, por lo tanto, adelante. Así las cosas, dudo mucho que el Gobierno se avenga finalmente a razones y decida retirar el proyecto de ley o, como mínimo, paralizar su tramitación. Ocasiones no le han faltado para ello durante el año y medio transcurrido desde que el texto se dio a conocer y a ninguna le ha parecido oportuno agarrarse.

         De entre las múltiples razones esgrimidas ya públicamente y alguna más que podría agregarse a la lista, hay dos que a mi modo de ver resultan sustanciales. La primera, y acaso la más reiterada, es la coincidencia en el tiempo del nuevo texto legal con la pandemia nuestra de cada día, de la que sobra indicar que no vamos a salir pasado mañana, ni mucho menos más fuertes, sino considerablemente diezmados y, en todo caso, con los supervivientes hechos unos zorros. En vista de semejante panorama, que incide directamente en la estabilidad del sistema educativo ante el curso que acaba de empezar y, en especial, en la de sus eslabones más débiles –el alumnado más joven, el de nivel socioeconómico más bajo o el que requiere especiales atenciones–, ¿tiene sentido promover y, en definitiva, aprobar un nuevo ordenamiento que, para más inri, ni siquiera cuenta con un mínimo consenso entre lo que se entiende por comunidad educativa? Añadan a lo anterior que la ley va a requerir un desarrollo reglamentario complejo y, en particular, una reforma profunda de los currículos, lo que va a socavar aún más la ya de por sí maltrecha estructura en la que se asienta hoy el sistema educativo.

         Pero hay más. Porque una de las consecuencias de esta pandemia que nadie sabe a ciencia cierta cuánto durará ni qué cambios va a traer a nuestras vidas es que la enseñanza ya no volverá a ser lo que fue. En qué medida y qué factura nos tocará pagar constituye a estas alturas una incógnita. Sí puede aventurarse, no obstante, que la teleeducación no será flor de un día, como no lo será tampoco el teletrabajo. Y si el Gobierno, o una parte de él, dio pruebas de cierta sensatez al admitir que este no era el mejor momento para acometer una reforma laboral –sensatez, por cierto, que parece haberse esfumado de nuevo–, ¿por qué no hizo lo propio con la reforma educativa? ¿Sólo porque Europa no se lo exigió a cambio de financiación? Sea como fuere, el Ejecutivo de Sánchez debería rehuir la tentación de emprender toda transformación radical –y esa nueva ley de educación lo es– por lo menos hasta conocer cómo quedan el paisaje y el paisanaje después de la pandemia.

         Esa es la primera razón de peso a la que habría que atender. La segunda no le va a la zaga en cuanto a trascendencia. Porque la ley Celaá participa del mismo espíritu y del mismo propósito que esa nueva ley de Memoria Histórica que está al caer. Se trata, en ambos casos, de ir más allá de lo que fueron sus respectivos antecedentes legales –la Ley Orgánica de Educación, LOE (2006), y la conocida como Ley de Memoria Histórica (2007)– y de hacerlo por la brava, sin encomendarse a Dios ni al Diablo. En otras palabras, se trata de ahondar en la confrontación y la división que esas leyes primigenias propiciaron ya en su momento en la sociedad española. Bien es verdad que el adanismo de aquellos primeros gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero casaba mucho mejor con la ley de Memoria que con la de Educación, que al fin y al cabo no dejaba de ser un remedo de la LOGSE (1990), al tiempo que la guinda legal al barrido grosero del que había sido víctima la promulgada por un gobierno del PP –la LOCE (2002)–, derogada al poco de empezar a aplicarse. Pero ello no quita, insisto, que las dos compartieran entonces y vuelvan a compartir ahora un mismo espíritu y propósito: convertir una ideología –huelga precisar cuál– en las tablas de una ley.

         Para convencerse de ello, basta con leer la “Exposición de motivos” de esa LOE rediviva. A lo largo de las diez páginas de que consta, no figura ni una sola referencia positiva a algún aspecto, incluso el más nimio, de las dos leyes –la LOCE y la LOMCE– aprobadas bajo gobiernos del Partido Popular. Sólo descalificaciones, amparadas en el ruido y la bronca de las movilizaciones promovidas por la oposición de entonces. El marco europeo, por su parte, sólo se usa para aquellas cuestiones que entroncan con el pedagogismo, mientras que las tasas de abandono y fracaso escolar, los resultados de los informes PISA o el dato inapelable de la ausencia de una evaluación al final de Bachillerato cuando la inmensa mayoría de los países de la Unión Europea sí la tienen, no asoman por ningún lado. Y en un texto tan sobrecargado de valores, donde el género, por ejemplo, hunde sus raíces, la palabra “mérito” no aparece ni una sola vez.

         Esa “Exposición de motivos”, al igual que el articulado que le sigue, no es sólo un breviario ideológico; es también un monumento al relativismo. O sea, una renuncia manifiesta al afán de conocimiento, al afán por alcanzar la verdad. Lo cual, sobra decirlo, no desentona en modo alguno de la acción de un gobierno cuyo presidente ha hecho de la mentira y el engaño su principal seña de identidad. En esas manos está, para nuestra desgracia, la educación española.


(ABC, 15 de septiembre de 2020)

Exposición de motivos

    15 de septiembre de 2020