La existencia de un plan, sea el que sea, es ya de por sí algo positivo. Significa que alguien, persona física o institución, tiene un propósito y sabe, o cree saber, cómo llegar a él. Luego, que alcance o no el fin anhelado dependerá de múltiples factores, entre los que figura, muy en primer término, la factibilidad del propio proyecto, inseparable, las más de las veces, de la dotación económica que lleve asociado.

El Plan de Cultura que ha presentado este verano el Govern tiene, pues, a priori el beneficio de la duda. Tanto más cuanto que descansa en una estructura abierta, en una suerte de work in progress, en eso que el propio documento gubernamental, en la parte reservada al marco teórico, define como “un espacio de confluencia, de diálogo y de encuentro con el otro, como una forma de acción colectiva, donde la diversidad dialoga sobre la base del respeto, del reconocimiento y de la solidaridad, al tiempo que contribuye a fortalecer el tejido social y los valores comunitarios”. El problema es que semejante definición, tan correcta políticamente, lo mismo puede servir para un proyecto cultural que para un concilio ecuménico. Y si la cosa quedara aquí, aún. Lo grave del caso es que esa estructura abierta ve su tamaño drásticamente reducido en cuanto uno atiende a otras consideraciones contenidas en el propio Plan.

Me refiero, en concreto, a las que aparecen en el apartado de diagnosis, encuadradas en un análisis DAFO –y que traduzco del catalán, como la cita anterior, puesto que no existe, que yo sepa, versión castellana del Plan–. Entre las fortalezas, el documento destaca que “las particularidades de nuestra lengua y cultura propias, marcan un hecho diferencial como potenciadores de los valores culturales [sic]”. Dado que el concepto de lengua propia está reservado, Estatut mediante, al catalán, es de creer que esa cultura que se le asocia y a la que el texto confiere análoga propiedad posee también como lengua de expresión, cuando la actividad cultural así lo requiere, la catalana. En otras palabras: es de creer que toda aquella manifestación cultural que no siga estos cauces –que se exprese, pongamos por caso, en castellano o en inglés– no forma parte de esa fortaleza.

Algo que queda ratificado, por si hacía falta, en el siguiente punto fuerte: “Las Islas Baleares forman parte de un territorio con una lengua y cultura propias. La actitud social general en relación con este hecho, es receptiva y participativa en grandes sectores”. Ese territorio del que forman parte, según el documento, las Islas Baleares responde al nombre, sobra añadirlo, de Países Catalanes –por más que dicha denominación no aparezca en el texto–. Y en lo que respecta a “la actitud social general”, todo indica que los sectores donde “es receptiva y participativa” no son tan grandes como ambicionan los redactores del Plan; al contrario, a poco que uno atienda a la sociedad balear en su conjunto, esos sectores deben de ser más bien escasos. Da igual. Porque algo más abajo, y sin abandonar el bloque de los puntos fuertes, el documento afirma que nuestras islas “son una tierra de acogida y así conviven en ellas culturas muy diversas que enriquecen [su] tejido sociocultural”. Sin duda. Pero esa fortaleza, que bastaría para configurar una cultura abierta, porosa y multiforme, queda al acto socavada por la frase que viene a continuación: “La lengua catalana, como lengua propia de las Islas, y la cultura propia, así como el sentimiento de identidad con el país de acogida, deben convertirse en herramientas de integración y cohesión social”. En otras palabras: si uno quiere sentirse partícipe de la cultura balear, no va a tener más remedio que plegarse a la tríada lengua / cultura / identidad –en catalán y nada más que en catalán, claro está–. De no hacerlo, de optar por una lengua y una cultura distintas y carecer del aludido sentimiento de identidad, se arriesga a quedarse al margen.

Y no acaban aquí las propuestas privativas y excluyentes contenidas en el apartado de diagnosis de este flamante Plan de Cultura balear. También se apunta por ejemplo, en el capítulo de oportunidades, la conveniencia de establecer “cláusulas laborales, lingüísticas y de género” como requisito para acceder a ayudas públicas o suscribir contratos con la Administración –huelga precisar, en el caso de las lingüísticas, de qué idioma se trata–. Aunque acaso lo más singular sea que se destaque como debilidad el que las Islas Baleares “se hallen a la cola de los lugares visitados por turistas residentes en el Estado español por motivos culturales”, sin advertir que difícilmente van a llegar más residentes del citado “Estado español” atraídos por la cultura si lo que se les ofrece es una oferta tan restringente y ajena a sus intereses como la que se desprende de este Plan.

El actual Govern parece empeñado en gobernar para una parte tan sólo de los ciudadanos de estas islas, y no precisamente para la mayoritaria. Lo vemos a diario con las decisiones que toma, con las compañías que escoge, con los pleitos en los que se ve envuelto –y que suelen terminar, por lo común, con el desgarro social, amén de un incesante vaciado de las arcas públicas como consecuencia de las múltiples sentencias adversas a las que debe hacer frente–. Y en esa discriminación juega un papel fundamental el nacionalismo. Aunque el Govern se reclame de izquierdas y poco más, el único terreno donde no parecen existir riñas entre socios y compañeros de viaje es el identitario. O sea, el del pancatalanismo. Aquí, ancha es Castilla –por no decir Cataluña–. Lo es a la hora de regar los medios digitales afines con copiosas subvenciones, subvenciones que luego completa generosamente el propio gobierno de la muy sediciosa Generalitat. Y lo es asimismo a la hora de pergeñar un Plan de Cultura como el presentado este verano, donde, bajo el señuelo de la transparencia y la participación, se nos propone un modelo intervencionista y sectario al servicio de un proyecto político separador.


La cultura balear tiene un plan

    21 de septiembre de 2017
Uno de los efectos colaterales de la crisis de gobierno generada por el caso contratos ha sido la creación, en la nueva consejería de Cultura, Participación y Deportes, de una dirección general de Participación y Memoria Democrática. O, mejor dicho, ha sido el añadido, a la dirección general de Participación ya existente –y una vez extirpada, no sin dolor, la Transparencia–, de la Memoria Democrática. Conviene, pues, preguntarse por los motivos de esta amalgama conceptual y por sus posibles consecuencias.

Para empezar, todo indica que entre los dos conceptos no existirá una relación equilibrada, sino claramente desigual, en la que primará eso que llaman memoria democrática. La designación para el cargo de director general de Manel Santana, un historiador experto en la Guerra Civil y miembro destacado de la asociación Memòria de Mallorca, así lo da a entender. Y, por si no bastara con ello, la coincidencia de ese nombramiento con la reciente entrada en el Parlament de una proposición de ley de Memòria Democràtica de les Illes Balears, auspiciada por todas las fuerzas firmantes de los Acords de governabilitat y por Gent per Formentera, no hace sino confirmarlo. Vamos a tener, por lo tanto, memoria democrática a espuertas. Y la participación, de haberla, no será más que un asunto vicario, al servicio probablemente de ese rescate memorialístico que amenaza con entretener a nuestro gobierno y a sus compañeros de viaje hasta la próxima crisis.

Porque la memoria invocada, y no está de más señalarlo, ya no es la histórica del expresidente Rodríguez Zapatero, sino la democrática (una vez más, Cataluña –con su Memorial Democràtic, creado a rebufo de la ley socialista– como telón de fondo). Ahora bien, más allá de evidenciar el mimetismo entre nacionalismos hermanos, ese tránsito de una memoria "histórica" a una "democrática" resulta altamente instructivo y revelador. La memoria que el Govern y sus adláteres aspiran a recuperar es democrática por el simple hecho de que la otra, según ellos, no puede serlo. En otras palabras: esa memoria democrática es la de las víctimas de la Guerra Civil –las del bando perdedor, por supuesto–; la de quienes tal vez cometieran excesos durante el conflicto bélico, pero los cometieron –y ello les absuelve en buena medida– por una causa justa–; la de los represaliados por la dictadura franquista –siempre y cuando hubieran militado en el antifranquismo–; la de los republicanos –a condición de que fueran de izquierdas, claro está–; la de los buenos, en definitiva.

Y para comprobar hasta qué punto va a ser ese y no otro el enfoque de esa dirección general de nuevo cuño, sirva un solo ejemplo. El pasado 14 de abril se celebró en Formentera un acto en recuerdo de los 58 presos que fallecieron en el campo de concentración de la Savina, entre 1940 y 1942, debido a la malnutrición. La flamante consejera de Cultura, Transparencia y Deportes –llevaba apenas una semana en el cargo– asistió al acto y justificó su presencia allí con el propósito de "dignificar y reconocer la labor de tantos y tantos ciudadanos que lucharon por la democracia y que lo pagaron con su vida". ¿Se preguntó en algún momento Fanny Tur quiénes eran esas víctimas de nuestra Guerra Civil encerradas en aquel campo en unas condiciones infrahumanas? ¿Se preguntó si todas habían luchado en verdad por la democracia? ¿Se preguntó si había entre ellas, pongamos por caso, algún anarquista o algún comunista, enemigos acérrimos y declarados del régimen republicano, al que siempre soñaron con derribar por la fuerza de las armas? Lo dudo. Resultaba mucho más cómodo, mucho más correcto políticamente, alinearlas a todas en el bando de la democracia, o, lo que es lo mismo, dar por hecho que en el otro bando no había, no podía haber por principio, ningún demócrata.

Esa visión maniquea de una de las etapas más tristes de nuestra historia es la que se aprestan a ofrecernos el Govern y los partidos que le secundan. Una visión torcida, tendenciosa, falsa. Justo la que cualquier demócrata rechazaría, hoy como ayer, de plano.

(Diario de Mallorca)
Hay algo sumamente enternecedor en la declaración inaugural de Félix Millet ante el tribunal que le juzga. Me refiero al momento aquel en que el resobrino del fundador del Orfeó Català habla de las bodas de sus hijas y de la decisión de celebrarlas en el propio Palau sin que mediara pago alguno por utilizar el gran templo de la música catalana: “Me equivoqué pero había motivos, habíamos rehecho el Palau pero necesitábamos más publicidad para abrirlo más allá de los patronos”. Es la confesión de un hombre presto a sacrificar a sus propias hijas por la causa, a convertirlas en reclamo publicitario para que el negocio monumental no decayera y sus gestores pudieran seguir haciendo caja. Así las cosas, ¿quién osará reprochar a ese benemérito hijo de la patria que, a cambio de semejante renuncia, la Fundació Orfeó Català-Consorci del Palau de la Música Catalana, que él mismo presidía, resolviera cargar la factura al Palau y no cobrarles nada a las novias?

Esos desvelos paternos recuerdan los que, hace un par o tres de veranos, admitió haber tenido Jordi Pujol para con sus hijos. También el ex presidente de la Generalitat, en un célebre comunicado expiatorio, reconoció haberse equivocado al no declarar en 1980 la herencia que supuestamente le habría dejado su padre en el extranjero y cuyos últimos beneficiarios debían ser su mujer y sus siete vástagos. Y también él tenía, según dijo entonces, sus motivos: por encima de todos, su “opción vital por la política” –léase, por Cataluña–, que le había llevado a abandonar los negocios y, en consecuencia, a dejar sin amparo a esposa e hijos. De ahí que al prócer no le hubiera quedado otra, y nadie lo lamentaba tanto como él, que aceptar aquel dinero defraudado al fisco.

En ambos casos, pues, la familia. Un mismo aire. El que justifica, por ejemplo, que el director administrativo del Palau y principal socio de Millet, Jordi Montull, colocara a su hija Gemma en la dirección financiera del Consorcio. Y el que justifica asimismo esos gastos personales que aparecen en las cuentas, tan propios de una economía doméstica: ese champú, esos bocadillos, ese tabaco. Unas necesidades, en definitiva, que cualquier hijo de vecino suele tener en su día a día. Es verdad, no vamos a negarlo, que junto esa clase de gastos aparecen otros no tan comunes, como esos viajes exóticos, esas reformas lujosas en los domicilios o esas compras de obras de arte. Pero, ¿qué familia no ha soñado alguna vez con un golpe de suerte que le permita hacer realidad sus sueños?

Con todo, allí donde el aire familiar cobra todo su sentido es en la confesión de Millet. En la sobrevenida, claro. Hasta la fecha era posible conjeturar con que Millet y Montull no fueran más que un par de saqueadores domésticos. Lo son, sin duda. Pero lo doméstico, en su caso, no debe ceñirse al provecho estrictamente personal, sino también al de la familia política. Esas donaciones de Ferrovial al Palau tienen un recorrido cuyo destino, gracias a la confesión de Millet,sabemos ya a ciencia cierta. De cada obra pública contratada por la empresa con la Administración catalana, y aparte del 1,5 % que el propio Millet se repartía con su segundo de abordo, un 2,5% acababa en las arcas de Convergència Democràtica de Catalunya. O sea, del partido presidido por Jordi Pujol y Artur Mas, de manera consecutiva. Y aunque la memoria del denunciante no acierta a precisar cuándo empezaron esas donaciones, el hecho de que admita que se produjeron a lo largo de muchos años permite aventurar con que el inicio no estuviera muy lejos de 1990, año de creación de la Fundación del Palau. Así pues, estaríamos hablando de dos décadas de saqueo continuado de la institución y de financiación encubierta de CDC, el llamado pal de paller –tradúzcase por “pilar”– de la Cataluña autonómica.

Artur Mas no ha abierto todavía la boca. Pujol hace tiempo que la tiene cerrada. El partido ha cambiado incluso de nombre. Pero que nadie se llame a engaño: la familia sigue allí, cocinándose una suerte de Estado propio donde el poder judicial no constituya ya un impedimento para la corrupción habida y por haber.

Un aire de familia

    10 de marzo de 2017
Para muchos españoles, la capacidad de resistencia del independentismo catalán sigue siendo un misterio. Es verdad que en los últimos tiempos el movimiento empieza a dar síntomas de flaqueza. Así, por ejemplo, en la marcha sobre el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña del pasado 6 de febrero: a pesar del ahínco de los convocantes y del acostumbrado flete de autocares; de la entusiasta colaboración del Gobierno de la Generalitat en la organización del evento, y de la participación en primera línea del propio Ejecutivo regional con su presidente a la cabeza, ese intento de amedrentar al Poder Judicial congregó a un número de manifestantes bastante inferior al de otras marchas. Pero, aun así, sería de ilusos creer que el movimiento tiene mala salud. Si mala salud hay, se trata, en todo caso, de una mala salud de hierro.

La perplejidad de tantos españoles descansa en buena medida en la dificultad de entender cómo una parte considerable de la sociedad catalana –paradigma español, hasta hace muy poco,de sentido común, de laboriosidad, de realismo– puede dejarse llevar por una clase política que, al tiempo que ha ido entonando el Madrid nos roba, ha ido robando a mansalva a los propios ciudadanos de Cataluña. No hay día en que la prensa no nos regale algún titular sobre los turbios negocios de la familia Pujol o sobre la trama del 3% y nos recuerde hasta qué punto los sucesivos gobiernos de la extinta CDC fueron engordando las arcas del partido a cambio de concesiones de contratos públicos a determinados empresarios. Las últimas revelaciones, incluso, apuntan ya sin rodeos a la figura del ex presidente Mas, tras haber puesto en el epicentro del sistema de recaudación, como indispensable conseguidor, a su ex consejero de Justicia y hombre de máxima confianza, Germà Gordó.

En el periodo que va desde el día de septiembre de 2012 en que Artur Mas se echó al monte hasta esos primeros compases de 2017 en que los dirigentes políticos catalanes responsables del desafío al Estado de Derecho van desfilando por los tribunales hay una fecha crucial: la del 25 de julio de 2014. Y cuando digo que la fecha es crucial no lo digo por las consecuencias que tuvo, sino, precisamente y para pasmo de muchos, por las que no tuvo. Ese día Jordi Pujol hizo público un comunicado en el que admitía haber recibido de su padre en septiembre de 1980, “como última voluntad específica (…), un dinero ubicado en el extranjero”, destinado a sus hijos y a su esposa, y que, según él, por entonces “no estaba regularizado”. O sea, una cantidad en negro, indeterminada, con la que el honorable presidente habría convivido durante cerca de un cuarto de siglo, mientras dirigía los destinos de la autonomía, y que sólo habría sido declarada por sus vástagos en fechas recientes, a raíz de la amnistía fiscal de 2012.

Lo que ha venido después no ha hecho sino confirmar que, lejos de tratarse de una herencia, el dinero defraudado era, con toda probabilidad, el fruto de numerosas operaciones financieras del clan familiar realizadas a lo largo de más de tres décadas y amparadas en el prestigio y el poder del patriarca. Sea como sea, aquella confesión fue deglutida con toda normalidad por la parte de sociedad catalana que andaba ilusionadamente atareada con las labores propias del proceso soberanista. Como mucho, sirvió para que los desengañados renegaran del pujolismo sin dejar por ello de militar en la causa de la independencia.

Bien es cierto que la corrupción no ataca por igual a unos y a otros. En eso, como en tantas otras cosas, el nacionalismo suele llevar casi siempre las de ganar. ¡La de veces que en el PP y en el PSOE, ante un caso de corrupción, habrán lamentado no disponer de una bandera en la que envolverse! De una bandera eficaz, se entiende, de esas que esconden a las mil maravillas toda la mugre que determinados partidos llevan adherida a su acción política. Sacarla a relucir para ocultar las vergüenzas, le libra a uno de tener que dar explicaciones y formular propósitos de enmienda, de tener que aceptar el dictamen de los tribunales; de tener que reconocer, en una palabra, los hechos, la verdad.

Decía hace unos días Juan Pablo Fusi que “detrás del independentismo catalán hay más razones identitarias que económicas”. Puede que tenga razón. Como tal vez la tuviesen dos grandes periodistas españoles, Josep Pla y Manuel Chaves Nogales, cuando en los años treinta del pasado siglo, en plena República, atribuían las ansias autonomistas de los catalanes a una sentimentalidad desbordada. Eran tiempos distintos, sin duda. Basta comparar el grado de autonomía del que disfrutaban entonces los catalanes con el grado de autonomía del que disfrutan ahora, incomparablemente superior. Pero, entonces como ahora, la sentimentalidad, bien engrasada por los políticos del lugar, cotizaba muy por encima del cálculo. O, si lo prefieren, el corazón muy por encima de la razón. Como si detrás del tan traído Madrid nos roba muchos catalanes estuvieran susurrando, hoy como ayer, un quejumbroso Madrid no nos quiere.

(El Independiente)




Cuando Madrid no nos quiere

    1 de marzo de 2017
El 18 de junio de 1970 La Vanguardia Española traía en su primera –que, en razón de las cuatro páginas anteriores en huecograbado, era en realidad la quinta– una nota titulada A partir de las cuatro de la tarde, festivo, abonable y sin recuperar. La nota la había emitido la Delegación Provincial de Trabajo a raíz de la visita a Barcelona de “Su Excelencia el Jefe del Estado” y coincidiendo con su llegada a la ciudad. Se trataba, sobra añadirlo, de una práctica habitual. Habitual en los regímenes totalitarios, donde el Estado ejerce su potestad de premiar o castigar, según le convenga, a quienes considera sus trabajadores, y habitual, por lo tanto, en la España de entonces.

Como es lógico, en ésta y en las demás visitas del dictador a Cataluña –o en cualquiera de sus múltiples viajes por el territorio nacional– las horas de holganza tenían como objetivo facilitar la movilización ciudadana o, por usar el lenguaje de aquel régimen, la adhesión popular a la figura del Caudillo. Y, a juzgar por las imágenes que se han conservado de esa jornada, con las calles barcelonesas rebosantes de un público jubiloso y en apariencia entregado, justo es reconocer que el objetivo se alcanzó con creces. ​

Algo similar parecía perseguir hace unos días la consejera de Gobernación de la Generalitat catalana, Meritxell Borràs, cuando además de afirmar que “vería bien que los funcionarios se cogieran un día de asuntos propios para ir a apoyar a Mas” y compañía el 6 de febrero, en el juicio que les aguarda por la celebración dela consulta del 9-N, añadió que lo creía “incluso necesario”. El modus operandi difiere, ciertamente, del empleado en la España franquista, acaso porque el actual Gobierno de Cataluña carece, muy a su pesar, de un Estado propio.

Pero el espíritu que le anima es el mismo: la consideración del trabajador o del empleado público como un siervo, como un súbdito, como un mero ejecutor de los designios del régimen, personificado en la figura de un caudillo al que, se supone, todos deben adhesión. Con el agravante, en el caso de la consejera catalana, de que la movilización, promovida por las entidades separatistas habituales, ha sido convocada a las puertas de un tribunal de justicia y en apoyo de unos gobernantes que desafiaron la ley organizando un referéndum de autodeterminación ilegal.

Aun así, no ha sido ése el único episodio de manipulación de los ciudadanos, de falta de respeto por sus derechos y libertades; por su dignidad, en definitiva, del que hemos tenido noticia estos días. Ni el único, ni el más grave. Porque la revelación del contenido de las conferencias que el ex juez y ex senador Santiago Vidal ha ido pronunciando en los últimos meses por distintos foros de la geografía catalana ha puesto al descubierto una trama perfectamente urdida desde el poder mismo de la Generalitat para controlar los bolsillos y las conciencias de la población catalana.

Con la sonrisilla de conejo que suelen esbozar quienes están en el secreto de algo sumamente importante, este apóstol de la independencia de Cataluña se ha vanagloriado sin rubor alguno ante sus auditorios del cúmulo de ilegalidades que, según él, estarían cometiendo el Gobierno de la Generalitat y parte de la administracióna su cargo con tal de lograr la tan ansiada desconexión del Estado español. Por ejemplo, la ilegalidad consistente en disponer de una base de datos fiscales propios, empeño imposible a no ser que se contravenga la Ley de Protección de Datos. O la que se concreta en la elaboración de una lista con los jueces sospechosos de desafección, a los que se invitaría a abandonar Cataluña o, en caso de que optaran por permanecer en ella, a acreditar un nivel mínimo de catalán y aceptar someterse a un informe favorable de una comisión de evaluación. O, en fin, la ilegalidad de haber alcanzado acuerdos con gobiernos de otros Estados o con la propia OTAN para favorecer, de un modo u otro, la larga marcha hacia la independencia.

Cabría la posibilidad, claro, de que Vidal hubiera entrado en una suerte de ensoñación, o incluso en un desvarío; al fin y al cabo, se trata de algo propio de visionarios. Pero resulta que muchas de sus afirmaciones coinciden con otras ya expresadas, de modo más o menos explícito, por miembros del Gobierno o de la Administración de la Generalitat. Es el caso, sin ir más lejos, del secretario de Hacienda de la Generalitat, quien ha admitido en más de una ocasión estar elaborando una lista con los datos fiscales de los contribuyentes catalanes.Todo indica, pues, que el ex juez no estaría faltando a la verdad. Lo único que le habría traicionado es su locuacidad.

Uno de los principales objetivos de cualquier régimen totalitario –y el que lleva construyendo el nacionalismo catalán desde hace años con total impunidad en la trastienda de nuestro Estado de las Autonomías se ajusta perfectamente a este modelo– es el control sobre los ciudadanos. Sobre su forma de pensar y de actuar. Sobre su libertad. O, si lo prefieren, sobre su propia condición de ciudadanos. Eso es lo que está en juego hoy en día en Cataluña y, por ello mismo, en toda España.