Centrémonos, pues, en el fragmento entrecomillado y, más en concreto, en la figura de repetición con que se cierra. Si bien se mira, se trata de una figura que el candidato a la investidura se habría podido ahorrar: con el plural le bastaba. Pero, de haberlo hecho, de haber reducido la riqueza a «nuestras culturas, nuestras lenguas», es evidente que no habría logrado su propósito. Porque ese contraste entre singular y plural, entre lo uno y lo vario, no deja de ser, en el fondo, el mismo que Rodríguez Zapatero ya había establecido desde el comienzo de su discurso entre unidad y diversidad. Eso sí, un contraste por adición, positivo, como corresponde al personaje que lo ejecuta. Y un contraste que, a primera vista, no anda lejos del espíritu de la Constitución y, en particular, de lo expresado en su Preámbulo y el artículo 3 de su Título preliminar.
Con todo, este mismo artículo de nuestra Carta Magna, en los puntos 1 y 2, además de definir el castellano como la lengua oficial del Estado y de fijar la oficialidad de las demás lenguas españolas en las respectivas Comunidades Autónomas, habla de derechos y deberes. Entre otras cosas, porque las lenguas, más que una riqueza —la mayor, a juzgar por las palabras del candidato a la Presidencia—, son un instrumento, un instrumento de comunicación. Y porque este instrumento, en la medida en que es usado por el conjunto de los ciudadanos —como ocurre con el castellano en España—, constituye una garantía de igualdad. O, lo que es lo mismo, un derecho, un derecho compartido.
Pues bien, aunque en su discurso Rodríguez Zapatero se refirió reiteradamente a la igualdad y a los derechos, en ningún momento vinculó ambos conceptos al uso de la lengua, las lenguas. Es más, al día siguiente, cuando Rosa Díez, en su turno de intervención como miembro del Grupo Mixto, afirmó que la igualdad estaba empezando a romperse en España y que ello era debido, entre otros motivos, a la imposibilidad de que un ciudadano —en Cataluña sobre todo, pero también en otras Comunidades— pueda educar a sus hijos en castellano, con lo que se le impide ejercer los mismos derechos en todo el territorio nacional, el candidato ni siquiera se tomó la molestia de rebatir sus palabras. Apeló a la sensibilidad, a las emociones, a la preservación de la convivencia; en definitiva, echó balones fuera.
Pero si la omisión de Rodríguez Zapatero, ya por convicción, ya por interés, ya por la suma de ambos factores, era hasta cierto punto previsible, la de Mariano Rajoy no pudo por menos que sorprender a propios y extraños. Y es que el líder del principal partido de la oposición no mencionó ni una sola vez la lengua en su discurso. Como si entre los retos a los que debe hacer frente el Gobierno en la presente legislatura no estuviera el de preservar todos los derechos de todos los ciudadanos. Por lo demás, esta omisión de Rajoy era tanto más sorprendente cuanto que el programa con que el Partido Popular se había presentado a las elecciones otorgaba a la lengua común de los españoles un papel cenital, lo mismo en el orden de los derechos que en el de la enseñanza. Por no hablar, claro, de la importancia que el propio dirigente popular le había dado a lo largo de la campaña electoral y, en particular, en el segundo de los debates televisados.
Y eso no es todo. Quienquiera que se tome la molestia de repasar las hemerotecas de los distintos medios de comunicación —y muy especialmente la de este periódico— durante los treinta días que median entre la fecha de las elecciones generales y la del inicio del debate de investidura comprobará hasta qué punto la vulneración de los derechos lingüísticos sigue de actualidad en aquellas partes de España donde gobierna el nacionalismo. Aunque sólo sea para refrescar la memoria, he aquí algunos ejemplos.
En Galicia, la Xunta ha dictado una serie de obligaciones relacionadas con la organización de actos y festejos populares, entre las que destacan la imposición del himno gallego en la consagración de la misa —que también ha de decirse en gallego, claro está— y la prescripción de que al menos el cincuenta por ciento del repertorio de orquestas y músicos sea en esta misma lengua —que es la única en la que los intérpretes podrán dirigirse al respetable—. En el País Vasco, el Gobierno autonómico ha establecido que todos los estudiantes deberán pasar, al término de la escolarización obligatoria, un examen de capacitación en vascuence, lo que supone, a muy corto plazo, la práctica eliminación del modelo de enseñanza en castellano y la dilución del mixto —castellano-vascuence— en un solo modelo de enseñanza —en vascuence, por supuesto—. En Baleares, donde el faro ha sido siempre Cataluña, no pasa día sin que las formas de coacción sobre los ciudadanos que se niegan a usar el catalán progresen adecuadamente. Y en Cataluña, en fin, donde ya queda poco por laminar, la Generalitat ha resuelto que sólo otorgará subvenciones a las compañías de teatro que representen sus obras en catalán.
Así las cosas, no parece que la mejor solución sea ignorar el problema y mirar para otro lado. Entre otras razones, porque el quiste ha adquirido ya tales proporciones que no admite componendas. En su discurso de investidura, Rodríguez Zapatero anunció su propósito de que esta legislatura estuviera presidida por la «voluntad de acuerdo, de consenso, de pacto» con el resto de las fuerzas políticas y, en especial, con el Partido Popular. En su respuesta, Mariano Rajoy se mostró plenamente dispuesto a alcanzar cuantos acuerdos fueran necesarios mientras tuvieran como referente «la defensa de la igualdad de todos los españoles, vivan donde vivan», y «la defensa de sus derechos». La perspectiva, pues, no puede ser mejor. Ahora sólo falta que la cuestión de la lengua sea abordada en toda su amplitud y dé lugar a un pacto de Estado. O, en otras palabras, que uno se atreva a preguntarle al otro «¿adónde vas?» y el otro no le conteste «manzanas traigo».
ABC, 20 de abril de 2008.