Los últimos sondeos electorales publicados, CIS aparte, apuntan todos a un crecimiento espectacular de Vox. Se trata, además, de un crecimiento sostenido, sondeo a sondeo, por lo que conviene tomarlo en serio. Desde que Vox abandonó los gobiernos autonómicos que compartía con el PP, la estimación de voto hacia sus siglas ha ido en aumento, y no por décimas sino por puntos. Todo indica, pues, que su consabida beligerancia contra el Gobierno y quienes lo apoyan, a la que se ha añadido la que toma como blanco al PP en los asuntos que preocupan a los ciudadanos y para los cuales este partido no parece tener respuestas nítidas (piénsese, por ejemplo, en la inmigración irregular y, en particular, la de religión musulmana), está dando sus frutos en términos electorales. El millón de votos que, hechas las cuentas, le ha robado Vox al PP más los procedentes de aquellos ciudadanos que en ocasiones anteriores han votado a otros partidos, se han abstenido o tendrán ahora por primera vez edad suficiente para votar, así lo certifican.

Pero las últimas encuestas también anuncian el fin de otra tendencia. Me refiero al paulatino crecimiento del PP a costa de los votantes tradicionales del PSOE, tanto de los que aún le seguían siendo fieles como de los ya refugiados en la abstención. En otras palabras, lo que los populares iban perdiendo por su derecha lo compensaban hasta cierto punto por su izquierda. Pero, insisto, parece que esto se acabó. O al menos de momento. Y, siempre según los sondeos, no se acabó porque el PSOE esté recuperando terreno con respecto al PP, o sea, por el centro del tablero político, sino porque el poco que va arañando en intención de voto lo hace entre los ciudadanos que habían optado en anteriores elecciones por partidos situados más a su izquierda. En este sentido, la insistencia de Pedro Sánchez y sus ministros en las críticas a Benjamin Netanyahu por las matanzas que el ejército israelí está perpetrando contra la población de Gaza –calificadas interesada y torticeramente de “genocidio”–, no cabe entenderlas tan sólo como una cortina de humo para encubrir los escándalos de corrupción que persiguen a su familia y a sus hombres de confianza en el partido y el Ejecutivo, sino también como un movimiento para fortalecer el bloque de izquierda con el que gobierna y que le presta su apoyo parlamentario. Que lo haga forzado por las circunstancias, es decir, para no perder apoyos parlamentarios y así poder mantenerse en la Presidencia del Gobierno hasta el fin de la legislatura, o por convicciones ideológicas es lo de menos. Lo realmente significativo es comprobar que el PSOE abraza ya sin complejos el populismo propio de formaciones como Podemos y afines, con lo que puede afirmarse que ya sólo le queda echarse a la calle –el pasado domingo Sánchez se mostraba orgulloso de quienes se habían movilizado boicoteando la Vuelta a España en protesta por la presencia en la misma de un equipo israelí y al día siguiente pedía la expulsión de Israel de todas las competiciones internacionales– para borrar cualquier matiz entre ambas fuerzas políticas. Y por si no bastaba con lo anterior, el martes RTVE anunciaba que no participaría en el próximo Festival de Eurovisión si lo hacía Israel.

Esa deriva largocaballerista del actual caudillo socialista invita a establecer asociaciones con otros populismos hispánicos, Por ejemplo, con los nacionalistas: ERC, Bildu, BNG, Compromís, PNV y Junts. Pero también, en el otro platillo de la balanza, con Vox. E invita, claro está, a remontarse a los tiempos convulsos de la Segunda República, en especial a sus postrimerías, a aquellas elecciones generales de febrero de 1936 ganadas oficialmente por el Frente Popular, por más que investigaciones recientes hayan demostrado lo fraudulento del recuento. Pues bien, aquel Frente Popular era una coalición de partidos encabezada por el PSOE de Largo Caballero, la fuerza mayoritaria. Y aunque eran otros tiempos, el lenguaje de este último, apelando a la movilización para evitar que la derecha gobernase en caso de ganar las elecciones, guarda no pocos parecidos con el del actual presidente del Gobierno de España cuando niega la alternancia y mete en un mismo saco fachosférico a toda la derecha.

Pero no hace falta acudir al pasado para tratar de entender lo que pasa hoy en España. Basta con fijarse en Francia. Si aquí la izquierda al completo revienta la Vuelta a España amparándose en la solidaridad con Gaza, allí la izquierda y sus apéndices sindicales hacen lo propio bloqueando todo el país en protesta por las medidas económicas y sociales que el ya extinto primer ministro centrista François Bayrou quería implantar. En las últimas elecciones a la Asamblea Nacional (2024), la izquierda se presentó agrupada en un Nuevo Frente Popular (resurrección, como su nombre indica, del que Francia ya tuvo en la primavera de 1936). La formación más votada de ese Frente Popular redivivo fue La Francia Insumisa, liderada por Jean-Luc Mélenchon –un exsocialista–, seguida por el Partido Socialista y otras fuerzas menores. En España no existe ningún movimiento de esta índole. Lo hubo hace años, cuando Podemos todavía podía. Incluso a Pablo Iglesias llegó a comparársele con Mélenchon. Pero desde que Iglesias está más en los negocios que en la política, el puesto permanece vacante.

Aunque todo indica que no por mucho tiempo. La progresiva radicalización del discurso de Pedro Sánchez con su llamada a sustituir nuestra democracia representativa por una suerte de democracia popular –no otra cosa es, al cabo, la legitimación del boicot a Israel apelando a la voz de la calle– le convierte en un firme candidato a ocupar ese liderazgo. Bien mirado, con unas encuestas que no le son hoy por hoy nada favorables, el actual inquilino de La Moncloa tendría ante sí un par de años para construir este nuevo Frente Popular y tratar de revertir los malos augurios demoscópicos. El crecimiento de Vox jugaría a su favor. Cuanto mayor fuese el espantajo del fascismo que viene, más fácil le resultaría a Sánchez convencer a sus socios de izquierda de la necesidad de sumar fuerzas para rentabilizar los votos y convertirlos en escaños, a fin de no tener que ceder el gobierno. Así las cosas, la pregunta, ya se lo imaginan, es qué haría el PP en semejante tesitura. ¿Seguir, como ahora, empeñado en no pactar con Vox, con el riesgo de quedar encajonado entre ambos populismos? ¿Intentar alcanzar un acuerdo con los de Abascal, ni que fuera provisorio, para fortalecer un bloque constitucional? Por desgracia, me temo que la respuesta estaría en el viento. O sea, en lo que, llegado el momento, dictasen los sondeos.

¿Hacia un nuevo Frente Popular?

    18 de septiembre de 2025
En uno de los capítulos de su ensayo más reciente, Pêcheur de perles (existe versión española en Alianza Editorial), Alain Finkielkraut aborda el tema de la enseñanza. Como en los demás capítulos, lo hace a partir de una de las perlas que ha ido pescando y coleccionando a lo largo de su vida y que vertebran el libro. La que viene al caso es del historiador francés Marc Bloch y dice así: “Pedimos una enseñanza secundaria de una gran amplitud. Su función es formar las élites, sin acepción de origen o de fortuna. Toda vez que ha dejado de ser (o de volver a ser) una enseñanza de clase, una selección se impondrá”. La cita está sacada de un texto escrito por Bloch en 1943, en plena Francia ocupada. Esa enseñanza por cuyo retorno suspiraba el historiador es la que había traído la Tercera República de Jules Ferry y que enlazaba, programáticamente, con la preconizada por Condorcet en las postrimerías de la Revolución Francesa. Bloch, asesinado por la Gestapo en 1944, no llegaría a verla, pero la derrota del nazismo y la reinstauración de la democracia y la República la harían posible.

O no. Porque el propio Finkielkraut recuerda en su libro que ya en 1964 un ensayo de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Les héritiers, echaba por tierra, mediante datos y estadísticas, la teoría según la cual una enseñanza pública bien entendida y aplicada ponía en pie de igualdad a todos los alumnos, con independencia de su clase social y del poder adquisitivo de la familia de la que formaran parte. La ilusión de la enseñanza como ascensor social no era más que eso, una ilusión. El esfuerzo y el mérito contaban, por supuesto. Pero al cabo, hecho el correspondiente triaje de exámenes y pruebas y echadas las cuentas, los alumnos que se llevaban la palma eran los pertenecientes a la clase media-alta, mientras que los de las clases más desfavorecidas quedaban relegados al furgón de cola. Hay excepciones, claro está. La más conocida tal vez sea la de Albert Camus y su célebre carta de agradecimiento a su maestro en la escuela primaria de Argel tras la concesión del Premio Nobel. Pero las excepciones ahí quedan, como ejemplos de personas de extracción humilde cuyo talento ha conseguido descollar gracias a la confianza y el apoyo de los docentes que han creído en ellos. Con todo, por importantes que sean, en modo alguno modifican los grandes números, que son, a la postre, los que confirman o desmienten la validez de una teoría.

Han pasado seis décadas desde entonces. Y no parece que la enseñanza francesa haya puesto remedio, si remedio hay, a la disfunción que se seguía de los resultados del estudio de Bourdieu y Passeron. Peor aún, al fracaso que trae implícita esa disfunción, en la medida en que se supone que la enseñanza pública y gratuita debería tener como principal misión la apuntada por Marc Bloch en su cita, se ha sumado la “traición de los profes”, por decirlo al modo de Jean-François Revel en su magnífico El conocimiento inútil, cuya primera edición francesa es de 1988. Una traición que se ha concretado sobre todo en el progresivo abandono por parte del gremio de la obligación de enseñar y transmitir el conocimiento y su sustitución por un pedagogismo que, enarbolando la fraternidad y el igualitarismo, ha ido barriendo poco a poco de las aulas valores como el esfuerzo o el mérito.

Llegados aquí, tal vez los lectores se pregunten qué tiene que ver lo ocurrido en Francia con el caso de España. La respuesta es sencilla. La misma década en que Revel denunciaba lo que estaba pasando en su país, España se aprestaba, mediante las primeras leyes educativas con marchamo socialista, a implantar un modelo muy similar al francés. Esas leyes, cuya cumbre es la vigente Lomloe, gestada por la actual embajadora de España ante la Santa Sede Isabel Celaá, y alumbrada por la hoy ministra de Educación Pilar Alegría, han hecho bandera de la equidad, es decir, del poco peso de la brecha socioeconómica en el rendimiento de los alumnos de las clases más favorecidas con respecto al de las más desfavorecidas. Así lo reflejan, en efecto, los resultados de las pruebas del último informe PISA, que mide el nivel educativo de los jóvenes quinceañeros de los países económicamente desarrollados. Pero, más allá del dato, lo interesante es comprobar en qué se traduce esa equidad: pues en una gran bolsa de estudiantes concentrados en la parte media baja de la tabla en contraste con el exiguo porcentaje de los que destacan por su excelencia. Se trata, sin duda, de la consecuencia de unas políticas educativas tendentes a igualar por abajo el nivel del alumnado y que para ello no han reparado en disposiciones legales que les allanaran el camino, como por ejemplo la de permitir pasar de curso pese a tener tres o más asignaturas suspendidas o la de dejar en manos de cada autonomía el temario y la consiguiente evaluación de las pruebas de acceso a la universidad.
¿Puede afirmarse, en definitiva, que en España la enseñanza es un ascensor social? Sí, siempre y cuando se entienda que en la inmensa mayoría de los casos ese ascensor no va a llegar a los pisos más altos de la escalera y que estos, quien aspire a alcanzar la cima deberá subirlos a pie. O sea, con penas y trabajos. Y aun así, tocando madera, no vaya a resultar que el aparato está fuera de servicio por una avería.

¿Es la enseñanza un ascensor social?

    5 de septiembre de 2025