Uno de compromisos más notorios tomados por Alberto Núñez Feijóo en el reciente cónclave popular ha sido el de no gobernar con Vox tras las futuras elecciones generales, ni aun necesitando sus votos para superar la investidura. La importancia del anuncio, no hace falta decirlo, está tanto en su novedad –en vísperas de las últimas generales Feijóo no se cerró ninguna puerta– como en su trascendencia. Más allá de las disonancias programáticas que puedan existir entre ambos partidos –las mismas, al cabo, que hace dos años–, lo que ha pesado en el compromiso tomado y en la decisión de hacerlo público ha sido sin duda el cálculo. Y en ese cálculo han pesado una serie de factores, empezando por la propia situación política.

En julio de 2023, por más que la corrupción ya estuviera presente, tenía todavía, al menos en apariencia, un alcance limitado. Pero la investidura y la necesidad del candidato Sánchez de ceder a las exigencias del prófugo de Waterloo para superarla, unido a las demandas al alza del resto de separatismos, coronado todo con la aprobación de la ley de amnistía y su posterior bendición por un Tribunal Constitucional con una mayoría al servicio de los intereses del Gobierno han hecho de este bienio uno de los más sombríos de la democracia española. Por no hablar, claro, del reguero de escándalos que han salpicado al Ejecutivo, al principal partido que lo compone, a la familia del presidente y a la Fiscalía del Estado. No ha habido día exento de estupor para los ciudadanos. De estupor y de vergüenza ajena.

En el andamiaje de la corrupción merecen capítulo aparte Sánchez y sus muchachos, conocidos también como la banda del Peugeot. Las revelaciones de los medios de comunicación a partir de los informes elaborados por la UCO y que ya han llevado a la cárcel al penúltimo secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, demuestran a las claras la existencia de una banda criminal en el seno del partido desde hace por lo menos una década. Aunque Sánchez jure y perjure que nada sabía de los manejos ilícitos de los demás integrantes del vehículo en aquella larga marcha hacia la secretaría general con estación de término en la presidencia del Gobierno, los hechos se obstinan en desmentirle. Que Sánchez es un embustero profesional difícilmente puede ponerse en duda. (Como lo es, por cierto, Francina Armengol, la presidenta del Congreso, que este martes reconocía en el Senado que, al contrario de lo afirmado en una anterior comparecencia de hace un año, sí se había reunido con Víctor de Aldama, lo que no le impedía seguir sosteniendo que ella no había mentido, ni impidió ayer tampoco al Tribunal Supremo citarla como investigada por el mismo motivo.) Y todo indica que las revelaciones que están por llegar no harán sino confirmar la gravedad de la patología que afecta al presidente del Gobierno y en menor grado a la presidenta del Congreso.

Así las cosas, la decisión tomada por Feijóo al asegurar que no gobernaría con Vox –lo cual no excluye la posibilidad de alcanzar acuerdos puntuales en determinados ámbitos– persigue un doble objetivo. De un lado, el de arrebatar a los partidos de izquierda, con el PSOE a la cabeza, el arma de la identificación de la derecha como un todo, donde no se distingue el centro del extremo. De otro, el de facilitar a los votantes tradicionales del Partido socialista una suerte de voto prestado al PP, en la confianza de que ese último partido, en caso de gobernar, va a cumplir con el plan de regeneración esbozado por Feijóo el pasado domingo. Como es natural, dichos objetivos, y en especial el segundo, se asientan en la convicción de que el progresivo deterioro de la gobernabilidad y del principal partido del Gobierno –dos caras, al fin y al cabo, de una misma moneda– juegan a su favor. Cuanto más tiempo transcurra hasta que Sánchez –o quien presida en aquel momento el Gobierno– convoque a las urnas, más devastación institucional, más corrupción a la vista, más hartazgo ciudadano. Y tal como está el panorama hoy en día, con Sánchez encastillado en La Moncloa, ese tiempo no promete ser corto.

Friedrich Merz, el actual canciller alemán, se comprometió hace quince meses, en los últimos días de campaña para las elecciones federales, a no gobernar con la extrema derecha. Y cumplió su promesa. Feijóo se ha comprometido a lo mismo, sin esperar siquiera a que se convoquen nuevas elecciones. La apuesta es arriesgada, sin duda. Los últimos sondeos conocidos auguraban un incremento en la intención de voto de su partido, pero no suficiente aún para gobernar en solitario. Después del debate de ayer en el Congreso, la imagen de un Sánchez demacrado, cabizbajo y rendido tras el intercambio de réplicas con Feijóo permite aventurar que ese incremento será todavía mayor en las encuestas venideras. Eso si el presidente del Gobierno no arroja antes la toalla y convoca de una vez elecciones.

Lejos de Vox

    10 de julio de 2025