(Miguel Utrillo, "Visita a Julio Camba, enfermo", Abc, 12-2-1960)

¿Se puede, maestro?

    30 de noviembre de 2014
Uno de los signos palmarios de la depravación de un país y de sus gentes es el desparpajo con que exhiben sus vergüenzas. En todos los órdenes, pero especialmente en el de la moral. En eso la Cataluña de hoy constituye también un referente. Son muchos los ejemplos, pero los más elocuentes se dan sin duda en el campo de la enseñanza. Como muestra más reciente, este libro de la editorial La Galera titulado «L’abecedari de la independència». Se trata, por supuesto, de un libro escolar. Tan escolar que está pensado, como su nombre indica y la página web de la editorial ratifica, «perquè els nens i les nenes aprenguin les lletres de l’abecedari». O sea, siendo generosos —la nueva pedagogía todo lo retrasa—, pongamos que para niños y niñas de 5 años. La página web también promete que el libro —traduzco— «hará las delicias de los niños y las niñas (y adultos) y los acercará al momento histórico que estamos viviendo». Cierto. Al menos, en lo que respecta a la segunda parte de la promesa. El extracto facilitado por la editorial no incluye más que las cuatro primeras letras del alfabeto, debidamente ilustradas, pero les aseguro que son más que suficientes. La A está dedicada a la Assemblea Nacional Catalana y la ilustración muestra a adultos y niños inscribiéndose para formar parte de tan noble iniciativa. La B tiene como protagonista al burro catalán, del que tiran dos niños afanosamente, y acaso revele por sí sola el nivel de la enseñanza en la Comunidad. La C está consagrada, cómo no, a la palabra «consulta» y se ilustra con una mujer —prototipo de progre catalana— votando. Y la D —seguro que ya lo han adivinado— se vincula al derecho a decidir, ejemplificado con una mesa en la que aparecen sentados niños y adultos, armados de boli y papel, en pleno ejercicio, se supone, de semejante derecho. Eso se enseña hoy, en Cataluña, a la más tierna edad. Y no pasa nada. Quiero decir que a nadie se le ocurre meter en vereda a los depravados que han editado el libro, a la administración que lo ha bendecido, a los maestros que lo utilizan en clase o a los padres que consienten o aplauden semejante barbaridad. Esta es la ruina de país que está construyendo el nacionalismo.

(ABC, 29 de noviembre de 2014)

La Cataluña depravada

    29 de noviembre de 2014
Según todos los indicios, esta noche [o sea, la noche del día en que escribo, ayer martes para el lector] Artur Mas va a proponer, ante una selecta representación del catalanismo, un plan cuyo eje es la superación del tradicional sistema de partidos mediante su conversión en una suerte de movimiento nacional encabezado por el propio presidente de la Generalitat. Como es natural, esa propuesta tendría carácter transitorio, sólo hasta que el movimiento en cuestión alcance el paraíso de la independencia, y debería encarnarse en una lista unitaria —una «lista de país», como les gusta llamarla a los herederos del padre creador— con vistas a unas próximas y anticipadas elecciones autonómicas. O así se anunciaría, como mínimo.

Si esos indicios terminan concretándose, Mas estará en camino de salirse con la suya. (Y digo que estará en camino, porque el éxito de su propuesta, sobra añadirlo, depende en parte, pero sólo en parte, de la respuesta de las demás fuerzas políticas.) La operación es, sin duda, habilidosa. Tan habilidosa como inevitable, al menos desde la perspectiva de Artur Mas y de quienes, dentro de su partido, le siguen con los ojos cerrados. Desde los últimos comicios regionales, los de noviembre de 2012, las encuestas han venido mostrando una tendencia a la baja de CIU y, a un tiempo, un crecimiento sostenido de ERC. Meses antes del 9-N, y tal como revelaron los resultados de las europeas, el partido republicano había tomado la cabeza y no parecía que fuera ya a soltarla. Pero la fantochada consultiva ha modificado el panorama. Mas ha salido de ella como claro vencedor, no sólo ante el Gobierno central, también en lo tocante al equilibrio de fuerzas en la propia Comunidad Autónoma. Así lo confirman los últimos sondeos, en los que CIU vuelve a sacar ventaja, aunque mínima, con respecto a ERC. Y todo indica que no ha sido el peso de las siglas, ni la memoria del presidente fundador, ni la ayuda del incombustible Duran y su socialcristianismo lo que ha devuelto a CIU a esa primera posición, sino la figura de su actual presidente y presidente asimismo de la Generalitat.

Por lo demás, el independentismo, a pesar del cebamiento intensivo a que ha sido sometido por los medios de comunicación y la administración educativa, apenas ha crecido en dos años. Pero si al principio el líder futuro de la causa soberanista parecía que iba a ser el republicano Junqueras, ahora los vientos vuelven a soplar a favor de Mas. Con una diferencia sustancial respecto a dos años atrás: ahora Mas ya no encabeza un partido constituido, o una federación de partidos; encabeza un movimiento. La osmosis con la ANC y Òmnium, y en particular con sus dirigentes, ha dado sus frutos. Decididamente, en Cataluña no hay como aunar «sentiments i centimets».

Ante ese paisaje político, está por ver qué harán los republicanos. La estrategia de Mas no ofrece ya muchas dudas: olvidarse de CIU —lo que también es una forma de olvidarse de su propio mentor y sus pecados y de quitarse de encima a su socio—, crear un nuevo partido o movimiento a su imagen y semejanza y, sobre todo, no dejar de pedalear, como si de un ciclista se tratara. ERC, en cambio, se halla descolocada. Su ensanchamiento a costa de los socialistas nacionalmente agradecidos no parece que vaya a bastarles para alcanzar la anhelada centralidad del catalanismo y la consiguiente mayoría. Por si ello no fuera suficiente, el radicalismo de la CUP y quién sabe si de Podemos les está laminando parte del voto. Aun así, el problema que tienen planteado es cómo hacer frente a un movimiento que, por otro lado, no deja de ser el suyo aunque encabezado por otro. Mal asunto, ciertamente.

Y si está por ver qué harán los republicanos, tampoco se antoja muy nítida la respuesta de la verdadera oposición. No parece que aquí pueda hablarse de frentes, sino en todo caso de colaboración entre Ciudadanos y PP —porque lo del PSC, qué le vamos a hacer, es ya puro desecho, cuando no algo peor—. En ellos va a descansar, en el futuro, la esperanza y la dignidad de cientos de miles de catalanes y de millones de españoles. Porque lo que ocurra en adelante en Cataluña —y ustedes perdonen la insistencia— a todos importa.

(Crónica Global)

Hacia el movimiento nacional

    26 de noviembre de 2014
Leo, algo tarde y con verdadero asombro, que el presidente Mas ha encargado a Ferran Mascarell la puesta en marcha de una especie de torpedo llamado Volem, o sea, Queremos. Me explico. Por un lado, lo del torpedo. Vaya por delante que Mascarell es un verdadero especialista en esa clase de artimañas, pero, aun así, me cuesta creer que el presidente le haya encargado, sin recato alguno, atraer cuantos personajes con un indiscutible pedigrí de izquierda y nacionalista siguen transitando en Cataluña como un alma en pena. Y luego, claro, el nombre, tan evocador. En fin, qué se le va a hacer. En todo caso, y si de mi dependiera, no les quepa la menor duda: antes me arrimaría a esa entelequia socialcristiana de Duran i Lleida que a lo que trama Mas, Mascarell mediante. Aunque sólo sea por el nombre, Construïm, tan fabril, tan plácido, tan indefectiblemente catalán.

Queremos y podemos

    25 de noviembre de 2014
La periodista Sílvia Cóppulo se felicitaba ayer en El Periódico de que el expresidente de la Generalitat José Montilla se hubiera ofrecido a testificar a favor de Artur Mas si la querella de la Fiscalía prospera y el actual presidente acaba en el banquillo. La periodista valora en su artículo el sacrificio del expresidente al comprometerse públicamente con su sucesor porque ve en ello una expresión de la dureza del cargo y de la solidaridad que conlleva con quienes, como él, han pasado y pasan por parecidos trances —en otras palabras: valora la solidaridad de cuerpo, cuando menos del muy honorable cuerpo de presidentes y expresidentes de la Generalitat—. Pero la periodista también cree que el gesto de Montilla es positivo porque puede hacer recapacitar «a los que en España se identifican con sus posiciones» —a saber, que «Cataluña (…) no tiene ningún derecho a la autodeterminación, y que el derecho a decidir, para que exista, se tiene que haber acordado con Madrid»—. Y es que, en el fondo, lo que la periodista valora en el gesto del de Iznájar es la contradicción que supone con respecto a su forma de pensar —esto es, que alguien que no admite que pueda ejercerse un determinado derecho si no es tras acordarlo con el Gobierno del Estado salga en defensa de un representante del Estado que ha violado la ley ejerciendo ese mismo derecho y usando de la autoridad de su cargo para que un par de millones de ciudadanos cuyos asuntos tiene el deber de administrar lo ejercieran también—.

Muchos ciudadanos honrados se han escandalizado ante el comportamiento del expresidente Montilla. No les falta razón, aunque el currículo del hoy senador socialista era ya pródigo en dobleces semejantes. ¿Y el de la periodista, tal vez se pregunten? Pues no, aquí no hay doblez ninguna. Como tampoco hay, claro está, periodismo ninguno.

Dobleces catalanas

    24 de noviembre de 2014


(Felipe Aláiz, "Carlos Soldevila, entre la elegía y el pórtico", La Revista Blanca, 4-1-1935)
No estoy en el secreto de las negociaciones entre Ciutadans y UPyD, ni por tanto en el de la ruptura consiguiente, pero todo indica que el pasado jueves no había ya voluntad ninguna, a un lado y otro de la mesa, de llegar a un acuerdo. Se reunieron porque había que reunirse y luego cada cual fue a lo suyo. En todo caso, lo que ha trascendido es que Ciutadans quería un acuerdo de coalición electoral para toda España, mientras que UPyD proponía tan sólo uno ceñido a Cataluña con el argumento de que la implantación del partido de Albert Rivera en el resto del territorio nacional mediante franquicias —o sea, mediante acuerdos con fuerzas locales o regionales ya existentes— era contrario a los principios del partido fundado y liderado por Rosa Díez. Si este era el panorama, es evidente que no había nada que hacer, aparte de seguir perdiendo el tiempo. Pero, si por un lado hay que lamentar que la conjunción —siquiera electoral— de ambas formaciones se haya revelado imposible, por otro hay que reconocer que la búsqueda de un acuerdo para toda España, esto es, la propuesta de Ciutadans, se corresponde con lo que una gran mayoría de los españoles defensores del Estado de derecho y desencantados de los dos grandes partidos nacionales estaban anhelando y demandando. En otras palabras: a nadie preocupaba lo que UPyD pudiera aportar en Cataluña a una posible coalición, sino lo que pudiera resultar de una gran coalición en el conjunto del Estado para toda clase de comicios, que es lo que proponía Ciutadans. A partir de ahora, habrá que ver quién se lleva el gato al agua. Rivera ha anunciado ya trasvases de militancia de UPyD a Ciutadans. Y los sondeos más recientes apuntan también a un progresivo trasvase de votos. En realidad, estaría ocurriendo en muchos lugares de España lo que ya ocurrió cuando UPyD surgió como fuerza política y fagocitó la frágil y embrionaria estructura de Ciutadans. Lo mismo, claro, pero al revés de entonces. En circunstancias de este tipo, en las que no queda más remedio que escoger, es muy importante saber de dónde sopla el viento. Y, a día de hoy, no parece que en este punto haya muchas dudas.

(ABC, 22 de noviembre de 2014)

La dirección del viento

    22 de noviembre de 2014
«Ignoro si en aquellos años republicanos se hablaba ya de imaginario colectivo, pero casi me inclino a creer que no. Lo cual no significa, claro, que no lo hubiese. Lo había desde los últimos decenios de la centuria anterior. Desde la recuperación de los Juegos Florales, desde el advenimiento de los Almirall y los Torras i Bages. Y ese imaginario había ido diseminándose como un banco de niebla y había alcanzado el punto de máxima densidad con la República. Se llamaba catalanismo, y también regionalismo, nacionalismo o separatismo, según los gustos y el grado de condensación. En Begur, que es un pueblo encaramado a una montaña, los días de niebla son fatales. Desaparecen mares y llanos, y a duras penas logra uno ver lo que tiene a un palmo. Es verdad que la niebla acompaña; pero no deja de ser una compañía engañosa, falsaria, en la medida en que comporta la veladura de la realidad. Pues bien, ese es el paisaje moral que dibuja el nacionalismo tras su llegada al poder, cuando constituye la situación, como decían en los años treinta, o el establishment, como dicen ahora. Basta con repasar aquellos años treinta y sus consecuencias de todo orden para hacerse una idea de lo que eso podía representar. Y basta con volver la mirada hacia la Cataluña contemporánea para entender lo que eso ha representado y representa. Es cierto que, comparado con una dictadura –y lo mismo el nacionalismo de los años treinta que el actual surgen como alternativas democráticas a sendas dictaduras–, un contexto en que el nacionalismo es hegemónico, y lo es por la vía de las urnas y ratificado por las urnas, no deja de suponer un avance. Pero ello no impide, claro, que el ambiente pueda resultar asfixiante. Al menos para los que no se conforman con vivir siempre en tales condiciones y desean que la niebla escampe.»

(Filología catalana)

El nacionalismo y la niebla

    20 de noviembre de 2014
Admito que puede ser cosa de la edad. Yo soy hijo político de la Transición. El franquismo, incluso el tardo, me pilló muy jovencito aún, y mi toma de conciencia ciudadana no cristalizó hasta la segunda mitad de los setenta y primeros ochenta del pasado siglo. Soy, pues, de los que presenciaron el nacimiento de la Constitución. Y eso imprime carácter, no exento de cierto adanismo. Añadan a lo anterior que mi familia, habiendo sufrido en su propia carne —como tantísimas familias españolas, por otra parte— la guerra civil, vio en el nuevo orden constitucional, aun con sus desajustes e imperfecciones, una sutura terapéutica. Sentado lo cual, comprenderán hasta qué punto me ofende que un exprofesor de ciencias políticas, eurodiputado y flamante secretario general de un partido de nueva planta atribuya a la Constitución española de 1978 las propiedades de un candado.

Pero, como les decía, todo puede ser cosa de la edad. De la mía, de la del cerrajero especialista en candados y de la incontestable distancia que media entre ambas edades. La política española va a encontrarse dentro de nada en manos de una generación nacida cuando nacía la Constitución, año más, año menos. En todo caso, de una generación cuya vivencia del momento fue, sobra indicarlo, nula, por más que se la hayan contado. Repasemos la nómina: Pedro Sánchez (1972), Pablo Iglesias (1978), Albert Rivera (1979) y, muy probablemente, Alberto Garzón (1985) y Soraya Sáenz de Santamaría (1971). Me dirán que es normal, que se trata de un relevo natural, que la edad no perdona, etcétera, etcétera. Tal vez. Pero no me negarán que en unos tiempos en que la esperanza de vida sube como la espuma y la población envejece que da gusto, semejante relevo resulta cuando menos chocante. Y, por lo tanto, digno de consideración.

Es evidente que el barrido generacional al que estamos asistiendo es indisociable de la crisis política española. Se ha producido una identificación entre la generación protagonista de la Transición —que, más que la mía, fue la anterior— y los males que nos afectan, entre los que destaca en un primerísimo plano la corrupción. Así, ha cundido la idea de que nuestro sistema político debe ser reinicializado —por usar la neolengua de nuestros tiempos binarios— y ese convencimiento, al que no le falta, sin duda, razón de ser, ha comportado que los valores mismos de la época saltaran también por los aires. Como si la Transición, por haber alumbrado unos partidos políticos y unas organizaciones sindicales que no han sido sino correas de transmisión de esos partidos, tuviera la culpa de los desmanes cometidos por sus representantes respectivos —recuérdese tan sólo que el sintagma «pacto de la Transición», hasta hace poco tan ensalzado, se ha convertido para muchos ciudadanos en un equivalente de «pacto por la corrupción»—. Y quien dice la Transición, dice, claro, la Carta Magna, su principal fruto.

El descrédito de la Constitución, la constante apelación a reformarla aunque nadie con un mínimo de autoridad haya sido aún capaz de concretar, a estas alturas, en qué debería consistir dicha reforma, son las consecuencias visibles de la erosión a que está siendo sometido nuestro sistema político —cuando es sabido que la corrupción no va a combatirse con eficacia mediante reformas constitucionales, sino elaborando leyes ad hoc—. Puestos a utilizar un argumento para esa labor de barreno de nuestra Carta Magna, muchos han recurrido al de la edad. ¿Cómo va a respetarse un marco legal que no ha podido ser votado por una porción considerable de ciudadanos? Por supuesto, bastaría con acudir a un país cualquiera de nuestro entorno con una constitución vigente desde hace décadas para demostrar lo falaz de semejante razonamiento. Pero da igual. Lo joven vende. Y empuja. El problema es que también empujan los nacionalismos y quienes, tengan la edad que tengan, no abrigan otro propósito que destruir el sistema para implantar otro en el que aquellos viejos valores de libertad, democracia y justicia, tan propios de nuestra Transición, no son, en modo alguno, prioritarios.

(Crónica Global)

Cosas de la edad

    19 de noviembre de 2014
Parece que este jueves hay reunión y que esta será a todo o nada. No sé si celebrarlo. Quiero decir que no sé si celebrar que vamos a salir de una vez por todas de esa incertidumbre en la que llevamos demasiado tiempo instalados. Quienes hemos abogado desde el primer momento por la unión, por la fusión incluso, de Ciutadans y UPyD, estamos, ciertamente, curados de espanto. Pero ello no quita que empecemos a estar también bastante hartos del culebrón. Además, ya va siendo hora de saber a qué atenernos. O sea, si vamos a disponer de un frente amplio regeneracionista, fiel al espíritu de nuestra Constitución y abierto al mismo tiempo a las reformas que haya que acometer para preservarlo, o si, por el contrario, vamos a tener que inclinarnos por una de las dos fuerzas en liza, con la pérdida de energías y votos que esa pugna fatalmente va a conllevar. En la situación en la que se encuentra España, con dos partidos otrora mayoritarios en caída libre y dos fuerzas antisistema —los nacionalismos varios, por un lado, y los neocomunistas revolucionarios, por otro— pujantes y dispuestas a acabar con el régimen de libertades del que hemos disfrutado durante cerca de 36 años; en semejante situación, digo, lo único intolerable es la incertidumbre, en tanto constituye la antesala de la inacción. Pónganse pues de acuerdo, dirigentes de Ciutadans y de UPyD, o rompan de una vez la baraja. Que, al día siguiente, los españoles que todavía creemos en los valores de nuestra Constitución ya sabremos sacar de ello las debidas enseñanzas.

A todo o nada

    17 de noviembre de 2014


("Lo que gusta a las mujeres. Diez indicaciones para parecer más joven", Mi Revista, 1-9-1938)

No arrugue la frente ni el entrecejo

    16 de noviembre de 2014
Tras el esperpento votivo del pasado domingo, todo indica que el presidente Mas quiere seguir gobernando —es un decir— por vía asamblearia. No diré que funcione como Podemos y sus círculos, pero no andará muy lejos. El abrazo del día de autos con el cupero Fernàndez revela, en realidad, una profunda sintonía entre ambos líderes políticos. Mucha más, en todo caso, que la que el presidente alcance a establecer con el republicano Junqueras, un rival al fin y al cabo, alguien que tarde o temprano puede apearlo del trono. No así Fernàndez. Este jueves el Parlamento autonómico aprobó una moción de la CUP en la que sus señorías —o sea, las de la CUP, CIU, ERC e ICV-EUiA— asumían «de forma solemne y colectiva todas las consecuencias que se pudieran derivar» de lo sucedido el domingo anterior en Cataluña. Y en la que, al tiempo que rechazaban todo intento de pedir responsabilidades por vía judicial, calificaban la «línea de actuación del Gobierno de los populares» de «criminalización de las movilizaciones ciudadanas». Como ven, un lenguaje muy propio de Fernàndez y muy alejado, hasta hace cosa de un mes, del de Mas y los suyos. Porque si algo ha cambiado en todo este asunto de Cataluña desde aquella comparecencia del presidente autonómico para dar cuenta de sus reuniones con sus socios consultivos tras la primera suspensión cautelar del 9-N por parte del Constitucional, son las formas y lo que dejan traslucir. Hemos entrado, sin recato alguno, en la fase de la bravata, la arrogancia, la chulería. En la de la sandalia, vaya. Así cabe entender las palabras de Mas el mismo domingo, aquel aquí me tienen, o las más recientes del miércoles, aquello de «el Estado ya no nos da miedo». Mas pastorea el rebaño, mientras Fernàndez, con la inapreciable ayuda de las Forcadell y Casals de turno, lo incita a tomar la calle azuzándolo contra el enemigo exterior. A la progresiva disolución del Estado —a la que tan diligentemente contribuye, por cierto, el Gobierno central— se suma, pues, la del propio sistema de partidos nacionalistas. Es la Cataluña insurrecta, asamblearia. La Cataluña del Movimiento. La Cataluña de Mas.

(ABC, 15 de noviembre de 2014)

La Cataluña del Movimiento

    15 de noviembre de 2014
Si la edad les alcanza, tal vez recuerden aquella campaña que, allá por los años cincuenta del pasado siglo, el régimen franquista ideó para combatir el hambre. «Siente un pobre a su mesa», se llamaba. Y si no les alcanza la edad o el recuerdo pero les gusta el cine, seguro que habrán visto esa joya llamada Plácido —y que, de no mediar la censura, se habría llamado precisamente «Siente un pobre a su mesa»— en la que Luis García Berlanga recreaba con mano maestra la susodicha campaña en una ciudad de provincias. Pues bien, hoy Oriol Junqueras parece haber emprendido una iniciativa similar, aunque adaptada a los nuevos tiempos, felizmente democráticos. De precisar un lema, ese podría ser «Ponga un negro en su foto». Pero el hombre —ya sea el negro en cuestión, ya el propio Junqueras— no ha tenido fortuna. Si se fijan, en la primera de las instantáneas, la de la agencia EFE, en la que el líder de ERC sale rodeado de prohombres y promujeres de las artes y la cultura catalanas anunciando un nuevo país, nuestro héroe aparece en el ángulo inferior izquierdo de la foto. Pero en la segunda, en la de Albert García para El País, su imagen se ha fundido, por efecto de los juegos de luces, el encuadre, el momento del discurso; en fin, del azar, supongo. Por descontado, no seré yo quien dude de los méritos del interfecto —de quién ignoro la identidad, y bien que lo siento— para compartir protagonismo nacional con los Llach, Puigcorbé, Bozzo, Tresserras, etc. Ni del fair play de Junqueras al no situarlo en el centro de la foto, junto a la estrella llorona de la vieja cançó, para evitar que algún desalmado le eche en cara el uso partidista de la raza. Pero, claro, ni tanto tan calvo. Porque luego pasa lo que pasa. Es decir, que no hay campaña. Y eso, en tiempos de penuria electoral, es lo peor que puede pasarles a los partidarios de la República catalana.

Ponga un negro en su foto

    13 de noviembre de 2014
Cualquier español poseedor de un carné de conducir —e incluso si no lo posee, como es, de momento, mi caso—, sabe que existe un código de circulación. Y que ese código hay que respetarlo, o sea, cumplirlo, so pena de exponerse a una sanción. Es más, desde 2005 está vigente en España una ley de tráfico que introduce un sistema denominado «permiso y licencia de conducción por puntos», ley que ha sido reformada en años sucesivos aunque sin modificar el sistema en cuestión. En paralelo, se han intensificado los controles de alcoholemia y perfeccionado los de velocidad, hasta tal punto que todo conductor sabe hoy en día a lo que se expone si viaja con una copa de más o acelera más de lo debido. En el mejor de los casos, perderá sólo algunos puntos del crédito de que dispone; en el peor, se quedará sin carné o dará incluso con sus huesos en la cárcel. Los efectos de ese nuevo marco legal son de sobra conocidos: han disminuido los accidentes y, en consecuencia, se ha reducido considerablemente el número de muertes en nuestras carreteras. O, si lo prefieren, ha aumentado la seguridad de automovilistas y motociclistas. De todos, por más que, como es lógico, sea imposible garantizar esa seguridad al cien por cien, dado que siempre hay algún loco que no atiende a razones ni a sanciones y está dispuesto incluso a jugarse la vida poniendo en peligro la de los demás.

Figúrense ahora que, con ese marco legal en vigor, la Guardia Civil o las policías autonómicas de Cataluña y País Vasco, tras comprobar que la velocidad de un conductor o su grado de ingesta alcohólica son manifiestamente excesivos, se limitaran a mirar para otro lado, esto es, a no aplicar la ley sancionando al infractor con arreglo a la falta o al delito cometidos. ¿Qué pensaría el infractor? Pues, como mínimo, que ancha es Castilla —o Cataluña o el País Vasco—. ¿Y qué pensarían los demás y, en especial, los que nunca cometerían adrede una infracción parecida? Pues que la ley es papel mojado. Y, al mismo tiempo, sentirían una gran desazón, una sensación de profundo desamparo ante la evidencia de que el Estado, que es a quien compete garantizar la seguridad vial de los ciudadanos —y, por extensión, su seguridad jurídica—, no está por la labor que tiene encomendada.

Algo parecido han sentido muchísimos españoles este domingo al constatar como el Gobierno central permanecía impasible ante la violación del Estado de derecho que se estaba produciendo en Cataluña. Durante los días anteriores, tras la segunda de las sentencias del Constitucional suspendiendo de forma inequívoca toda acción relacionada con lo que el propio presidente de la Generalitat había rebautizado como «proceso participativo», ya tuvimos ocasión de comprobar hasta qué punto Mas y sus derviches estaban dispuestos a llevar la cosa hasta el final. Y no en la sombra, sino en un primerísimo plano. Y también comprobamos, por boca del ministro de Justicia, que este no era el caso del Gobierno. Pero la bravuconería, la desfachatez y la chulería del presidente de la Generalitat llegó a su máxima expresión el mismo domingo, cuando desafió los tímidos intentos de la Fiscalía por aplicar la ley en lo tocante a la apertura de locales públicos y a la presencia en ellos de funcionarios indicando que asumía toda la responsabilidad. Y tampoco pasó nada.

Porque, en realidad, ya había pasado todo. El «proceso participativo» del 9-N había constituido un éxito para los inductores, organizadores y ejecutantes de la burla a la democracia, esto es, para los violadores de la ley, y un fracaso para los encargados de cumplirla y hacerla cumplir. Y eso ya no tiene remedio, por más que intente compensarse ahora con apelaciones a la Fiscalía y con alusiones a la patochada electoral, a su falta de validez jurídica y a los parcos, por imprevistos, porcentajes de participación y voto independentista. Cuando alguien puede saltarse la ley y montar lo que se montó hace tres días en Cataluña sin que tal comportamiento traiga consecuencias, es que el Estado no existe. En otras palabras, es como si aquí todo Dios pudiera circular borracho y a 200 por hora sin que nadie le llamara al orden y lo metiese en vereda. El desamparo ciudadano, convendrán en ello, no puede ser mayor.

(Crónica Global)

Desamparados

    12 de noviembre de 2014
Hay que celebrar, sin duda alguna, que, en medio de tanto hierbajo tercerista y equidistante, el editorial de El País haya acertado a colocar esta frase: «La cuestión catalana ha superado ya el marco estrecho de un conflicto entre dos Gobiernos para convertirse en un problema de los españoles». Algunos, modestia aparte, habíamos llegado ya a esa conclusión hace meses, si no años, sin necesidad de atenernos a otro marco que el de la ley. Lo que no quita que hayamos considerado siempre, y en especial ante la inacción del conjunto de nuestra clase política, que una cuestión de esta índole a quien compete resolverla, en última instancia, es al Gobierno de España. Precisamente por ser un problema de los españoles. De todos los españoles.

Un problema de los españoles

    11 de noviembre de 2014
En Lérida, hace unos días, en una sucursal de La Caixa.
Entra un hombre y pregunta por el delegado, que si está y puede hablar con él.
El delegado está y sale a recibirle al punto. Se conocen. El hombre no sólo tiene sus ahorros en la oficina, sino que se trata de un buen cliente, de esos que un delegado de oficina o director de sucursal —tanto monta, monta tanto— no pueden permitirse el lujo de perder. Y ese cliente anda hoy preocupado, muy preocupado. Por eso ha venido.
—Verá, como usted sabe, tengo aquí mis ahorros. Y no sé qué va a pasar.
—¿No sabe qué va a pasar? ¿Cuándo?
—El día en que esa gente proclame la independencia.
—Ah, tranquilícese usted. A usted y a sus ahorros no les va a pasar nada.
—Yo no estaría tan seguro. Esos son capaces de nacionalizar los bancos o de imponer un corralito. O qué sé yo.
—Imposible. Ojo, no estoy diciendo que no sean capaces de eso y de cualquier cosa; digo que sus ahorros no corren ningún peligro.
—Como no me lo explique…
—Muy sencillo: La Caixa tiene ya un protocolo para el caso en que se produzca esa declaración de independencia.
—¿Un protocolo?
—Sí, está todo previsto.
—…
—En cuanto den el paso, todo el dinero depositado en Cataluña pasará inmediatamente a estar depositado en Madrid. O sea, en España. Bastará con apretar el botón, como quien dice. Ya ve que no tiene usted nada que temer.



(Eugenio d'Ors, "Unamuno, Maragall y la palabra", La Vanguardia, 23-10-1945)
Ciudadanos:

Todos nosotros tenemos la suerte de vivir en un Estado de derecho. En España. Compartimos una Constitución que ampara nuestros derechos y fija nuestros deberes. Dentro de sus límites, podemos diseñar nuestro perfil político: compartirlo con otros muchos o elegir ser distintos a todos los demás. Nuestra ciudadanía no está condicionada por el lugar donde hemos nacido o vivimos, ni por nuestro origen familiar, ni por nuestros gustos culturales o ideológicos. Somos ciudadanos, es decir gobernantes, del territorio plural que gestiona nuestro Estado.

Mañana, en una de las regiones españolas, tan nuestra como el resto, se va a proceder a un acto simulado de democracia con la intención de privarnos de una parte de nuestra soberanía ciudadana y de mutilar nuestros derechos políticos.

Queremos denunciar alto y claro este atropello. Queremos seguir compartiendo con todos los ciudadanos españoles nuestra soberanía. Queremos defender este país unido ante los que pretenden su mutilación sectaria. No reconocemos legitimidad alguna a los intentos de fragmentar nuestra ciudadanía apelando a supuestos derechos preconstitucionales.

Y, por tanto, exigimos del gobierno del Estado español que defienda con firmeza nuestra ciudadanía común.

En Palma de Mallorca, a 8 de noviembre de 2014

Sí me importa el 9N

    8 de noviembre de 2014
Yo no sé qué va a ocurrir mañana en Cataluña. Pero si sé que algo va a ocurrir y que ese algo es de una gravedad extrema. Por supuesto, lo grave no son las urnas de cartón, ni los falsos censos, ni el sentimentalismo desbordado de tanto independentista entrado en trance. Lo grave es que la Generalitat, esa institución del Estado, haya promovido, amparado y costeado lo que vaya a ocurrir. Hace una semana me preguntaba aquí mismo qué haría Artur Mas después de la más que previsible segunda suspensión del Constitucional. Ahora ya lo sé: por un lado, ha dejado que sus voceros habituales afirmaran que eso no hay quien lo pare; por otro, no ha tenido ningún empacho en asegurar —como hizo ayer mismo— que el gobierno que preside va a seguir liderando la organización del 9-N, aunque los votos los cuente la ANC. Y esa zorrería, de la que tanto alardeó el día en que convirtió la «consulta» en un «proceso participativo», está a punto de dar sus frutos. De momento, el ministro de Justicia ya ha anunciado que «si la Generalitat no promueve actuaciones» —a saber qué entiende por «actuaciones»— no será necesario intervenir; al fin y al cabo, ha remachado el propio ministro, «nadie va a impedir la libertad de expresión de los ciudadanos». Por supuesto, nadie tiene por qué impedirla, siempre y cuando esa libertad de expresión sea la feliz resultante de un proceso que haya discurrido por los cauces legales, lo que, sobra añadirlo, no ha sido el caso. Supongo que detrás de la permisividad del Gobierno central está la voluntad de evitar incidentes con los alzados, de no darles, como quien dice, razones de enojo ni argumentos para el victimismo. Pero esa permisividad entraña un grave riesgo y es la erosión del Estado, o lo que es lo mismo, de los derechos y deberes de sus ciudadanos, depositarios de la soberanía nacional. Y, entre esos derechos y muy principalmente, el de seguir siendo, a todos los efectos, ciudadanos libres e iguales. Por ese motivo, aunque las urnas sean de cartón y el censo un artilugio sin garantía ninguna, la afrenta de mañana no puede ni debería quedar impune.

(ABC, 8 de noviembre de 2014)
El sábado 8 de noviembre a las 12:00
en la Plaza del Ayuntamiento de Palma de Mallorca.

8 de noviembre

    7 de noviembre de 2014
La única pregunta que cabe hacer ante la obscena necrolatría perpetrada por quienes dicen que les ha llegado la hora y producen y difunden este vídeo por el que desfilan toda clase de cadáveres —de músicos, de activistas, de escritores, de charnegos agradecidos y, muy principalmente, de los presidentes que tuvo la Generalitat el pasado siglo—; la única pregunta que cabe hacer es: ¿y Tarradellas? ¿Nadie vota por él? ¿Será posible? Lo es. Y ese simple olvido basta para entender lo que está ocurriendo en Cataluña. En efecto, el 9-N nadie tiene intención de votar por el hombre que trajo la autonomía a Cataluña y contribuyó como el primero a la reconciliación de todos los españoles.

¿Y Tarradellas?

    5 de noviembre de 2014
Un tal Néstor Salvador, militante del SAT, el Sindicato Andaluz de Trabajadores, participó la otra noche en un mitin organizado por la ANC en el barrio barcelonés de Sant Martí. En el mitin también estaba, aparte de la recurrente Carme Forcadell y del presidente de la Fundación Pare Manel, el presidente de Súmate, apéndice castellanohablante de la ANC. Y he aquí que el tal Néstor, micro en mano y remachando su discurso con la otra, como si de un martillo se tratara, dijo lo siguiente: «No debemos olvidar que ante la gestión nefasta del Gobierno andaluz, miles de andaluces vinieron a Cataluña a trabajar, y gracias a que se les acogió tienen un futuro. Nosotros no olvidamos que el pueblo catalán nos acogió con los brazos abiertos». Curiosas palabras. O sea que para ese sindicalista pseudorevolucionario —no de otro modo cabe calificar a los que asaltan fincas y supermercados, y viven a un tiempo del dinero público— las oleadas migratorias de los sesenta y setenta del pasado siglo en Cataluña fueron culpa de un presunto gobierno andaluz de nefasta gestión y suponemos que también recuerdo. ¡Como no lo presidiera en la sombra el egabrense José Solís Ruiz, más conocido como la sonrisa del régimen! En fin. Y ese pueblo catalán de los brazos abiertos, tan de postal, no aguanta el menor contraste con la realidad. A no ser, claro, que el pueblo sea sólo lo que ellos, erigidos en sus valedores, acuerdan que es.

En todo caso, el episodio ilustra a la perfección las artes torticeras del nacionalismo. Por un lado, manejando a la inmigración —y no sólo a la de la propia Península— a su antojo. Basta ver con qué fervor de charnego agradecido se comportan algunos de sus representantes. Luego, aliándose con la izquierda antisistema para allanar algo más que un supermercado o un cortijo. Para allanar la casa de todos, esto es, la España que nos dimos la inmensa mayoría de los españoles en 1978.

El esperpento catalán (6)

    3 de noviembre de 2014


(Carlos Sampelayo, "El hombre del café", Heraldo de Madrid, 9-10-1924)

Nuestro tipo de raza

    2 de noviembre de 2014
El Consejo de Estado y el Gobierno de España han hecho lo que debían. Dentro de un par de días, el Tribunal Constitucional hará con toda seguridad lo que debe. ¿Qué hará luego el Gobierno de la Generalitat? De momento su estrategia se asemeja de modo alarmante a la del Ejecutivo de ERC que presidía en 1934 Lluís Companys. Entonces el motivo fue la Ley de Contratos de Cultivo. Ahora es la convocatoria de esa «consulta» trasmudada en «proceso participativo». Entonces, tras el fallo del Tribunal de Garantías de la República —el Constitucional de aquellos tiempos—, el desacato consistió en volver a presentar y aprobar la misma ley en el Parlamento catalán, sin tocar una coma del texto. Ahora, tras el fallo del Alto Tribunal suspendiendo cautelarmente la convocatoria, el desacato ha consistido en cambiarle el nombre a la cosa, en sustituir todo acto administrativo por instrucciones telefónicas y digitales y en mantener, a un tiempo, el propósito inicial y la formulación de la doble pregunta, sin tocar una coma del texto. El desafío, pues, está servido. Sobra añadir que lo que vino luego en el 34 no vendrá en el 2014. Lo cual no significa, por desgracia, que la violencia esté descartada. El doble juego —por llamarlo del algún modo— al que se ha entregado el actual presidente de la Generalitat, afectando obedecer la ley y burlándola a cada paso, va a traer consecuencias. Inmediatas, y a medio y largo plazo. Entre las inmediatas está lo que pueda ocurrir en la calle el 9-N. La CUP ha llamado a ocuparla para votar. ICV ya propugnó hace días, ante la suspensión, una movilización alternativa. Y la ANC y Òmnium pedían este jueves a sus rebaños respectivos que el día de autos se agolpen a las puertas de los colegios electorales —por llamarlos de algún modo—. ¿Qué hará el Gobierno de la Generalitat?, insisto. O mucho me equivoco o no hará nada para impedir el caos, que es como decir que seguirá promoviéndolo. De perdidos al río, parece ser la máxima de Artur Mas y su camarilla. Así las cosas, no queda sino esperar que, llegado el momento, la corriente arrastre sólo a quienes se lo han ganado a pulso.

(ABC, 1 de noviembre de 2014)

Antes del caos

    1 de noviembre de 2014