1. La Universitat Catalana d’Estiu (UCE) es uno de tantos abalorios del nacionalismo catalán sin otra razón de ser que la de alimentar el propio nacionalismo. Sobra decir que de universidad no tiene nada. Ni siquiera de universidad de verano, que ya es ponérselo fácil. En consonancia con ello, el rector actual está mucho más cerca de un payés que acaba de bajarse del tractor que de cualquier otra figura social conocida. La UCE ha cumplido ya 44 veranos. Por descontado, gracias al dinero público. Aparte de evidenciar la transversalidad del catalanismo y una entelequia llamada Països Catalans, la universidad sirve para que los políticos autonómicos se pasen por ahí a mediados de agosto y hagan, uno a uno, su pequeña deposición. Nacionalista, claro. El hedor que desprende aquello el día de la clausura suele llegar, como mínimo, hasta el 11 de septiembre.

2. Este año el centro de interés de la UCE ha sido la presencia o no de miembros del Gobierno regional en la manifestación independentista de la Diada convocada por la Asamblea Nacional Catalana. Que si voy, que si no voy. Toma debate. Hasta la vicepresidenta Ortega se ha mojado —aunque su asistencia, ha precisado la aspirante al título de psicóloga, sería a título personal—. Lástima que, en paralelo, nadie haya pensado en organizar un curso sobre la política de subvenciones en la última década que incluyera, como caso práctico, las concedidas a las entidades componentes de la Asamblea Nacional Catalana. Habría enriquecido el debate.

3. Los socialistas catalanes, por boca de su primer secretario, entonan ahora el «mea culpa» por haber renovado, cuando gobernaban, los conciertos a las escuelas que separan a los alumnos por sexos. Menudo cinismo. Que se superpone al prejuicio ideológico de considerar que separación equivale por fuerza a segregación. Como siempre, a la izquierda los resultados académicos le importan tres cominos. Y, mientras, a la libertad que la zurzan.

(ABC, 25 de agosto de 2012)

Apuntes veraniegos (4)

    25 de agosto de 2012
1. A toda esa panda de asesinos convictos y supuestos huelguistas de hambre entre los que se encuentra Iosu Uribetxeberría Bolinaga deberían administrarles, además de la ley, una lectura obligatoria: «Un mundo aparte», de Gustaw Herling-Grudzinski (Libros del Asteroide). Y, en especial, la segunda parte, donde se narran los efectos de una huelga de hambre en un campo de trabajo soviético, a comienzos de los años cuarenta. No sólo para que vean lo que se pierden viviendo en un Estado de derecho; también para que se deleiten soñando con un sistema penitenciario que, al fin y al cabo, es el suyo.

2. Bien está lo que ha dicho Carles Duarte, el flamante presidente del CoNCA. En efecto, «debería ser posible» que un escritor catalán en lengua castellana pueda obtener el Premio Nacional de Cultura de la Generalitat en su modalidad de literatura. Ocurre, sin embargo, que Duarte lo dice desde la independencia de su cargo actual, por más que en el pasado desempeñara altas responsabilidades en los gobiernos de Jordi Pujol. Vaya, que el consejero Mascarell y el Gobierno del que forma parte no tienen por qué hacerle caso. Lo cual es una lástima, sobra añadirlo. Nadie merece más ese premio que algunos escritores catalanes en lengua castellana. Sin su decidida connivencia con el nacionalismo a lo largo de tres décadas, muy poco de lo que ahora nos afrenta habría sido posible.

3. Confieso que, al leer el titular, mi primera reacción fue de pavor. ¿Cómo, Miguel Ríos, Pedro Almodóvar o Almudena Grandes —por poner tres ejemplos— exhibiéndose tal como vinieron al mundo para manifestarse en favor de los derechos de autor? Luego, cuando entré en el cuerpo de la noticia, todo se aclaró. Y es que la exhibicionista en cuestión, la escritora Vanessa de Oliveira, atesoraba ya al parecer otras exhibiciones de esta índole antes de la de la Bienal del Libro de Sao Paulo. En fin, que era una profesional, lo que no puede decirse, ¡ay!, de los nuestros.

(ABC, 18 de agosto de 2012)

Apuntes veraniegos (3)

    18 de agosto de 2012
 Decía Stéphane Lauzanne en Sa majesté la presse (1925), un libro que gozó de cierto predicamento entre los reporteros catalanes de finales de la década de los veinte, que un periodista no era merecedor de tal nombre si no poseía dos grandes cualidades, la visión y el estilo. Por visión, el entonces redactor jefe de Le Matin entendía la capacidad de abarcar en un abrir y cerrar de ojos la totalidad de una escena, de captar al vuelo un gesto, una mirada; por estilo, la de describir, en un número de líneas determinado, lo que uno había sabido ver. Pues bien, así las cosas, no hay duda de que Irene Polo, iniciada en el periodismo en 1930, tuvo visión y tuvo estilo, y ello en un grado considerable. No fue la única, ciertamente. Polo (Barcelona, 1909) formó parte de una generación, la de los nacidos entre 1897 y 1911 –vamos a dar por bueno el periodo orteguiano–, cuya producción alcanzó su máximo nivel en los años treinta y que no sería en lo sucesivo, por razones que resultaría prolijo enumerar aquí, superada por ninguna más. Fue la generación que sustituyó las patas de la mesa de redacción por las propias, esto es, la que salió a la calle y echó a andar para después contarlo; la que apostó, en especial, por un género, el reportaje; la generación, en fin, de Manuel Chaves Nogales, Josep Pla, Paulino Masip, Eugenio Montes, César González-Ruano, Josep Maria Planes, Josefina Carabias o Carles Sentís, entre otros muchos.

En ella Irene Polo tuvo un papel relevante –aunque limitado, claro está, al radio de influencia de la prensa en catalán y a los pocos años, seis apenas, en que ejerció el oficio–. Desde sus primeros reportajes, a mediados de 1930, en la excelente y efímera revista Imatges –que Sergi Doria rescató felizmente del olvido hace ya más de una década– hasta la última pieza publicada en el modernísimo vespertino Última Hora, el 5 de febrero de 1936, sus escritos obtuvieron el favor del público, cuando menos a juzgar por lo que han referido, en sus libros de memorias, algunos de sus compañeros de profesión y por las controversias de todo tipo que suscitaron y cuyo rastro puede seguirse en los diarios de la época. Es verdad que esa notoriedad de la periodista cabe atribuirla, en gran medida, a los temas de sus reportajes. Sobre todo a partir del momento en que estos derivan hacia las cuestiones sociales y hacia la consiguiente denuncia: los asilos de Barcelona y el problema de la mendicidad; la convivencia entre nativos e inmigrantes en las minas de potasa de Sallent, donde el terrorismo anarquista había encontrado un caladero; o, más generalmente, los conflictos derivados del mundo laboral y de las condiciones de trabajo de muchos empleados. Luego, esa denuncia la extenderá Polo al campo de la política, con una serie de reportajes sobre las prácticas corruptas y violentas de los capitostes de Estat Català o con el relato del famoso mitin de José María Gil Robles y las Juventudes de Acción Popular en El Escorial, de abril de 1934.

Y si es cierto que la notoriedad de su trabajo guarda relación con ese afán por denunciar cuanto merecía ser denunciado, también lo es que su condición de mujer, y de mujer moderna, ilusionadamente republicana, de costumbres liberales –practicante, por ejemplo, del nudismo–, con una homosexualidad nada reprimida, debió de contribuir, en un oficio ocupado de punta a cabo por los hombres, a acrecentar esa curiosidad, ese interés por ella y sus trabajos. Pero, sin menoscabar en absoluto dichos factores, lo que en verdad debía de atraer del periodismo de Irene Polo –y, sobre todo, lo que sigue atrayendo de él cuando han pasado más de tres cuartos de siglo– es, por volver a Lauzanne, su visión y su estilo. Lo mismo sus reportajes que sus entrevistas o sus comentarios tienen siempre ese destello de inteligencia proyectada sobre el detalle, el gesto o la palabra que sirve para caracterizar un ambiente o un personaje. Una inteligencia, por cierto, no exenta de humor ni de candor. En este sentido, es muy posible que el yo de la reportera, exhibido sin reserva alguna cada vez que la situación lo aconseja o el diálogo lo exige, al ser un yo veinteañero, ayude a crear esa sensación candorosa, que tan productiva resulta.

Lo que nos lleva a hablar del estilo. Porque el estilo de la periodista es fiel a esa ingenuidad. Al menos a primera vista. Su lenguaje es llano, directo, surcado de castellanismos propios del catalán de Barcelona. Polo tuvo que abandonar los estudios muy joven para ganarse la vida durante cerca de tres años –lo confiesa en uno de sus reportajes– “en una de esas compañías” donde el trabajo “embrutece”, por lo que su formación fue en gran medida autodidacta. De ahí, sin duda, esa falta de andamiaje académico en su escritura, esa espontaneidad tan próxima a la oralidad que la caracteriza. Lo que no impide, claro, que su estilo sea el resultado de un artificio; solo que en ese artificio la base coloquial es la que manda. Por lo demás, las frecuentes interpelaciones al lector y hasta ese humorismo, más o menos larvado, al que ya me he referido favorecen también la coloquialidad en que se sustenta su prosa y que constituye, al cabo, uno de los rasgos más notorios de su producción.

Pero lo que convierte a Polo en una periodista de su tiempo, distinta incluso en eso a algunos de sus compañeros de generación, es la costumbre de ir dejando en el reportaje el rastro de su propio quehacer –el modus operandi, como si dijéramos–. Julio Camba, en un artículo publicado durante la Gran Guerra, había atribuido esa característica al periodismo americano. Claro que Camba la vinculaba al sensacionalismo de los Hearst y Pulitzer, que les llevaba a falsear la realidad con tal de ir aumentando las ventas y donde el propio reportero y sus hazañas asumían un papel protagonista, más próximo a las de un explorador intrépido que a las de un sabueso policial. No es este el caso de Polo, por más que en muchos de sus trabajos su presencia en la narración sea notoria y su función consista también en pesquisar. Y no lo es, en primer lugar, porque aquí no hay ficción ninguna y, luego, porque la reportera no se erige nunca en protagonista de lo que narra. Lo que sí hace es dejar constancia de su presencia en el lugar de los hechos, como si de la baba de un caracol –y ustedes perdonen la analogía– se tratara. A veces, con fórmulas del tipo “yo he visto”, “yo he estado” –tan usadas en estos mismos años por Chaves Nogales, entre otros–, a veces con la simple enumeración de los pasos dados para llegar a donde se ha llegado. Valor testimonial, pues. Pero, al mismo tiempo, valor demostrativo, probatorio –factual, en una palabra–. Hasta el punto de que el recurso puede erigirse incluso en el eje del reportaje, como ocurre con el que dedicó en Imatges a la caza y captura de Francesc Cambó en busca de unas declaraciones imposibles sobre los propósitos políticos del dirigente de la Lliga, o como el que acompaña estas líneas, publicado en Opinió, en que el objetivo de entrevistar a Pedro Rico acaba frustrándose, qué remedio, y el resultado es un retrato primoroso del alcalde republicano de Madrid.

A principios de enero de 1936, a raíz de la muerte de Valle-Inclán, Polo entrevistó para Última Hora a Margarita Xirgu, que estaba representando en aquel momento, en el Principal Palace de Barcelona, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, de García Lorca. En realidad, eran las últimas actuaciones de la actriz y su compañía en España, pues se aprestaba a iniciar una gira de dos años por la América hispanohablante. Según había indicado la propia periodista en un artículo publicado en septiembre del año anterior en L’Instant y dedicado precisamente a Xirgu, la mencionada tournée obedecía más a la falta de perspectivas profesionales de la actriz en su país que al deseo de conquistar nuevos públicos. Y, así las cosas, a Polo se le había escapado entonces un “de buena gana os seguiría, admirable Margarita Xirgu”, en el que sin duda influía, aparte de otros factores, un reciente desengaño amoroso que invitaba a poner agua de por medio. Quizá por esa razón, cuando al realizarle meses más tarde la entrevista y pedirle medio en broma que se la llevara de gira se encontró con que la actriz le proponía muy en serio que se embarcara con ella como representante de la compañía, no se lo pensó dos veces y le respondió que encantada. La profesión, a la que estaba muy ligada, le ofreció aquel enero un banquete de despedida. Ella prometió realizar grandes reportajes durante el viaje y, a su término, reintegrarse al oficio. No pudo cumplir sus promesas. Envió un solo artículo a la revista Meridià, en enero de 1938, y jamás volvió a pisar su amada Barcelona ni a ejercer el periodismo.

Irene Polo se suicidó en Buenos Aires, el 3 de abril de 1942, víctima de una larga depresión. Tenía 32 años.

(Letras Libres, agosto de 2012)

Irene Polo, periodista

    15 de agosto de 2012
Hay libros que no se sabe muy bien por qué motivo nunca se han traducido. En fin, sí se sabe. O, como mínimo, se intuye. Razones editoriales, sin duda. El resultado de confrontar los costes de edición con las expectativas de venta. En otras palabras, para qué poner en el mercado un libro del que no se van a vender, siendo optimistas, más que unos cientos de ejemplares. Claro que el motivo también puede ser otro. El desconocimiento de la obra, por ejemplo. O sea, el que ni siquiera haya llegado a plantearse en algún momento, en el mundo editorial, la posibilidad de traducirla y editarla en español. De un modo u otro, el resultado es el mismo: el libro no existe, salvo para algunos privilegiados que han tenido acceso a él en la lengua original gracias a una lectura orientadora, a una cita bibliográfica, a la recomendación de un amigo o a la simple casualidad de haber descubierto un ejemplar en una librería o en una biblioteca.

Uno de estos libros para nosotros inexistentes, y cuya inexistencia nunca lamentaremos bastante, es el ensayo de Jacqueline de Romilly «L’enseignement en détresse». Cuando su autora lo publicó, en 1984, contaba con setenta años de edad y con casi cincuenta dedicados a la enseñanza de la lengua y la cultura griegas. Además, había escrito numerosas obras, la mayoría en torno a la Grecia Antigua y alguna también sobre la docencia. Pero fue en el cuarto de siglo posterior —y hasta el año mismo de su muerte, en 2010, con 97 cumplidos— cuando su producción ensayística alcanzó las máximas cotas. De ese periodo data su Pourquoi la Grèce? —este sí traducido—, que Mario Vargas Llosa reivindicaba no hace mucho como antídoto intelectual a no pocas de las tribulaciones por las que pasa hoy en día Europa. Romilly tiene también entre sus méritos el haber sido la primera mujer en formar parte del Collège de France, la segunda en ingresar en la Academia Francesa —la primera fue Yourcenar— y la quinta en recibir la Gran Cruz de la Legión de Honor.

Pues bien, cuando esa humanista auténtica —como la definió Carlos García Gual en la necrología que le dedicó— sintió la necesidad de escribir un ensayo sobre el estado de la enseñanza en Francia, lo hizo movida por dos impulsos, el de helenista y el de docente, que en su caso eran uno y lo mismo. La reforma radical del sistema educativo, en sus tramos primario y secundario, llevaba ocho años vigente —desde la ley Haby, de 1975— y sus efectos, pues, podían ya evaluarse. Por otra parte, se estaba debatiendo entonces en la Asamblea Nacional y en la opinión pública el contenido de la nueva ley sobre la enseñanza superior —bautizada con el nombre del ministro Savary y que entraría en vigor el mismo 1984—, lo cual permitía disponer de la última pieza que faltaba en el proceso de remoción del sistema. En síntesis, una visión de conjunto era ya posible y, para alguien como Jacqueline de Romilly, además de posible, obligada.

En eso consiste «L’enseignement en détresse», en la amarga reflexión de una ilustre docente de setenta años sobre lo que ha devenido la educación en Francia y sobre lo que puede todavía devenir si nadie le pone remedio. Pero la oportunidad de traducir el libro, de contar en el mercado editorial español con una obra titulada «La enseñanza en peligro» —y de contar con ella cuanto antes mejor—, no estaba únicamente en el interés que cualquier persona vinculada a la educación habría tenido por un ensayo de semejantes características —al fin y al cabo, la educación francesa siempre había sido un modelo para el alma ilustrada española—, sino en su valor sintomático y admonitorio. Porque resulta que la reforma implantada por entonces en Francia es prácticamente la misma que ya andaba cocinando en aquella época la izquierda española y que acabaría concretándose primero, de forma tímida, en la LODE (1985) y luego, ya sin rebozo, en la LOGSE (1990). Y porque la obra, escrita con una claridad soberana y dotada de un recio armazón argumentativo —como sólo se encuentran, por cierto, en los grandes ensayistas—, y en la que no falta, aquí y allí, el testimonio personal de la autora, constituye una impugnación en toda regla de los principios rectores del nuevo sistema educativo francés.

Para Romilly, dos son las causas principales del marasmo que aqueja a la enseñanza en su país: el igualitarismo y la politización. Lo que no significa que esas causas hayan surgido en 1975, con la promulgación de la ley vigente. No, son manifiestamente anteriores. Sólo que la ley las ha entronizado, les ha dado carta de naturaleza oficial, las ha vuelto sistémicas. Y, de resultas de ello, sus efectos se perciben ya, ocho años más tarde, en el conjunto de la enseñanza secundaria y hasta en la superior. El igualitarismo es la negación de la emulación y de la selección. Es el apercibimiento público al niño que levanta afanosamente el dedo para responder, antes que un compañero de clase, al requerimiento del maestro. Es la comprensividad llevada a sus últimas consecuencias, esto es, a la supresión de los exámenes y las notas y a la licencia para pasar de curso con un montón de materias suspendidas —y, en lo tocante al profesorado, a la eliminación de los concursos y oposiciones, o sea, de la jerarquía—. Es, en definitiva, la abolición de las élites, de la excelencia, en aras de una escuela presuntamente más democrática en la que nadie destaque por encima de nadie. Sobra decir a qué conduce, en última instancia, un sistema educativo regido por semejante principio: a una sociedad amorfa, en suspensión, donde el esfuerzo es algo mal visto y donde no existen ya esas minorías preclaras que son las que terminan por erigirse en faro y modelo del conjunto de los ciudadanos.

La politización, según la autora, afecta sobre todo a la enseñanza superior y a la investigación. Aunque tampoco se libran de ella los tramos inferiores de la enseñanza, donde los sindicatos mayoritarios, que ni siquiera son exclusivos del ámbito educativo, imponen sus consignas y sus censuras, lo mismo entre el alumnado que entre el cuerpo docente. De ahí que la evolución del sistema público tienda a introducir por doquier la politización y a eliminar, en contrapartida, cualquier atisbo de moral, con lo que ello supone de adoctrinamiento de las generaciones futuras.

«L’enseignement en détresse» contiene, claro, mucho más que lo aquí expuesto. En sus páginas también se reivindica, por ejemplo, el papel de la cultura, en tanto que máxima expresión de la continuidad —esto es, de la importancia de la tradición y el conocimiento— y en contraste con la urgencia práctica característica ya de aquellos tiempos. Y se defiende la búsqueda de la verdad frente al relativismo. Y se habla del abandono y degradación de la lengua francesa, cuyo dominio, al igual que el de la filosofía y las lenguas y culturas clásicas, constituyen, para la autora, la piedra angular de cualquier formación humanística. Y se advierte de la dificultad y el peligro de aplicar los patrones científicos a las materias humanísticas, de uniformar ciencias y letras, en una palabra.

Así pues, estaba escrito. Y publicado. Sólo faltaba que alguien tuviera entonces la voluntad de difundirlo y de abrir un debate que acaso —y soy el primero en mostrarme escéptico ante tal posibilidad— habría, si no frenado, sí rebajado hasta cierto punto lo que se nos vino encima a los españoles en los años siguientes. Unos polvos, los de aquella LOGSE, en cuyos lodos seguimos hundidos.

(ABC, 13 de agosto de 2012)

La enseñanza en peligro

    13 de agosto de 2012
1. El presidente Mas ha anunciado que en septiembre hará un llamamiento a la sociedad catalana para que en Cataluña haya un «clamor» a favor del llamado pacto fiscal. Estupendo. «Haga, haga», como diría el Pla de Boadella. Pero, sobre todo, informe primero a esa sociedad catalana de lo que le va a costar la broma. Porque una campaña de este tipo no sale gratis. Para alcanzar la tierra prometida, no basta con que el presidente sueñe despierto con su Ítaca particular. Ni siquiera con que agarre una cámara de TV3 y suelte un discurso en que mezcle la conmemoración del tricentenario de la dulce derrota del 11 de septiembre de 1714 con la pronta celebración de la independencia. Hace falta algo más. Por ejemplo, que en las aulas catalanas, maestros y maestras instauren una actividad dinamizadora transversal consistente en enseñar a los niños a distinguir una balanza catalana de una castellana. Y que la radio y la televisión públicas dediquen gran parte de su tiempo a tratar del asunto, con documentales, entrevistas y debates. Y que el resto de los medios de comunicación catalanes —todos subvencionados, al cabo— hagan lo propio, cada cual dentro de sus posibilidades, esto es, del dinero público que percibe. Y que las entidades que funcionan como «force de frappe» nacionalista, con Òmnium a la cabeza —todas largamente subvencionadas también—, monten el pollo en la calle. Pero como todo esto vale lo que vale y el dinero no es suyo, Mas debería detallar primero su coste en sede parlamentaria y, si procede, someter la campaña y el montante a votación. Que «la pela és la pela», canastos.

2. Cincuenta años. Este es el límite fijado por el Ministerio. Si la diferencia de edad entre padres adoptadores y niños adoptativos supera el medio siglo, la adopción será imposible. Me parece fantástico. Ya va siendo hora de poner freno a esos yayoflautas que confunden la condición de padre con la de abuelo y, lo que es peor, a sus hijos con sus nietos.

(ABC, 11 de agosto de 2012)

Apuntes veraniegos (2)

    11 de agosto de 2012
1. Maragall. Los Maragall. El mayor, con sus desvaríos estatutarios y su afán por convertir el Estado en algo residual en Cataluña, allanando el terreno. El menor, con sus recientes desviaciones fiscales en sede parlamentaria, tratando de rematar la faena. Y, en medio, un partido roto, en el que los otrora «capitanes» no han tenido empacho alguno en reírles durante ocho años las gracias y las locuras a los miembros de la familia y a sus allegados nacionalistas, siempre y cuando recibieran a cambio, para sí y los suyos, cargos y prebendas. Parece que los «capitanes» de ahora, sin poder que ejercer ni compartir, excepto el muy limitado del partido, y ante la deslealtad manifiesta del último de los Maragall al votar en el Parlamento autonómico a favor de una hacienda propia —esto es, en la línea de CIU y no en la de la tímida abstención del PSC—, le han pedido al traidor que entregue las armas parlamentarias. Pero Ernest Maragall ha respondido que nones, que no se va, que el escaño es suyo. Y enseguida ha salido Joaquim Nadal, presidente del grupo parlamentario, a apoyarle y decir que hasta 10 de los 28 diputados habrían secundado al díscolo de no ser por la disciplina de partido y la tan manida «cohesión interna». O sea, 11 de los 28 miembros del grupo militan ya en CIU, aunque no lo sepan y cobren por otro concepto. Como el consejero Mascarell, vaya. Pobre socialismo autóctono, ¡quién te ha visto y quién te ve!

2. Aun así, lo de Cataluña tiene remedio. ¿Que está usted harto de que le consideren catalán, de que le mezclen con esta clase política que lo lleva al desastre? ¿Que se siente usted huérfano de pueblo, en una palabra? No desespere y apúntese al proyecto Aquarius. Según reza la campaña, podrá ser adoptado «por un pueblito bueno» y podrá, al mismo tiempo, llenar «de vida sus calles» con su «amor de (…) urbanita huérfano de pueblo». Eso sí, asegúrese antes, claro, de que el pueblito en cuestión no está en Cataluña.



(ABC, 4 de agosto de 2012)

Apuntes veraniegos (1)

    4 de agosto de 2012