Llevo años siguiendo muy de cerca la concesión del Premi d’Honor de les Lletres Catalanes. Qué quieren, es mi obligación. Por un lado, el premio lo concede Òmnium Cultural, y Òmnium, aunque no pueda decirse que son todos los catalanes, sí puede decirse que es una entidad pagada, vía subvención, por todos los catalanes. Y luego está lo del clímax. Salvadas sean las distancias, el Premi d’Honor —dotado con 20.000 euros— constituye la «petite mort» anual de Òmnium, el punto aquel en que los patriotas catalanes alcanzan, gracias al erario público, el éxtasis. De ahí que lo que se sigue de su concesión —la identidad del premiado, sus primeras declaraciones— deba merecer la atención de cualquier analista que se precie. Este año, por ejemplo, se lo han otorgado al monje Massot i Muntaner, un sabio monserratino, autor de una obra hercúlea y merecedor, qué duda cabe, de todos los honores. Y he aquí que el monje Massot, nada más recibir el premio, se ha declarado independentista. Quizá ya lo fuera antes y no quepa atribuir su profesión de fe a la exaltación del momento, sino a la simple expresión de una segunda creencia —para entendernos: el hombre cree en Dios y ello no le impide creer, a un tiempo, en Cataluña—. Pero a mí, no sé por qué, me da la sensación de que esa clase de pronunciamientos son fruto de la edad. Massot pertenece a la tercera edad catalana. Como Jordi Pujol. O como el jubilado este de Mallorca —ya me perdonarán los mallorquines que incluya a ese coterráneo suyo en la tercera edad catalana— que se ha tirado veinte días en huelga de hambre para protestar por la decisión del Gobierno Balear de modificar la Ley de Función Pública para que el conocimiento de la lengua catalana deje de ser un requisito y pase a ser un mérito. Como diría mi amigo Ferran Toutain, en cada uno de ellos anida un viejo amargado por una realidad que no es la que él quisiera y que —igual que haría un niño malcriado— se niega a aceptar.

ABC, 31 de marzo de 2012.

Jubilados por la independencia

    31 de marzo de 2012
Les supongo al corriente de la última inmoralidad del nacionalismo catalán. No, no me refiero a ese Tribunal de Casación de los tiempos republicanos que presidiera entre 1934 y 1936 el abuelo paterno de Román Gubern y que ahora la Generalitat pretende resucitar para arrebatar competencias al Tribunal Supremo y romper de este modo el principio de unidad jurisdiccional proclamado por el artículo 117 de la Constitución. Me refiero a esa ocurrencia de Antoni Castellà, secretario de Universidades del Gobierno autonómico, consistente en querer cobrarle al Estado la parte alícuota de la matrícula de los 12.500 universitarios procedentes de otras comunidades que cursan sus estudios superiores en Cataluña, esto es, un 85% del coste anual de su educación, lo que vendría a representar unos 100 millones de ahorro anual para las arcas públicas catalanas. «Será el mismo modelo que en el ámbito sanitario, donde hay un fondo para afrontar los gastos que se generan», ha argüido Castellà en defensa de su propuesta. De lo que se deduce, claro, que para él y su gobierno es exactamente igual el caso de un ciudadano que es atendido de modo ocasional por el servicio catalán de salud —se supone que por la imposibilidad de recibir una atención parecida en otras comunidades autónomas— que el de otro ciudadano en edad formativa que, en uso del derecho que le asiste como español —y, por qué no, como europeo—, decide pasar cuatro años de su vida en una localidad catalana, por la simple razón de que ha alcanzado una media académica que le permite matricularse donde lo ha hecho. Lo que estos 12.500 jóvenes aportan en el orden cultural y social, lo que contribuyen con su mera presencia en Cataluña a la tan maltrecha cohesión territorial española, no entraña para la Generalitat ningún valor; sólo un coste. Por no decir un lastre —y, encima, castellanohablante en su gran mayoría—. A este paso, hasta el sustento de las aves migratorias deberá asumirlo el Estado.

ABC, 24 de marzo de 2012.

Doce mil quinientos

    24 de marzo de 2012
Este periódico afirmaba hace un par de días, a toda portada, que los españoles tenemos un problema y que este problema se llama Cataluña. Y lo concretaba en una serie de casos recientes en que la Generalitat ha actuado al margen de la ley o elaborando propuestas que harán que actúe, tarde o temprano, de este modo si nadie lo impide. Por supuesto, no seré yo quien niegue la existencia del problema. Es más, se trata de algo consustancial a la existencia misma del nacionalismo: hay problema catalán desde que hay nacionalismo catalán —o sea, desde hace más de un siglo—, por lo que mucho me temo que habrá problema mientras siga habiendo nacionalismo. Dicho lo cual, conviene recordar que el problema, aun cuando afecte ante todo a los catalanes, es, además de catalán, español. O, si lo prefieren, es, por catalán, español. Lo que significa que compete a todos los españoles, si no resolverlo, por cuanto no parece que el nacionalismo vaya a desaparecer algún día de nuestros despertares, sí al menos conllevarlo. Y el único instrumento de que disponemos para ello es el Estado de Derecho. Corresponde, pues, al Gobierno de la Nación salvaguardar nuestros derechos de ciudadanos libres e iguales ante la ley. Y corresponde a los partidos llamados nacionales, y muy especialmente al que tiene en este momento responsabilidades de gobierno, velar por que esta ley se cumpla. En este sentido, no es de recibo que la representación de este partido en Cataluña ofrezca su concurso al ejecutivo autonómico, o sea, al nacionalismo gobernante, para aprobar los presupuestos y acepte, a un tiempo, que ese ejecutivo actúe y se proponga seguir actuando al margen de la ley. No es de recibo, porque ello, lo quiera o no y le guste más o menos, le convierte en cómplice necesario de todas las políticas de la Generalitat. Y aunque el anterior Gobierno de España se entregó, sin tapujos, a una progresiva laminación del Estado, uno quisiera creer que el actual no va a estar por la labor.

ABC, 17 de marzo de 2011.

El problema catalán

    17 de marzo de 2012
Comprendo la decisión del juez Castro de no imputar a la infanta Cristina en la causa que se sigue contra Iñaki Urdangarín, como le pedía el sindicato Manos Limpias. Si, según la Fiscalía Anticorrupción, no existen indicios de que la infanta «conociese la conducta supuestamente ilícita de su marido», no tiene sentido alguno llamarla a declarar. Lo que ya me resulta más difícil de entender es la apreciación que el juez ha añadido en su auto; a saber, que tal imputación «sólo conduciría a estigmatizar gratuitamente a una persona». Si comparecer ante la justicia significa ya por sí solo, en palabras de un juez, ser estigmatizado, mal andamos. Y luego está el adverbio «gratuitamente», que presupone, por de pronto, que hay distintas clases de estigmatizaciones como las hay, pongamos por caso, de cohechos —ya saben, aquello del activo y del pasivo—. Así, una estigmatización gratuita sería la que podría haberse evitado, por arbitraria, mientras que la otra, la estigmatización a secas, sería la que cabía esperar, la justa, la inapelable. Lo cual nos lleva a preguntarnos si el exigir una enseñanza también en castellano para sus hijos supone para un ciudadano español residente en Cataluña una forma alguna de estigmatización. Y a responder que sí, y por varias razones. En primer lugar, por el oprobio de tener que pasar bajo las horcas caudinas financiadas por el Gobierno autonómico y siempre prestas a movilizarse cuando la ocasión lo requiere. Y, luego, porque la negativa de la Generalitat a modificar un ápice su modelo de inmersión en catalán a pesar de las sentencias que así lo reclaman —sustentada incluso, para vergüenza de la propia justicia, en fallos como el de este jueves del TSJC— pone a las familias demandantes en el dilema de pedir o no una enseñanza individualizada en castellano para sus hijos. O sea, de aceptar o no que la Administración educativa los estigmatice durante su vida escolar. Y lo haga —si es que hace falta añadirlo— con toda gratuidad.

ABC, 10 de marzo de 2012.

Estigmatizaciones

    10 de marzo de 2012
Dice el director general de los Mossos d’Esquadra que los tiene controlados, que no pasan de 500 en toda Barcelona y que en la manifestación del miércoles no habría más de 200. (Pues menos mal que 300 libraban aquel día, que si no…) También dice Manel Prat que actúan de forma organizada y aprovechando las grandes concentraciones humanas. Pero, vaya, que los cazan, que el vandalismo en Barcelona no queda ni va a quedar impune. (Cierto: de las 12 personas detenidas por los disturbios del miércoles, sólo 11 han quedado en libertad —eso sí, con cargos, de los que deberán responder ante el juez—.) Y además, concluye Prat, cuando se analicen los vídeos, caerán algunos más, como ya ocurrió a raíz de la protesta de los del 15-M ante el Parlament. «Qui la fa la paga», en definitiva.

Sí, pero no. O sea, la paga más que antes, sin duda, más que con los gobiernos tripartitos, cuando la policía autonómica no sabía muy bien de qué lado debía estar, si del de los vándalos o del de sus víctimas, pero, aun así, o mucho me equivoco o dentro de un año los 500 seguirán siendo 500. Y, sobre todo, Barcelona seguirá siendo Barcelona, esa excepción. Y es que, por más que el «New York Times» haga de la violencia barcelonesa un ejemplo del clima que se respira hoy en día en España, nueve de cada diez veces quien tiene el honor de ocupar las portadas de España y del resto del mundo por hechos similares no es Sevilla, ni Valencia, ni Madrid, ni siquiera —desde hace ya algún tiempo— Bilbao o San Sebastián; es Barcelona. Como lo era hace algo menos de un siglo, cuando la ciudad de las bombas y de los llamados crímenes sociales; como lo fue cuando la República y a pesar de la tan ansiada República; y como lo está siendo con la actual Monarquía y a pesar de la democracia. Un mismo radicalismo, antisistema, de distinta intensidad. Como si el anarquismo de antaño, al que tantos guiños ha hecho siempre gran parte de la izquierda local, continuara marcando los tiempos.

ABC, 3 de marzo de 2012.

La excepción barcelonesa

    3 de marzo de 2012