1. La consejera Geli ha confesado esta semana que dedica gran parte de su tiempo a la muy noble y muy antigua actividad de coser. No es que la consejera socialista haya aprovechado las vacaciones para sumergirse en las tareas del hogar, no; lo que Marina Geli cose es el país. O sea, la Catalunya sin eñe. Es más, a juzgar por sus palabras, esa actividad, tanto ella como su partido llevan haciéndola toda la vida. De no ser por el PSC —añade la consejera—, a estas alturas, y más con el independentismo recién salido del armario, la sociedad catalana estaría completamente deshilachada.

Decididamente, estos socialistas no tienen vergüenza. No sólo son los máximos responsables de la ruina de Cataluña, sino que encima pretenden hacernos creer que, gracias a su abnegada labor de cosido, estamos ahorrándonos una ruina mucho mayor todavía.

2. La Universitat Catalana d’Estiu, ese sumidero de las esencias patrias, sigue celebrando ediciones. Hace unos días se clausuraba en Prada la 42. ¡42! Ahí es nada; más que el franquismo. En consonancia con ello, le encargaron la clausura a una reliquia insigne, el ex presidente Pasqual Maragall. Y Maragall no defraudó. Aparte de sumarse a la propuesta de referendo de Joan Herrera —ya saben: o autonomía o federalismo o independencia, ustedes mismos—, reclamó que ese referendo se convocara cuanto antes: «Yo ya tengo 69 años, dentro de poco tendré 70, ya queda poco. No se puede dar a la gente joven la impresión de que estas cosas políticas no se acaban nunca». Sin duda. Pero el problema no es la gente joven, como sostiene Maragall, sino la mayor. Son ellos, con Maragall a la cabeza, quienes no conciben abandonar ese mundo con semejante sensación de fracaso. Los jóvenes les importan un pimiento.

3. El Gobierno de la Generalitat ha pedido a los municipios que no financien más caravanas solidarias. Dejando a un lado que, siguiendo la misma lógica, el Gobierno del Estado podría pedirle al de la Generalitat otro tanto, la iniciativa es de lo más razonable. Ahora que todo el mundo puede felicitarse de que los tres supuestos cooperantes estén ya en casa sanos y salvos, quizá haya llegado la hora de preguntarse por qué el Ayuntamiento de Barcelona se enreda en estos zarzales. ¿Una operación de imagen? ¿La oportunidad de lucir el logo de la ciudad por esos mundos de Dios? ¿O la necesidad de inventarse nuevos proyectos —eso sí, más buenos que el pan— para que algunos ex altos cargos como Francesc Osán puedan seguir disfrutando del sueldo? De todo un poco, me temo.

ABC, 28 de agosto de 2010.

Apuntes veraniegos (3)

    28 de agosto de 2010
1. El caso de la cómplice del comando etarra esconde en realidad otro caso: el de la permisividad con que la izquierda catalana —y muy especialmente la que lleva más de tres décadas gobernando en el Ayuntamiento de Barcelona— ha tratado siempre los asuntos que cualquier sociedad civilizada consideraría de estricto orden público. Me refiero, claro, a lo que se ha convenido en llamar el «programa alternativo» de la Fiesta Mayor de Gracia. O sea, las actividades que toda clase de colectivos radicales y antisistema —independentistas, «okupas», comunistas y libertarios— organizan cada verano con el beneplácito y la subvención, directa o indirecta, de las instituciones. Hace ya algunos lustros, cuando esos energúmenos empezaron a hacer de las suyas, el Ayuntamiento optó por tolerarlos, convencido de que obrando así no sólo se ahorraba problemas, sino que poco a poco lograría domeñarlos. Nada más ilusorio. Desde entonces, los conflictos provocados por todos ellos no han hecho más que aumentar. Y así nos va.

2. Ferran Mascarell, quien fuera concejal de Cultura del Ayuntamiento barcelonés y consejero del mismo ramo en el último Gobierno de Pasqual Maragall, dice que al PSC le falta un «relato de país». Josep Ramoneda es de la misma opinión. Y hasta Xavier Rubert de Ventós se apunta al diagnóstico. Yo no sé qué demonios puede significar un «relato de país», como no sea el relato que han sido capaces de construir los catalanes a lo largo de la historia y, en particular, desde que gozan de las mayores cotas de autonomía. Y en el que, por cierto, tanto Mascarell, como Ramoneda, como Rubert, han llevado la voz cantante socialista.

3. Ignoro dónde pasan ustedes sus vacaciones, pero alguno habrá, seguro, que haya escogido como destino los Pirineos y, en concreto, la parte correspondiente al Valle de Arán y al Pallars Sobirà. Pues bien, es mi deber informar a esos lectores de que andan por allí sueltos treinta osos. Y lo más grave no es eso. Lo más grave es que esa treintena de úrsidos no se han escapado de un zoo ni de un safari autonómico, sino que constituyen la feliz consecuencia de un programa de repoblación de una especie que hace quince años se hallaba prácticamente extinguida. Quiero decir que, en estos momentos, no hay nadie en aquellas tierras —ninguna institución, organismo o entidad— cuyo primer objetivo sea cazar esas bestezuelas y ponerlas a buen recaudo. Al contrario, si algo está previsto es que la población de omnívoros siga creciendo y multiplicándose. En fin, avisados quedan ustedes.

ABC, 21 de agosto de 2010.

Apuntes veraniegos (2)

    21 de agosto de 2010
1. Lo de Madrid es extraordinario. No el hecho de que los socialistas celebren primarias —eso ya no lo es, por suerte—, sino la forma en que se está desarrollando la pugna entre ambos candidatos. Cuando menos a juzgar por lo que trasciende. Todo son flores. Al rival se le respeta y hasta se le admira. No se concibe la existencia de otro enemigo que el declarado, o sea, el PP. Se forman bandos, se promueven manifiestos, se publican tribunas en la prensa a favor de uno de los dos contrincantes, pero en unos y en otros nunca se ataca al compañero o compañera postergados —al contrario, siempre se alaban sus virtudes—. En una palabra, para los socialistas con voz y voto lo único importante es Madrid, recuperar de una vez, tras tanto fracaso acumulado, el Gobierno de la Comunidad. Y, en cambio, cualquiera que conozca un poco el mundo de la política sabe que, a pesar de esa inacabable exposición de buenismo, no existe lucha más feroz, más cainita, más inmisericorde que la que se da entre miembros de un mismo partido. De ahí que uno esté tentado de exigir a todos esos voceros algo más de contención. ¿Acaso no es interno el proceso? ¿Acaso no se trata de las primarias de un partido? Pues, por favor, exhibiciones de hipocresía, las justas.

2. La reacción del presidente del Gobierno ante el informe del Departamento de Estado de los Estados Unidos no tiene desperdicio. Olvidémonos de aquello tan manido de que «la convivencia lingüística en las comunidades con las lenguas cooficiales funciona razonablemente bien», cuyo sentido no es otro, al cabo, que el mismo de los partes donde se celebra la inexistencia de muertos y heridos —ya saben, «por fortuna no ha habido que lamentar daños personales»—. Lo realmente increíble de las palabras del presidente se halla en el razonamiento siguiente: «Yo mismo valoro mi lengua materna, que es el castellano, por lo tanto tengo que entender la actitud de quienes defienden el uso del catalán como lengua propia». O no se entera, o tiene un morro que se lo pisa. Porque si cabe valorar, como dice, la lengua materna de uno, entonces difícilmente puede entenderse la actitud de quienes defienden el uso del catalán como lengua propia. O sea, difícilmente puede congeniarse un concepto de la lengua vinculado a la persona con uno colectivo o territorial. A menos que uno se llame, claro está, José Luis Rodríguez Zapatero.

3. Yo soy del tiempo del bikini. Es decir, de otro tiempo. Por lo que ando leyendo, hoy en día se lleva el trikini. Y hasta el burkini. Vivir para dejar de ver.

ABC, 14 de agosto de 2010.

Apuntes veraniegos

    14 de agosto de 2010
Si mal no recuerdo, fue Dietrich Schwanitz quien definió el marxismo y sus epígonos de Mayo del 68 como una escuela del desenmascaramiento, cuyo principal objetivo era ir identificando, aquí y allá y sin pararse en barras, toda clase de sospechosos. Sospechosos de las mayores villanías, claro está, y muy en particular de la consistente en no comulgar con las ruedas de molino que el propio marxismo hacía girar. Yo no sé si el marxismo y demás sucedáneos fueron también otra cosa aparte de una escuela del desenmascaramiento, pero de lo que estoy seguro es de que esa escuela existió. Y no sólo eso: a juzgar por algunas de las reacciones habidas tras el anuncio de la sentencia del Constitucional que ha puesto fuera de la ley 14 artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña y fijado la recta interpretación de otros 27, sigue gozando hoy en día de excelente salud.

Dejo de lado, entre esas reacciones, las procedentes del campo de la política, tan previsibles. No, lo que aquí me interesa subrayar es la opinión vertida por determinados columnistas, nacionalistas de carrera y quién sabe si también de corazón, los cuales, pese a mostrar su disgusto por el sentido de la sentencia, se felicitaban a un tiempo por la indiscutible derrota de quienes aspiraban, según ellos, a que el fallo les sirviera «la cabeza en bandeja del catalán» negando a dicho idioma «su condición de lengua vehicular en la enseñanza». Una aspiración, la anterior, que esos opinadores no reputaban en modo alguno sobrevenida, sino producto de un verdadero plan: «Aprovechar la sentencia (…) para pegarle un buen hachazo a la lengua catalana, sujeto central de la personalidad nacional de Cataluña». Y como todo plan tiene siempre una urdimbre, y toda urdimbre, por fuerza, un comienzo y un final, el estadio inicial de esa conspiración contra el catalán habría sido, al parecer, el «Manifiesto por una lengua común» que un selecto grupo de intelectuales españoles —y, en algunos casos, también catalanes— promovieron en junio 2008 y que obtuvo, al poco de hacerse público, la adhesión de miles de conciudadanos.

Por supuesto, todo el mundo es muy libre de ver las cosas según le plazca, le convenga o le alcancen sus entendederas. Y si a algunos esas entendederas no les permiten vislumbrar más que oscuros contubernios allí donde el común de los mortales observa tan sólo el hecho desnudo, qué se le va a hacer. Ahora bien, con contubernios o sin ellos, no hay duda que la satisfacción de quienes tanto se felicitan por el fracaso ajeno —ya sea este real o imaginario— posee un fundamento. Si bien es cierto que, en su sentencia, el Tribunal Constitucional ha cortado alguna que otra cabeza estatutaria, también lo es que, entre esas cabezas, no estaba la de la lengua catalana. Ni siquiera la supresión del inciso «y preferente» con que el Estatuto, en su artículo 6, reforzaba la condición del catalán como «lengua de uso normal (…) de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña» puede considerarse, en puridad, una amputación efectiva. Lo sería, sin discusión ninguna, si este «uso normal» a que alude la ley catalana afectara también al otro idioma oficial. Pero el Estatuto nada dice al respecto. Y aunque tampoco diga lo contrario y hasta recuerde, en otro apartado del mismo artículo, que «no puede haber discriminación por el uso de una u otra lengua», la normalidad, en Cataluña, es propia de un sola lengua, la que el mismo Estatuto sigue calificando como «propia» y la que la costumbre, después de tres décadas de autonomía, ha fijado ya —con el inestimable concurso de la clase política— como la única institucional. De ahí que el inciso en cuestión, más que un factor de desequilibrio, constituyera, en el fondo, un simple remache de un desequilibrio de base muy anterior y, en consecuencia, plenamente consolidado a estas alturas.

Por lo demás, de la lectura de la sentencia y, en concreto, de aquellas partes que tratan de aspectos relacionados con el uso de las lenguas se deduce que los fundamentos jurídicos que hacen al caso y que el propio fallo ha fortalecido con prolijas interpretaciones van a convertir en un imposible cualquier intento futuro de modificación de la legislación vigente —en el sentido, se entiende, de preservar los derechos lingüísticos de todos y cada uno de los ciudadanos—. En otras palabras: el problema de la lengua catalana va a seguir siendo, para España y para la convivencia entre los españoles, un problema. Y no digamos ya para la convivencia entre catalanes. Casi todos los recursos presentados hasta la fecha contra las distintas disposiciones legales tomadas en esta materia por la Generalitat se han saldado con un fracaso. Tanto el Constitucional, como el Supremo, como el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña han validado, en general, las políticas lingüística y educativa de los sucesivos gobiernos catalanes y, si alguna vez han obrado de otro modo, ha sido siempre con una notable ambigüedad, de la que se ha aprovechado, sobra decirlo, la instancia demandada —que es, al cabo, la que ejerce el poder—. Así ha sucedido, por ejemplo, con la famosa casilla que determinadas entidades cívicas llevan años reclamando en los impresos escolares de matriculación a fin de que los padres puedan elegir la lengua en que desean educar a sus hijos y que la Generalitat, a pesar de las sentencias y echando mano de cuantas artimañas cabe imaginar, se ha negado sistemáticamente a incluir.

Con todo, se confundiría quien atribuyera la situación presente a los efectos de una legislación contra la que nada han valido las objeciones más diversas, desde las del Defensor del Pueblo hasta las de la más modesta asociación ciudadana. En el asunto que aquí nos ocupa, la legislación ha venido siempre después. Quiero decir que ha venido siempre a legalizar las tropelías que los responsables lingüísticos y educativos —y, en suma, políticos— habían cometido previamente con total impunidad. Por ceñirnos a un solo caso, la propia inmersión lingüística llevaba años aplicándose cuando fue bendecida por decreto. En este sentido, pues, la sentencia del Constitucional constituye el último peldaño de ese proceso de blanqueo, en la medida en que da por buena —eso sí, con no pocos reparos y un sinfín de precisiones— la formulación en una ley orgánica de unas prácticas políticas que atentan contra los derechos lingüísticos más elementales y, en definitiva, contra la libertad y la igualdad.

Así las cosas, no parece que en el futuro esa tendencia vaya a cambiar. A no ser, claro, que el Gobierno del Estado actúe a imagen y semejanza del de la Generalitat y opte, a su vez, por una política de hechos consumados. Por ejemplo, usando de la alta inspección educativa para comprobar si el decreto de enseñanzas mínimas, en lo que respecta al aprendizaje de la lengua castellana, se aplica en el conjunto de Cataluña. Y si la comprobación da como resultado que no se aplica, conminando al Ejecutivo regional a que lo haga. Y si, aun así, sigue sin aplicarse, promoviendo la creación en Cataluña de una línea de centros estatales donde la ley sí se cumpla. Les aseguro que habría cola para matricularse.

ABC, 12 de agosto de 2010.

La cabeza cortada del catalán

    12 de agosto de 2010
1. Según parece, la renuncia de Antoni Castells, el número dos socialista, a seguir figurando en las candidaturas al Parlamento de Cataluña sin que ello suponga una renuncia paralela a la política puede obedecer a distintos factores. Por un lado, a su desacuerdo con la estrategia del partido tras la reciente sentencia del Constitucional sobre el Estatuto. Por otro, a su voluntad de encabezar, dentro o fuera del PSC, una nueva mayoría catalanista de izquierdas. Y, en fin, a su posible implicación en alguno de los asuntos de corrupción que han salpicado la política catalana, llámese «caso Palau» o «operación Pretoria». Claro que el tercero de los factores habría tal vez que descartarlo, cuando menos a juzgar por lo declarado este martes por Felip Puig, el número dos convergente, a raíz de la difusión del informe de la Agencia Tributaria sobre el «caso Palau»: «Tengo la conciencia muy tranquila. Si no, no seguiría en política».

2. El informe en cuestión dice mucho. Dice, por ejemplo, que la mordida rondaba el cuatro por ciento. La constructora Ferrovial, a cambio de la adjudicación de obra pública, pagaba un sobreprecio a Millet, que se quedaba con parte del botín y desviaba el resto a CDC, a la Fundación Trias Fargas o a cuatro empresas que trabajaban para el partido. Estas empresas —entre las que destaca una en cuyo accionariado figura el senador convergente Jordi Vilajoana— no hacían un trabajo cualquiera. Hacían campañas. Para el partido, claro. Lo cual permite razonar como sigue: si esas campañas han servido, en mayor o menor medida, para obtener unos determinados resultados electorales, dichos resultados, también en mayor o menor medida, son fruto de ese dinero podrido. En Baleares, donde ha ocurrido algo parecido pero al cubo, ya se han alzado voces pidiendo la nulidad de las elecciones afectadas. En Cataluña todavía no.

3. La corrupción, como el amor, no entiende de siglas. Después de que la Sindicatura de Cuentas denunciara los manejos de la cúpula del Departamento de Cultura y Medios de Comunicación, en manos de ERC, en la concesión de subvenciones a la farándula patria, el Gobierno de la Generalitat, por boca de su actual portavoz, el republicano Huguet, informaba de que había concedido una ayudita de medio millón de euros al valenciano Eliseu Climent, de profesión sus labores patrióticas, y otra de 1,2 millones a los organizadores de un ignoto festival de teatro en Perpiñán. Y todo a dedo, por el morro.

Ah, cuentan que Huguet al morro lo llamó «cosmopolitismo transfronterizo».

ABC, 7 de agosto de 2010.

Catalan connection

    7 de agosto de 2010