Todo ciudadano tiene el deber de conocer la ley. Sí, la ley obliga. Nadie puede alegar, como eximente, su ignorancia. Ni el conductor que circula por la izquierda en una carretera cualquiera del continente, ni el que lo hace por la derecha en el Reino Unido, y ello sea cuál sea su nacionalidad. Tampoco sirve, ante el apremio de la Hacienda Pública, aducir que tal o tal retribución no ha sido declarada en el impuesto sobre la renta porque a la empresa responsable del pago se le olvidó recordárselo al perceptor. La responsabilidad, guste o no, es de cada uno, de cada ciudadano. La ley está para ser conocida, esto es, respetada. Por supuesto que hay mucho pillo por ahí que la infringe tanto como puede —que vive incluso de infringirla—. Pero hasta el pillo sabe que, si lo pillan, lo va a pasar mal. Al fin y al cabo, la existencia de la sanción para el infractor o de la pena para el culpable es lo que acaba procurando al ciudadano la indispensable seguridad jurídica. De no existir el castigo y la consiguiente reparación, el Estado no estaría en condiciones de cumplir con su cometido. O, lo que es lo mismo, en dichas circunstancias ni siquiera tendría sentido hablar de Estado.

Pues bien, ese desamparo, esa sensación de que la ley no se cumple, de que el Estado no está por la labor que le ha sido encomendada, lo venimos sintiendo la inmensa mayoría de los españoles —y, entre ellos, un número nada despreciable de catalanes— desde hace aproximadamente seis años, si no más. Para ser precisos, desde aquella loca carrera de declaraciones que tuvo como marco la dilatada campaña electoral de las autonómicas catalanas de 2003 —duró unos cuantos meses—, en la que todos o casi todos los candidatos —Mas, Maragall, Carod-Rovira, Saura— rivalizaban entre sí a ver quién profería el disparate mayor. Por descontado, aquello era una campaña, y en las campañas ya se sabe. Pero la naturaleza misma del disparate, el hecho de que tuviera siempre como materia la reclamación de un nuevo Estatuto, al que los candidatos en cuestión iban añadiendo, en sus delirios, más y más competencias, sin que ninguno creyera llegado el momento de decir basta, debería haber constituido, ya entonces, motivo de alarma.

No fue este el caso. O lo fue en grado mínimo y, a todas luces, insuficiente. Y más habida cuenta de que, en la recta final de aquella campaña, el principal dirigente de la oposición y candidato a presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, no se había parado en barras y había prometido públicamente que, en el supuesto de lograr a los pocos meses la tan ansiada Presidencia, el proyecto de Estatuto que saliera del Parlamento autonómico iba a ser, para él, palabra sagrada. Vaya, que estaba dispuesto a aceptar el texto, y a defenderlo, sin tocar ni una coma, tal cual llegara a las Cortes.

Aquí se dio, sin duda, aunque fuera de forma anticipada, el primer indicio de la defección del Estado. Lo que ha venido después, o sea: la formación del tripartito, pacto del Tinell mediante; los casi dos años de negociación en el Parlamento de Cataluña, en una especie de subasta entre gobierno y oposición que no hacía más que aumentar, día a día y a ojos vistas, el coste del producto; los meses de cepillado y raspado en el Congreso de los Diputados y fuera de él; la convocatoria de un referéndum en el que ni siquiera participó la mitad del censo electoral catalán y que se llevó por delante al propio promotor del proyecto, y, en fin, tras el recurso interpuesto por el Partido Popular y con el Estatuto en vigor y engendrando leyes, la interminable agonía del texto en el Tribunal Constitucional a la espera de la anhelada y temida resolución; todo eso, en definitiva, no ha sido sino la consecuencia de aquel quebrantamiento inicial por parte de quien aspiraba a convertirse, a la sazón, en la segunda autoridad del Estado. Sin aquella promesa, sin aquella tremenda irresponsabilidad, nada de lo acontecido después habría tenido lugar tal como a estas alturas lo conocemos. El nacionalismo habría pugnado, seguro; pero el dique, a pesar de alguna inevitable fuga de agua, habría aguantado.

Ahora bien, esa identificación del máximo responsable de la situación en que nos encontramos —o, si lo prefieren, del máximo irresponsable— no debería exculpar al resto de la clase política. Aquí hay unas víctimas, no vayamos a olvidarlo, y son la inmensa mayoría de los españoles. Y esas víctimas, como todas al cabo, requieren una reparación. A lo largo de estos años, aquella inquietud inicial ha ido tornándose, en nuestro cuerpo social, honda preocupación, cuando no alarma. La tensión ha estado presente, a muchos niveles, entre los españoles. Ha habido, qué duda cabe, una fractura en muchas relaciones —afectivas, comunitarias, comerciales, políticas, territoriales— de la que alguien tendrá que responder algún día. No se puede violar la ley y que el delito quede impune.

Y es que conviene recordar, ahora que el Constitucional va a pronunciarse por fin sobre el recurso, que ha habido aquí quien ha vulnerado la ley. O, por usar el término apropiado, quien ha prevaricado. ¿O acaso no faltaron a las obligaciones y deberes de su cargo, a sabiendas o por ignorancia inexcusable, quienes aprobaron, el 30 de septiembre de 2005, en la Cámara catalana, la primera versión del Estatuto de Autonomía? ¿O acaso no hicieron lo propio quienes tomaron su relevo en el Congreso de los Diputados, el 30 de marzo de 2006, y en el Senado, el 10 de mayo de 2006, dando el sí al nuevo texto? Unos y otros sabían a ciencia cierta —y, si su ignorancia no les permitía saberlo, ello no les exime en absoluto de responder ante quien corresponda— que el texto que estaban aprobando contravenía a lo dispuesto en nuestra Carta Magna. No hacía falta ser un lince, ni siquiera un experto en Derecho Constitucional, para percatarse de que el contenido de ciertos artículos fundamentales del Estatuto, especialmente en la primera de las versiones, pero también en la segunda, se hallaba fuera de la ley.

Aun así, esos políticos no se arredraron y siguieron adelante. Y hasta hubo quien propuso y continúa proponiendo reformar nuestra ley de leyes —la única que hace de todos los españoles unos ciudadanos libres e iguales en derechos y en deberes— a fin de que el nuevo Estatuto quepa en ella. En este sentido, tanto la publicación el pasado jueves del editorial suscrito al alimón por toda la prensa escrita con sede en Cataluña como la campaña de adhesiones que la iniciativa ha suscitado entre la llamada «sociedad civil» constituyen sin duda un último intento de la clase política catalana de quebrantar, por vía interpuesta, la ley. Al fin y al cabo, lo mismo la prensa que la sociedad civil deben buena parte de su sustento —y, según cómo, su propia existencia— a las subvenciones que les otorga interesada y generosamente el Gobierno de la Generalitat.

Por supuesto, sería absurdo hacerse ilusiones sobre el efecto que una sentencia del Alto Tribunal contraria al texto actual del Estatuto alcanzaría a producir en el futuro político de cuantos parlamentarios han permitido que la situación llegara a donde ha llegado. Por más que, del primero al último, pueda decirse que han prevaricado, su conducta, por desgracia, no traerá consecuencias. Nadie les llamará al orden. Nadie les apercibirá con la sanción o el despido. Sólo los ciudadanos, con sus votos, tienen la indiscutible potestad de castigarlos y hacer justicia.

ABC, 29 de noviembre de 2009.

Cuando la ley obliga

    30 de noviembre de 2009
Julien Benda, el autor de «La traición de los intelectuales», hizo sus primeras armas con el caso Dreyfus. Lo cuenta en sus memorias. Por supuesto, en aquella justa Benda fue «dreyfusista». Es decir, partidario de la inocencia del capitán Dreyfus, condenado injustamente por traición, o, lo que es lo mismo, partidario de la verdad y la justicia. Aun así, aquel intelectual en ciernes tan poco dado al relativismo no podía por menos de comprender que la razón a la que él sacrificaba todo tuviera enfrente otra razón, la del Estado. Y, precisamente por eso, porque lo comprendía, le exigía a ese Estado que reconociera que no le movían, en este asunto, sino sus propios intereses. En otras palabras: le exigía que no pretendiera, encima, obrar en justicia y conforme a la verdad.

Algo de eso habría habido que exigirle al Estado español en relación con el caso del Alakrana. Si la razón de Estado —por motivos humanitarios, sociales o del orden que fuesen— aconsejaba ceder al chantaje de los secuestradores, la obligación de los representantes de este Estado era decirlo bien alto. Y asumir, claro, las consecuencias. No valen ni las mentiras, ni los silencios, ni los subterfugios. Afirmar, como hizo el ministro Caamaño, que «España, como país», no había pagado por el rescate es una simpleza que ofende a la inteligencia. ¿Qué significa «España, como país»? ¿Acaso España puede entenderse de otro modo? ¿Como improvisado fondo de reptiles, tal vez? Y el CNI, ¿tiene algo que ver con España?

Por otra parte, esa propensión al engaño de los servidores del Estado se ha visto corroborada, esta misma semana, por la confirmación de que el vicepresidente Chaves mintió al asegurar que su hija no había mediado para que la empresa donde trabaja lograra de la Junta de Andalucía, presidida a la sazón por su padre, una ayuda de más de 10 millones de euros. Y lo más probable es que, dentro de nada, algún otro gestor de lo público, del color político que sea, haga lo propio. Ahora que tanto se habla de regeneración democrática, reformas electorales y pactos contra la corrupción, no estará de más recordar que la primera obligación de un representante político debería ser decir la verdad.

Y no sólo de un representante político. También de cualquier ciudadano cuya actividad pueda tener una incidencia cierta en la sociedad. Como, por ejemplo, esos científicos de la influyente Unión para la Investigación Climática de la Universidad de East Anglia a los que un «hackeo» de su correspondencia electrónica acaba de poner en evidencia. Y es que, mientras públicamente sembraban la alarma con el cambio climático, en privado no hacían más que dudar de sus propias teorías.

ABC, 29 de noviembre de 2009.

Decir la verdad

    29 de noviembre de 2009
En periodismo, el oficio de editorialista es de los más complejos. Uno debe olvidarse, por un momento, de su yo y ponerse el yo del periódico. ¿Un simple cambio de chaqueta? No, no crean. Se trata más bien de ponerse una chaqueta encima de otra, lo cual, sobra añadirlo, resulta a menudo bastante incómodo. No es sólo un problema de talla; es que uno no se mueve igual, pierde soltura, le cuesta expresarse. Pero, en fin, en eso consiste el oficio. Por supuesto, el mundo está lleno de excelentes editorialistas, de gente capaz de llevar ambas chaquetas, una encima de otra, con prestancia y dignidad. Y de quitarse, de vez en cuando, la segunda para escribir columnas, crónicas o reportajes. A pecho descubierto, como si dijéramos.

El mundo. El mundo, claro, no es Cataluña. O, mejor dicho, no es Catalunya, con «ny». Aquí los editorialistas, para ejercer de tales, no necesitan ponerse nada encima. Les basta y les sobra con el atuendo habitual. Sus editoriales, en este sentido, no difieren en modo alguno del resto de las piezas que alcanzan a escribir. Y lo que es peor: ni siquiera difieren de un medio a otro. No es de extrañar, pues, que las doce cabeceras con sede en la región resolvieran publicar, el pasado jueves, un texto único para rechazar un posible fallo del Constitucional contrario al Estatuto. Lo raro es que hayan tardado tanto. Y que no sigan con esa práctica cada día.

Por lo demás, las reacciones suscitadas por la publicación del editorial conjunto han estado a tono. Qué menos que eso. Catalunya es Catalunya, SL. Una sociedad limitada. Y enteramente subvencionada. Empezando por sus periódicos. No hay ni uno solo que no reciba dinero público. Y hasta se da la circunstancia de que uno de ellos tiene al propio Gobierno de la Generalitat como accionista. Y, si tomamos la palabra «prensa» en sentido lato —o sea, si metemos en el saco del concepto a todas las radios, televisiones y medios digitales radicados en nuestro querido noreste peninsular—, entonces la cantidad es de escándalo —sirvan, como ejemplo, los 26 millones de euros concedidos por le Gobierno autonómico entre 2005 y 2006—. Así las cosas, comprenderán que cualquier referencia a la libertad de prensa resulte cuando menos hilarante.

Cualquier referencia a la libertad de prensa y a la libertad a secas. Y es que el reparto de las dádivas no alcanza únicamente a los medios. También se beneficia de él la llamada sociedad civil, es decir, esa suma de entidades, asociaciones, empresas y fundaciones alimentadas por el poder autonómico y a las que ha faltado tiempo para adherirse en tromba al editorial de marras. Con todo, ninguna de esas entidades, asociaciones, empresas o fundaciones tiene como divisa la búsqueda de la verdad. Ninguna persigue objetivo tan noble. La prensa, sí. Para eso nació, para oponerse a cuantas arbitrariedades emanaran del poder. El pasado jueves quedó demostrado, por si alguien abrigaba todavía alguna duda, que en Catalunya, SL, no hay prensa; sólo voceros. Y así nos va.

ABC, 28 de noviembre de 2009.

La dignidad de la
prensa catalana

    28 de noviembre de 2009
Lo primero, claro, es el nombre. Que si Pedro, que si Pere. Luego está el ordinal. Que si tercero, que si segundo. Todo depende, al cabo, de si tomamos como referencia la Casa de Aragón o de si optamos, por el contrario, por la de Barcelona. Pero no se hagan ilusiones. Aunque la historia permita la libre elección entre una y otra dinastía, y aunque la Corona sea conocida, mayormente, por el nombre de Aragón, el rey, o lo que quede de él, es de Cataluña. No de la de entonces, claro, sino de la actual. Como en tantas otras cuestiones, lo que priva aquí es el territorio. Quien lo gestiona, quien lo explota. Y, en nuestro Estado de las Autonomías, ese trozo de tierra en el que yacen los restos del hijo de Jaime el Conquistador no tiene hoy otro dueño, otro titular, que el Gobierno de la Generalitat.

Lo cual da que pensar. Sobre todo porque el estudio practicado en el sarcófago del monasterio de Santes Creus ha revelado que lo que allí se conserva no es polvo real, como se suponía, sino una real momia. Sí, unos despojos embalsamados, intactos. Y susceptibles, por tanto, de ser analizados hasta la náusea. O sea, hasta el ADN. No sé si reparan en lo que esto significa. Una vez en posesión de la información genética del rey, y con algo de paciencia, se puede ir reconstruyendo su línea sucesoria. No la que fue; la que podía haber sido. Voluntarios para someterse a un examen no faltarán, seguro. El problema es que esa clase de experimentos se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo acaban. Total, que los republicanos de toda laya que hoy gobiernan en Cataluña ya pueden irse preparando. Si no me fallan las cuentas, Pere IV, o Pedro V, está al caer.

ABC, 27 de noviembre de 2009.

Una real momia

    27 de noviembre de 2009
La Fundació Catalunya Oberta, ese cuartel de invierno al que acostumbran a retirarse los prebostes de Convergència tras librar batalla y de cuyo patronato forman parte, entre otras viejas glorias, Macià Alavedra y Lluís Prenafeta —este como vicepresidente—, invitó la semana pasada a Joan Laporta a dar una charla sobre el club que preside. Y, como toda charla va seguida de un coloquio, el presidente azulgrana no desaprovechó la ocasión y se puso las botas. Las de político, que son las únicas que parecen interesarle últimamente. Cabe decir, en su descargo, que el marco no podía ser más propicio. No sólo estaba entre amigos —en el Patronato de la fundación también figuran, por ejemplo, Xavier Sala Martín, el economista llamado a sucederle en la presidencia del club, y Joan Oliver, su director general experto en espionaje interno—, sino entre amigos dolidos. El caso Pretoria, claro. De ahí, sin duda, que Laporta se soltara —lo cual, dicho sea de paso, nunca ha entrañado para él ningún esfuerzo, ni en lo gestual ni en lo verbal—: «Como catalán, creo que [la detención y encarcelamiento de Alavedra y Prenafeta] ha sido una humillación al país».

Por supuesto, ese país al que aludía Laporta es el mismo que los dos reos contribuyeron a levantar en primera línea, a las órdenes de Jordi Pujol. Eran otros tiempos, es cierto, pero no muy distintos de los actuales. Los casos, entonces, se llamaban Banca Catalana, Pascual Estevill, De la Rosa. Ahora se llaman Pretoria. O incluso Millet. Pero, en lo relativo al mundo convergente, que es donde se ha cocinado casi siempre esta clase de asuntos, tanto entonces como ahora Alavedra y Prenafeta han estado allí, vigilantes. Y activos. Haciendo país, como les pedía Pujol, y haciendo caja. Eso sí, la suerte, ahora, les ha sido esquiva. Y no sólo a ellos. También a quienes, desde el mundo socialista, han sacado tajada del mismo pastel, en lo que constituye una confirmación inequívoca, por si quedaba todavía algún incrédulo, de la existencia de la sociovergencia. O, lo que es lo mismo, de la transversalidad —a cualquier nivel y a cualquier precio— del nacionalismo.

Y ahora ese país, como muy bien decía Laporta, se siente humillado, o sea, herido en su orgullo. No sé si reparan en la trascendencia del hecho. En semejantes circunstancias, cualquier otro país —y denle al concepto la extensión que más les plazca— se sentiría humillado, o sea, avergonzado, confundido, abochornado. Que dos personas que han ocupado los más altos cargos en la Administración durante largos y poderosos años se hallen entre rejas acusados de corrupción no invita precisamente a sacar pecho. Para cerciorarse de ello, basta con que miren a su alrededor. ¿Saben de alguna otra Comunidad Autónoma española, llámese o no país, donde la detención y encarcelamiento de alguno de sus representantes públicos por razones análogas haya provocado una reacción similar? No es el caso de Andalucía, ciertamente. Ni el de Baleares. Que la corrupción, en España, no distingue colores —ni políticos ni territoriales— y empieza a transformase en un fenómeno peligrosamente estructural parece fuera de toda duda. Aun así, el patio catalán es particular.

Porque no es sólo Laporta quien convierte el sonrojo en afrenta, la culpa en honor. Son también los correligionarios de los detenidos. E incluso el silencio cobarde de sus supuestos adversarios, que bastante tienen con apechugar con sus propios corruptos y no piensan levantar, ni por asomo, las alfombras de palacio, no vaya a resultar que escondan algo más que el famoso tres por ciento de ignominia. Y es, claro, la sociedad que cobija a esa clase política y la legitima con su voto o con su indiferencia. Porque la transversalidad del nacionalismo no se limita, como podría suponerse, a los profesionales de la cosa pública; afecta de lleno a lo que se ha convenido en llamar la sociedad civil, que no es sino una sociedad limitada por la pleitesía de la subvención. Y también afecta, aunque sea por exclusión, al resto de los ciudadanos, incapaces de sustraerse a unas reglas del juego que los dejan, invariablemente, al margen del tablero político.

Sostiene Montserrat Nebrera en un libro reciente que José María Aznar le dijo en una ocasión que Cataluña es una sociedad enferma. Algunos testigos del encuentro niegan que el ex presidente del Gobierno pronunciara estas palabras. Las haya o no pronunciado, lo cierto es que difícilmente hallaríamos expresión más justa para calificar el estado del cuerpo social catalán. Se trata, en efecto, de un estado catatónico, esto es, carente de voluntad y de movilidad. Y la catatonía —lo indica cualquier diccionario— se da en determinadas enfermedades psiquiátricas. Otra cosa es que el enfermo sea consciente de ello. Las patologías crónicas —y esa lleva décadas ahí metida— terminan por volverse opacas, irreconocibles.

Actualidad Económica (núm. 2684, 20-26 de noviembre de 2009).

La enfermedad que no cesa

    23 de noviembre de 2009
Yo tenía entendido que, para que hubiera un sénior, era condición necesaria que hubiera también un júnior. Y lo mismo en el ámbito familiar que en el deportivo. Vaya, que la palabra llevaba aparejado un complemento verbal, del que no podía en modo alguno privarse y con el que formaba, por contraste, una indisoluble unidad. Se ve que no. Se ve que hay séniors que no requieren de ningún júnior para existir. Así, Alberto Oliart.

Desde que el consenso político lo ha elevado a la presidencia de RTVE, ese hombre de 81 años cumplidos ha sido designado por más de un medio y por más de un columnista con el venerable apelativo reservado antiguamente a los senadores. No hay duda que el aspecto habrá ayudado. Y hasta el talante. Pero, aun así, lo decisivo ha sido la edad. Mejor dicho, la voluntad de enmascararla. No es lo mismo un sénior que un anciano, por muy augusto que pueda ser el segundo. Ni que un viejo, claro. Por eso las asociaciones de jubilados españolas que reivindican un papel activo en la sociedad no se identifican a sí mismas como asociaciones de viejos o ancianos, sino como asociaciones de séniors. Quiérase o no, el nombre hace la cosa.

Y, sin embargo, Alberto Oliart es un viejo. Un viejo consumado. Su edad se halla incluso muy por encima de la esperanza de vida de los varones españoles, que, según datos de Eurostat, era de 77,76 años en 2007 —la de las hembras era considerablemente superior: 84,33, la más alta de Europa—. Pero esa circunstancia personal no tiene por qué ser obstáculo, como los hechos se han encargado de demostrar, para que ocupe un cargo de responsabilidad. Y para que llegue a ejercerlo a plena satisfacción de quienes lo han elegido y, en especial, del conjunto de los contribuyentes, que son los que sufragan en gran medida, con sus impuestos, los medios de comunicación públicos.

Y no sólo eso. El que una persona de la edad de Oliart vaya a gestionar un ente de la edad de RTVE no deja de constituir, al cabo, un ejercicio de coherencia. Si el hombre es viejo, el ente no le anda a la zaga. Aunque, eso sí, en este terreno hay algo que les distingue, algo importante: así como el primero, lo mismo que cualquier ser humano, tiene los días contados, el segundo no parece tenerlos, por más que en los últimos tiempos se haya visto obligado a recortar un tanto su figura. Lo cual, sobra decirlo, es una lástima. Sobre todo en lo tocante a la televisión pública, esa rémora costosísima de la que ningún gobierno desea, en el fondo, prescindir.

Ojalá la presencia de Oliart al frente del organismo sirva de acicate. Claro que también podría suceder, por qué no, que la osmosis se diera en sentido contrario.

ABC, 22 de noviembre de 2009.

Séniors, ancianos y viejos

    22 de noviembre de 2009
Dice el Gobierno de la Generalidad que va a acatar la sentencia. Pues claro. ¿Acaso podía ser de otro modo? Si la sentencia del Tribunal Constitucional en relación con el Estatuto de Autonomía es desfavorable a la pléyade de representantes políticos que apoyaron el texto en sede parlamentaria —entre los que se encuentran, claro está, los que también lo apoyaron en las Cortes Españolas— y a los 1.882.650 catalanes (un 36,2% del censo electoral) que militante o disciplinadamente lo refrendaron en las urnas, al Gobierno de todos los ciudadanos de Cataluña no le va a quedar más remedio que dar la razón al resto. O sea, al conjunto de representantes políticos que no aprobaron el texto en ambos Parlamentos —en el de aquí y en el de allí— y a los 3.319.641 catalanes con derecho a voto (un 63,8% del censo) que el 18 de junio de 2006 se abstuvieron, o votaron que no, o lo hicieron en blanco, o emitieron un voto nulo. Porque esos tres millones largos de ciudadanos de Cataluña cargados de razones —aunque algunas manifiestamente contrapuestas— no sólo merecen la misma consideración que los demás, sino que, encima, suman casi el doble que los que dieron su aprobación al texto que el Alto Tribunal parece ahora decidido a enmendar.

Así las cosas, no es de extrañar que el Gobierno de Don José se halle en un aprieto. En fin, quienes se hallan en un aprieto, más incluso que el Gobierno, son Don José y su partido. Por un lado está el interés del PSOE en pasar página. Por otro, el de los socios del PSC en el tripartito, y muy en especial el de los irredentos republicanos, en convertir un posible veredicto desfavorable en una suerte de «casus belli». Sin olvidar, claro, a la Convergència de Mas, siempre al acecho y fortalecida en los últimos tiempos por las expectativas demoscópicas. Y sin olvidar tampoco, qué le vamos a hacer, a ese Laporta en busca de trabajo, dispuesto a encabezar lo que le echen. No, no pintan bien las cosas para Don José.

Eso sí, le queda un recurso. Encomendarse a Jordi Pujol y a su experiencia. Y es que el ex presidente, de quien tanto se valoraba no hace mucho la reserva y la discreción —sobre todo, decían, en comparación con los otros ex—, no cesa de pronunciarse urbi et orbi sobre las consecuencias de un fallo que lamine los contenidos del Estatuto. Lo que significa que sigue fiel a su costumbre de dar consejos a los catalanes. Según él, hay que acatar la sentencia, «porque, si no, nos enviarán a la Guardia Civil». Pero acatarla no significa aceptarla. «En su fuero interno», todo catalán debería, a su juicio, rechazarla. Y no sólo en el interno. También proclamándolo bien alto. E increpando incluso a los miembros de ese Tribunal al que Pujol tanto quería cuando le daba la razón y al que tanto desprecia ahora que todo indica que no se la da.

O sea, «tranquil, José, tranquil», que, de momento, no es la Guardia Civil.

ABC, 21 de noviembre de 2009.

«Tranquil, José, tranquil»

    21 de noviembre de 2009
Al igual que muchos de ustedes, yo también leí el pasado domingo la jugosa información de Cruz Morcillo y Pablo Muñoz sobre la pinacoteca de Luis Andrés García Sáez, más conocido por «Luigi», ex diputado autonómico del PSC y principal tramoyista de la red de corrupción destapada a raíz de la llamada «operación Pretoria». Y, en consonancia con el editorialista de este periódico y quién sabe si también con muchos de ustedes, al terminar la lectura de la pieza no pude por menos de decirme que eso del mercado del arte habría que regularlo un poquitín. Como mínimo. Y, a ser posible, más pronto que tarde. Que García Sáez —de forma parecida a Juan Antonio Roca, el cerebro de la «operación Malaya»— guardara en tres domicilios de su propiedad 256 cuadros y, entre ellos, varios picassos, mirós, bacons y tàpies, no sólo indica que el hombre disponía de un montón de paredes, sino que tenía con qué llenarlas y a conciencia.

E indica todavía algo más, no por obvio menos importante: que todos esos cuadros nuestro coleccionista, en su afán por blanquear parte de sus inconfesables ganancias, los había adquirido en algún sitio. Lo más probable es que este sitio fuera el mercado negro, donde lo único que cuenta, al cabo, es la autenticidad de la pieza y el fajo de billetes que uno está dispuesto a pagar por ella. A juicio de los entendidos, ese mercado —en el que abundan, entre otras firmas, los picassos y los mirós— puede llegar a mover al año unos 5.000 millones de euros. Pero tampoco hay que descartar que «Luigi», o quien fuera que actuara en su nombre, comprara la mercancía —o, como mínimo, parte de ella— en dependencias más nobles. Por ejemplo, en determinadas galerías o a determinados galeristas. En el supuesto, bastante probable, de que no quisiera dejar rastro alguno de la transacción, nada mejor que acudir a un sector de negocio en el que los pagos se hacen, muy a menudo, en efectivo y sin papeles.

Y es que el mundo del arte ha sido siempre de una opacidad pasmosa. Por descontado, no en su totalidad. Pero las conductas rectas, por desgracia, no alcanzan a blanquear las que no lo son. Con ese mundo pasa como con el inmobiliario: quien se acerca a él lo hace a sabiendas de que el trapicheo no depende más que de la suma de dos voluntades, la del vendedor y la del comprador. Y con la sospecha, fundadísima, de que esa suma, habiendo negocio de por medio, no va a resultar muy costosa. De ahí que sorprenda el poco celo puesto por el Gobierno —por este y por cuantos le han precedido— en el control de esa clase de operaciones o, lo que es lo mismo, en la detección del fraude, por pequeño que sea. ¿Será que confunde el negocio con el arte?

ABC, 15 de noviembre de 2009.

El arte de blanquear

    15 de noviembre de 2009
Al contrario que la inmensa mayoría de los españoles, yo me he tomado muy en serio las palabras de David Minoves, director general de Cooperación al Desarrollo y Acción Humanitaria de la Generalidad. Tanto, que he escuchado con suma atención lo que dijo el pasado lunes en la Comisión de Cooperación y Solidaridad del Parlamento de Cataluña, en presencia de sus señorías y de algunos representantes del Gobierno, los Consejos Territoriales, las Alcaldías y la Costa Caribe nicaragüenses. Debo advertirles, eso sí, que no he logrado captar el sentido completo de su intervención. Y no por falta de ganas, se lo aseguro. Ni siquiera por falta de nivel. Ocurre, simplemente, que el director general no vocaliza. O no suficientemente. Por más que he reproducido, una y otra vez, el vídeo en cuestión, siempre ha habido algún fragmento de lengua propia que se ha mostrado remiso a la comunicación. Una pena.

De todos modos, yo diría que he captado lo esencial. Y lo esencial, a mi juicio, es lo siguiente: Minoves se ha traído a Cataluña a unos ciudadanos de Nicaragua para que se empapen de las virtudes de una nación sin Estado. Y para demostrar, claro está, que el Gobierno presidido por José Montilla y vicepresidido por Josep Lluís Carod-Rovira —el valedor del propio Minoves— dispone de política exterior. Como pueden figurarse, tratar de averiguar en qué consiste esa política, más allá de la inauguración de unas cuantas franquicias en el extranjero y de la compra de lanzas a precio de oro, ya es otro cantar.

Pero a lo que íbamos. Según el director general, la delegación nicaragüense ha sido invitada al Parlamento autonómico porque está compuesta por personas especialmente interesadas en el fortalecimiento del autogobierno y de las lenguas autóctonas. De ahí el detalle de Minoves dirigiéndose a ellos en catalán, aun cuando los presentes, por supuesto, no entendieran ni jota y precisaran de la asistencia de un traductor simultáneo. Lo importante, en definitiva, era el ejemplo. Que llegara a visualizarse —son palabras de un portavoz de la agencia cooperativa dirigida por Minoves— cómo funcionan las cosas en el máximo órgano de representación del autogobierno catalán.

Y en lo tocante a los mil euros que parece que costó el espectáculo lingüístico, la verdad es que no alcanzo a comprender a qué vienen tantas críticas y tantas invectivas. Minoves no engañó a nadie. Dijo que él iba a hablar en catalán y que sus palabras serían traducidas a las lenguas propias de los nicaragüenses allí presentes. ¿Y saben qué lenguas son esas? El propio director general las había enumerado al inicio de su intervención: el misquito, el rama, el creole, el garífuna y el sumu-mayangna. Las lenguas de los indígenas y de los llamados afrodescendientes. ¿Conocen ustedes a muchas personas capaces de traducir de una de estas lenguas al catalán y viceversa? ¿Verdad que no? Pues eso tiene un precio.

Y no me vengan ahora con el cuento de que también podían haberse comunicado en castellano. ¿O acaso quieren que esos primeros espadas de la traducción se queden sin trabajo?

ABC, 14 de noviembre de 2009.
Quienes vivimos poco o mucho la Transición —y el grado de vivencia no depende tanto de la edad como de la circunstancia de cada cual—, tendemos a analizar todos los cambios de régimen en función de nuestro propio patrón. Es natural. Sólo se conoce de verdad lo que se experimenta a pie de obra. Por otra parte, como lo nuestro, mal que les pese a algunos, salió la mar de bien, y en todo caso mucho mejor de lo que nadie entonces hubiera imaginado, no sólo nos ponemos como término de comparación, sino también como ejemplo. Añadan a lo anterior que han sido muchos los gobernantes extranjeros que han alabado nuestra transición de la dictadura a la democracia, y no pocos los que la han tomado como modelo, y comprenderán que nos lo tengamos muy creído.

Lo cual nos lleva a cometer errores de apreciación. Es tanto nuestro convencimiento de que sentamos un precedente histórico, que nos cuesta entender que las cosas, en otras partes del mundo —incluso si este mundo es el europeo—, pueden haber cogido otros derroteros. Así ocurre, por ejemplo, con lo acontecido hace dos décadas en los llamados «países del Este». A primera vista, y salvando, por supuesto, cuantas distancias haya que salvar entre la dictadura que sufrimos y la que sufrieron esos países, el proceso fue muy similar. Las imágenes hablan por sí solas: grandes manifestaciones, alegría por doquier, ausencia casi absoluta de violencia. En una palabra, libertad sin ira —o con la ira, excepto quizá en Rumanía, suficientemente contenida—. Si acaso, más precipitado lo suyo, más explosivo, y más dilatado lo nuestro. Pero, en definitiva, y ciñéndonos al ámbito de lo político, un panorama bastante parecido.

No así en los demás ámbitos. Como muy bien observó Valentí Puig hace ya más de un lustro, el desplome del Muro de Berlín significó el triunfo de «la conexión intrínseca entre propiedad y libertad». O sea, el triunfo de la libertad en un sentido amplio. De la libertad de salir del país y tomar el rumbo que uno desee, de la libertad de reunirse en casa con quien a uno le apetezca y sin sentirse vigilado, y, por encima de todo, de la libertad de poseer y de elegir lo que uno posee. Si bien se mira, puede que el significado profundo de la caída del Muro esté en el recuerdo que esa joven berlinesa del este —contaba ocho años cuando el régimen de Erich Honecker se derrumbó— guarda de aquellos tiempos proteicos. Se concreta en un supermercado, en el estante de un supermercado. Y en la presencia, insólita, maravillosa, de cinco marcas distintas de chicles. Un tesoro. La posibilidad de elegir, de no tener que andar por la vida mascando siempre lo mismo, tragando siempre lo mismo.

ABC, 8 de noviembre de 2009.

Y detrás estaban los chicles

    8 de noviembre de 2009
Ignoro si a día de hoy la Fundació Catalanista i Demòcrata Trias Fargas habrá entregado ya a los actuales gestores de la Fundació Orfeó Català-Palau de la Música la copia de los convenios que justifican que 630.000 euros de la segunda fueran a parar, por obra y gracia de Félix Millet, a las arcas de la primera. Según parece, la demora en la entrega de esos papeles no tiene otra explicación que el accidente de moto sufrido por su presidente, Agustí Colomines, por lo que cabe esperar que, una vez restablecido el motorista, la fundación vinculada a CDC pueda entregar los justificantes requeridos y demostrar, de este modo, la legalidad del dinero ingresado —y a estas alturas, por supuesto, más que gastado—.

Pero, aun así, el responsable del responsable de la Trias Fragas, o sea, Artur Mas, secretario general de CDC, ha creído conveniente ir más allá en el proceso de dignificación de la entidad. No, no se trata de adoptar ninguna medida profiláctica, ninguna norma que impida, en adelante, la repetición de esas presuntas irregularidades, sino de algo mucho más sutil; se trata de liberar la memoria del político catalanista —de cuya muerte en Ocata, en pleno mitin electoral, se acaban de cumplir veinte años— de los vaivenes de la política. Según Mas, la figura de Ramon Trias Fargas se ha visto sometida, por el simple hecho de formar parte del nombre de la fundación, al «pimpampum de la politiquería», y eso no puede ser. De ahí que, en el futuro, si el Patronato no opina lo contrario —que no lo hará—, la entidad pasará a llamarse, simplemente, Fundació Catalanista i Demòcrata.

Me parece fantástico. Dejando a un lado que cualquier político, le agrade o no, va a estar siempre sometido al pimpampum de la politiquería, al bueno de Trias Fragas y a lo que quede de su memoria más vale alejarlos de los manejos de Artur Mas y los suyos. Pero lo interesante del caso es comprobar cómo CDC y el resto de las fuerzas políticas catalanas, con la excepción de IC y el PP —Ciutadans ni siquiera se atrevió a dar el paso—, tienen fundaciones «ad maiorem gloriam» de alguno de sus ilustres militantes: Rafael Campalans (PSC), Josep Irla (ERC) y Miquel Coll i Alentorn (UDC). Quiero decir que todos esos partidos, a la hora de financiar algunas de sus actividades, se han servido del pasado a su antojo, impunemente, sin reparar en gastos —y nunca mejor dicho—. Y ahora, cuando el presente empieza a manchar ese pasado —como ocurre con la Trias Fragas, pero también, aunque en menor medida, con las demás—, ahora se echan atrás y reducen el nombre de la fundación a un enunciado intrascendente, como ese «CatDem» acronímico que tanto gusta a Artur Mas y que lo mismo sirve para un barrido que para un fregado.

Y es que eso les pasa, en el fondo, por no ser previsores. Si le hubieran puesto a la fundación, pongamos por caso, Macià Alavedra, o Lluís Prenafeta, se habrían ahorrado muchos disgustos.

ABC, 7 de noviembre de 2009.

Las fundaciones y sus nombres

    7 de noviembre de 2009
Tomàs Gallart, uno de los personajes de la tertulia del Centro Fraternal de Palafrugell recreada por Josep Pla en «El cuaderno gris», decía que los banqueros son unos señores que nos dejan el paraguas cuando hace sol. Sobre lo que hacen esos mismos señores cuando llueve, Gallart no era tan rotundo: en esa circunstancia, decía, es un poco más difícil que nos lo dejen.

Cierto. Y, con la que está cayendo en España desde hace año y medio, ya no es que sea un poco más difícil, es que no hay manera. Y, si no, que se lo pregunten a todos los ciudadanos que han acudido en los últimos tiempos a una entidad bancaria en busca de ayuda y han obtenido, al solicitar el correspondiente paraguas, una negativa como respuesta. ¿Agotadas las existencias, quizá? En absoluto. Sólo que los prestamistas no están dispuestos a dejar más paraguas hasta que no les hayan devuelto los que dejaron cuando hacía sol.

Así las cosas, a nadie debería extrañar que la gente aguce el ingenio. Y que, a falta de bancos tradicionales en que confiar, se invente unos nuevos. O los resucite, para ser exactos. Me refiero a los bancos de tiempo, cuyos orígenes se remontan al anarquismo decimonónico y donde el valor de cambio ya no es el dinero, siempre sujeto a las oscilaciones del mercado y a la laminación interesada de las propias entidades bancarias, sino el tiempo que uno emplea en realizar una actividad cualquiera. Algo así como tanto tardas, tanto vales, y ello con independencia de lo que hayas estado haciendo y de lo que haya estado haciendo la persona que va a intercambiar contigo el producto de su trabajo.

Con todo, los bancos de tiempo actuales responden a un modelo más laxo que el tradicional. Por ejemplo, incluyen el trueque puro y simple de bienes y servicios, con independencia de cuál sea su valor, económico o temporal. Lo único importante es el principio de necesidad: yo poseo o puedo procurarte algo que tú precisas y, como tú posees o puedes procurarme algo que yo preciso, pues lo intercambiamos y tan contentos. Y hasta promueven soluciones híbridas, como las consistentes en animar a unas cuantas familias a asociarse y comprar a mitad de precio determinados artículos tratando directamente con sus productores o fabricantes y saltándose, en consecuencia, a los intermediarios.

De ahí, sin duda, que en las grandes ciudades esos bancos hayan contado desde el primer momento con el apoyo de los ayuntamientos de izquierda. Y es que, aunque a muy pequeña escala, hacen realidad el sueño igualitario de los revolucionarios de antaño: una sociedad sin clases, sin pobres y ricos, sin dinero. O, si lo prefieren, sin lluvia, que es como decir sin necesidad de paraguas.

ABC, 1 de noviembre de 2009.

El tiempo es oro

    1 de noviembre de 2009