Uno no sabe ya, a estas alturas, si lo que más ha indignado del fichaje de Cristiano Ronaldo por el Real Madrid ha sido el precio pagado por el futbolista o las facilidades dadas por un par de entidades bancarias para que el club pudiera realizar la adquisición. Sea como sea, tantos millones de euros escuecen. Sobre todo por contraste. Y sobre todo en tiempos de crisis, cuando millones de españoles están con una mano delante y otra detrás —o casi— y no les queda más remedio que resignarse ante la negativa con que esas mismas entidades bancarias, y el resto de los bancos y cajas, acostumbran a responder a sus frugales peticiones de crédito.

Es lo que va de la solvencia a la insolvencia. De la solvencia de un club y un empresario todopoderosos, capaces de garantizar el retorno del préstamo solicitado mediante la explotación de los derechos de imagen del jugador, a la insolvencia de muchísimos particulares —entre los que se encuentran no pocos pequeños empresarios—, necesitados de una línea de crédito para salir adelante y que no tienen con qué ampararla. Pero, junto a esa clase de contrastes, propios de la libertad de mercado y de un mundo y una economía cada vez más globalizados, están los contrastes de orden moral. Como el planteado, por ejemplo, por Joan Massagué.

El eminente científico, que acaba de recibir el Premio Fronteras del Conocimiento, de la Fundación BBVA, en el apartado de Biomedicina por sus trabajos sobre la metástasis de las células cancerosas, decía hace unos días en estas mismas páginas que los fichajes de Ronaldo y Kaká le hacían pensar en los «pacientes que sufren enfermedades que hoy en día no son manejables» y en las dificultades económicas por las que pasan proyectos de investigación que, de contar con una inversión mayor, permitirían salvar muchas de esas vidas. Y lo curioso es que Massagué no estaba reclamando, con sus palabras, un incremento notorio de la financiación pública, sino de la privada. O sea, de la filantropía, componente esencial del modelo estadounidense, que él tan bien conoce.

¿Es posible la filantropía en España? ¿Es posible imaginar en nuestro país una forma de ayuda desinteresada que vaya más allá de la que practican en estos momentos unas pocas, poquísimas, instituciones? ¿Puede llegar el día en que los millones invertidos en el futbol —cuyo futuro parece, este sí, asegurado— dejen de producir sonrojo, y hasta vergüenza, en comparación con los que la llamada sociedad civil dedique, «gratis et amore», a la salud y al bienestar del género humano? Sí, pero para ello haría falta que esa sociedad civil existiera. Que es como decir que España fuera lo más parecido a Estados Unidos.

ABC, 28 de junio de 2009.

Millones son amores

    28 de junio de 2009
Si son ustedes de los que tienen algún hijo en edad escolar, y ese hijo o esa hija no ha empezado aún el bachillerato, háganme caso: recojan sus cosas —y, entre ellas al hijo o la hija, claro— y lárguense. De verdad, no se lo piensen dos veces. Por un lado, eso de Cataluña, se mire por donde se mire, está cada día peor. Pero es que, además, entre que la nueva ley de educación va a aprobarse dentro de nada y que el Gobierno de la Generalitat parece dispuesto a aplicar la iniciativa ministerial por la que los estudiantes de primero de bachillerato que suspendan tres o cuatro asignaturas no tendrán que repetir curso, cualquier demora en la huida será fatal. ¿Que adónde hay que ir? Pues depende de sus posibilidades. Si le alcanza para una temporada en el extranjero, y a poder ser en un país civilizado, no le dé más vueltas y emprenda el viaje ya mismo. Si sólo le llega para una mudanza doméstica —y perdonen el anglicismo—, traten, ante todo, de que el lugar de destino no forme parte de eso que llaman los Países Catalanes, no vaya a suceder que salgan del fuego para caer en las brasas. Y, luego, procuren que el Gobierno de la Comunidad en la que sienten sus reales no sea copartícipe de la mencionada iniciativa ministerial, que es como decirles que se aseguren de que los socialistas forman parte de la oposición.

Por supuesto, todos esos consejos no tienen otro horizonte que el bienestar de sus muchachos. Y es que si mal estaban las cosas para un aspirante a bachiller, peor van a estar en adelante allí donde se aplique esa barbaridad que acaba de bendecir el Ministerio de Educación. ¿Cómo quieren que tome algún interés por sus estudios un chaval al que, después de haber suspendido tres o cuatro asignaturas —o sea, el cincuenta por ciento de la materia cursada—, le permiten no repetir el curso entero y matricularse únicamente de las que tiene pendientes? ¿Y al que incluso le dejan matricularse de las demás, de las que ya tiene aprobadas, con la garantía de que si saca peor nota le va a contar la del año anterior? ¿Cómo quieren que alguien así participe de la clase y se integre en el grupo de alumnos que, al cabo —si no vuelve a suspender tres o cuatro—, va a ser el que lo acoja —si no suspende por tercera vez— en su último curso como bachiller? Por no hablar, claro, de las dificultades que todas esas componendas acaban generando en la organización de los centros docentes, cuyos responsables bastantes problemas tienen ya con la falta de espacio, la conflictividad del alumnado, las carencias del presupuesto y la inestabilidad —laboral y psicológica— de maestros y profesores.

Entonces, quizá se pregunten ustedes, ¿a qué viene esa iniciativa, si no favorece a nadie? No se me ocurre más que una respuesta: la estadística. Cuanto más tiempo permanezcan esos chicos matriculados, más tarde aparecerán en las estadísticas del abandono escolar. Y a un político, por desgracia, no le interesa nada más.

ABC, 27 de junio de 2009.

Adiós, muchachos

    27 de junio de 2009
La señora Inger Enkvist estuvo hace ya algunos meses en el Parlamento de Cataluña, invitada por la Comisión de Educación. De cuantas personas comparecieron ante los miembros de dicha Comisión, ella fue sin duda la única que arrojó una luz externa, no contaminada, sobre el proyecto de ley de educación que sus señorías tenían entonces entre manos. Y es que Enkvist, como su nombre indica, no es de aquí. Nació en Suecia, en el reino de la socialdemocracia. Lo que no significa, claro, que sea socialdemócrata; basta escuchar lo que dice o leer lo que escribe para convencerse de ello. Pero, aun sin ser socialdemócrata, o precisamente por este motivo, Enkvist conoce a la perfección los resultados que las políticas educativas de los distintos gobiernos socialdemócratas han producido en su país. Y ese conocimiento, por lo demás, lo ha completado con el estudio de otros sistemas de enseñanza, entre los que se encuentra el español.

De ahí que, a propuesta del Grupo Parlamentario de Convergència i Unió, fuera invitada a dar su opinión sobre el texto que la Cámara catalana está a punto de elevar a rango de ley. (Ya saben, el mismo que convierte «de iure» —puesto que en la práctica ya es así— la lengua catalana en la lengua única de la escuela.) Y dio su opinión, en efecto. En un castellano excelente —eso sí, la presidenta de la Comisión tuvo que pedir a los presentes que las preguntas, a ser posible, no se las hicieran en catalán—, Enkvist dijo a los diputados lo que la inmensa mayoría, sin duda, no deseaba oír. Para empezar, les dijo que el proyecto de ley que habían elaborado nada tenía que ver con los verdaderos problemas de la educación; que tenía que ver con otra cosa, pero no con lo que se supone que debería incluir una propuesta de esta naturaleza. Y que le sorprendía, en este sentido, encontrar en el texto una serie de medidas que no harían sino ejercer una coerción en los adultos en vez de aumentar la calidad del aprendizaje de los alumnos.

Pero les dijo más, mucho más. Por ejemplo, que no toda la inmigración es un problema, sólo la que se resiste a integrarse por razones culturales o religiosas. O que la inmersión lingüística puede terminar afectando a la calidad de los conocimientos. O que la pieza más importante del engranaje educativo, aquella que hay que mimar por encima de todo y a la que hay que destinar cuantos recursos sean necesarios, es el maestro o profesor. Y que, para ello, el mantenimiento del orden y el respeto a la autoridad —esas dos fórmulas tan malqueridas por nuestra «izquierda pajín»— son unos requisitos insoslayables. Y, con respecto a unas intervenciones que acababa de oír, insistió en que carece de sentido presentar la relación entre la escuela pública y la privada en términos de rivalidad; que se trata de un debate estéril, que una y otra son complementarias y que en su país, mira por dónde, la privada vino a suplir las deficiencias de la pública. Y aún añadió que le extrañaba que, en lo que llevaban de sesión, nadie hubiera aludido todavía a los resultados de los informes PISA, en los que España —y Cataluña en particular— ocupa un lugar tan bochornoso.

Con todo, lo más significativo de las palabras de Inger Enkvist sobre el proyecto de ley de educación catalana acaso fue la constancia con que sus consideraciones descansaban, una y otra vez, en la tozudez de los hechos. No era sólo que esas consideraciones estuvieran cargadas de razón, de pertinencia, de sensatez: es que además llevaban siempre consigo la carga de la prueba. Hasta tal punto la llevaban, que, mientras ella hablaba, los señores diputados —y cuando digo los señores también me estoy refiriendo, claro, a las señoras— ponían cara de asombro, cuando no de profunda aversión. Alguien les estaba cantando las cuarenta y no parecía que lo tuvieran previsto. Figúrense si estaban desarmados que alguno convirtió incluso el turno de preguntas en una exposición de motivos cercana al memorial de agravios. Poco importó que la supuesta causante de los agravios fuera también la persona invitada.

Y eso que lo que esta persona intentaba explicar a sus señorías era una pura obviedad. Para llegar a entenderlo y a compartirlo, bastaba con ser algo permeable, con no cerrarse en banda. Juzguen, si no. Según Enkvist, todo nuevo método educativo debería gozar, a priori, del beneficio de la duda. Por descontado, no vale cualquier cosa. En lo que se propone, han de poder entreverse algunos visos de realidad. Pero, a poco que lo propuesto parezca factible, jamás debería descartarse a priori. Ahora bien, de la misma manera, cuando un método ha pasado ya la prueba de la realidad y no ha funcionado, es inútil empeñarse en mantenerlo. Más vale desecharlo y buscar uno nuevo. Tan absurdo resulta plegarse a ciertos prejuicios para no acometer determinadas reformas como obstinarse en conservar una práctica fracasada e inconveniente por el simple motivo de que está inspirada en valores presuntamente incontrovertibles.

De la primera de esas absurdidades, la propia Enkvist ofreció un ejemplo en su intervención. Respondiendo a una sugerencia de la propia Comisión, dedicó la mayor parte de su tiempo a hablar de la llamada educación diferenciada, la que opta por separar a niños y niñas en aulas o centros distintos. Tras advertir que en Suecia ese tipo de educación no existía, aportó varias estadísticas relativas a diferentes escuelas del Reino Unido —en las que se observaba la primacía, en lo referente a resultados, de las escuelas que la practicaban— y de Estados Unidos, donde la experiencia en barrios marginales había dado asimismo buenos frutos. Y, a continuación, no pudo por menos que mostrar su perplejidad ante un texto como el del proyecto de ley que no incluía ningún instrumento que permitiera alcanzar un nivel de calidad y prohibía en cambio, de forma expresa, un método, el de la educación diferenciada, de cuyos resultados pedagógicos nadie podía objetivamente dudar.

En cuanto a la segunda de las absurdidades, la experta sueca ni siquiera necesitó recurrir al texto que había sido sometido a su consideración. Con apelar a su experiencia tuvo suficiente. Y es que no existe seguramente ejemplo más revelador que el de la evolución de la enseñanza en Suecia. En una sociedad con una larga tradición pedagógica y un nivel de conocimientos de los más altos del mundo, en los años setenta del siglo pasado empezaron a desarrollarse políticas educativas basadas primordialmente en la igualdad. Como consecuencia de ello, el nivel de los estudios fue bajando poco a poco, al tiempo que iba aumentando la conflictividad. Aun así, los gobiernos socialdemócratas siguieron en sus trece, negándose a introducir cambio alguno en el sistema educativo, como si la realidad, decididamente, no fuera con ellos. Tuvo que acceder al poder, hace tres años, un gobierno de centro derecha para que pudiera plantearse en Suecia una reforma en profundidad del modelo.

Aun así, lo normal es que en el Parlamento catalán acabe prevaleciendo el absurdo. Es decir, que a Inger Enkvist y a sus razones no les hagan el menor caso. De lo contrario, ni Cataluña sería Cataluña, ni España, ¡ay!, sería ya España.

ABC, 24 de junio de 2009.
Parece que la culpa de que algunos hombres sean más altos de lo que en realidad son la tiene Mario Bertulli. Ese artesano de Brescia se dedica a la fabricación manual de zapatos y, entre sus poderes, está el de hacer crecer a los hombres sin que se note. Sí, cuando uno observa detenidamente a la pareja Sarkozy-Bruni y constata que sus cabezas se hallan casi casi a la misma altura, y se dice que aquí hay truco, que eso no puede ser porque esa mujer tiene unas extremidades que no caben ni en las fotos de estudio mientras que ese hombre, en una foto así, cabría hasta dos veces; cuando uno se dice todo esto, en lo primero en que piensa es en los tacones. Y acierta, si se trata de los de ella, pues rara vez ha vuelto a calzar Madame Sarkozy algo que la eleve un milímetro del suelo. Otra cosa son los de él: porque uno esperaría encontrar unos zancos, y no, aunque respetables, los tacones de Monsieur no rebasan lo que suele entienderse por normalidad.

Y es que el truco, faltaría más, no se ve. Resulta que los zapatos de todos los grandes hombres bajos llevan una suerte de cuña en el interior, de modo que no hay forma de descubrir dónde demonios está la trampa, a menos que uno establezca con ellos cierta intimidad —me refiero a los zapatos, por supuesto—. Y no sólo la llevan los de estos hombres sin par; también los de cualquiera que desee andar de acá para allá con esas alzas mágicas y pueda, claro, costearse el capricho.

De todos modos, lo que a mí me sorprende no son esos manejos, sino las condiciones de inferioridad en que se hallan, en este terreno, las mujeres, y muy especialmente las bajas. Piensen, por un momento, en los tacones femeninos que ahora están en boga —que es como decir en Vogue—. Da igual si son de aguja o un puro mazacote; lo importante es la altura. ¿Qué hacen allí arriba las mujeres, más que llamar la atención? Y sin ningún disimulo, puesto que aquí las alzas, además de verse, se exhiben. Y, con los tacones, los pies.

No hace falta advertir que he sido siempre partidario de la libertad. Pero, o todos moros, o todos cristianos. Si existe una ley de igualdad, una ley punta, caracterizada por su indiscutible transversalidad, habrá que aplicarla en cualquier circunstancia, digo yo. Y el calzado no tiene por qué permanecer al margen. Me parece denigrante que a la mujer no le quede más remedio que enseñarlo todo para darse la ilusión de estar creciendo y que el hombre, en cambio, pueda lograr lo mismo sin exponerse a comentario alguno sobre la belleza del tacón o, lo que es peor, sobre la forma de los pies o el cuidado de las uñas.

Venga, ministra, tome nota, que, como ha demostrado sobradamente, usted sí que puede.

ABC, 21 de junio de 2009.

Alzas y bajas

    21 de junio de 2009
El consejero Saura se lamentaba esta semana en el Parlamento de Cataluña de que la llamada «ley de fosas» no hubiera contado con la bendición de todos los grupos de la Cámara. Al consejero le habría encantado que el Partido Popular no votara en contra y que el Grupo Mixto, constituido por ese pecio que responde al nombre de Ciutadans-Partido de la Ciudadanía, no se abstuviera. ¿Por qué razón? Pues, en primer lugar, porque cualquier político aspira a que sus iniciativas se vean recompensadas con el olimpo de la unanimidad. Y, luego, porque, en este caso, el político en cuestión asegura estar convencido de que su ley tiene «un objetivo tan ético que debería superar cualquier diferencia política».

Veamos. La ética a la que alude Joan Saura parece concretarse en esta frase del preámbulo de la ley: «El objetivo principal y prioritario de la presente ley es el reconocimiento y la recuperación, en su caso, de los restos de todas aquellas personas —civiles y soldados— desaparecidas y/o que fueron ejecutadas y enterradas en fosas comunes durante la Guerra Civil y la dictadura franquista, con independencia de las opciones ideológicas, personales o de conciencia que las hicieron víctimas de la represión». Un noble objetivo, sin duda. De lo más ético. Lástima que, hecha la ley, hecha la trampa. Porque ese reconocimiento deja fuera de juego —o sea, fuera de la ley— a quienes un día cayeron en una fosa y ya fueron desenterrados a medida que iba avanzando la guerra o en los meses siguientes a su conclusión. Es decir, a los supuestamente caídos —pues no fue el caso de muchos de ellos— por Dios y por España.

No, no es que la ley no los tenga en cuenta. Claro que los tiene en cuenta. Incluso los menciona en el mismo preámbulo. Pero considera que, dado que ya fueron enterrados dignamente, la ley no va con ellos. Lo que viene a significar que se quita a estos muertos de encima para concentrarse en los demás, sean del bando que sean. El problema es que los demás son casi todos del mismo bando, del perdedor. Del bando hoy representado por el consejero Saura y sus aliados políticos. O, si lo prefieren, del bando responsable, en su momento, de la muerte de los muertos con los que no va la ley.

Por supuesto, no estoy abogando por que vuelvan a sacar de sus tumbas a quienes ya recibieron, hace décadas, digna sepultura. Pero sí abogo por que su memoria sea reconocida en pie de igualdad con la de las demás víctimas. Entre otros motivos, porque la ley prevé «la señalización del lugar donde ocurrieron los hechos y su recuperación como espacio de memoria», y no me cabe en la cabeza que la ética del consejero pueda llegar a ser tan parcial que se olvide de las maldades de unos y esculpa en mármol las de otros. Eso sería como medir la historia con una doble vara. O, por decirlo con la libertad del traductor, «amb una doble barra».

ABC, 20 de junio de 2009.

La fosa ética

    20 de junio de 2009
Será por lo de la Feria del Libro, pero el caso es que en los últimos días no he leído más que buenas noticias relacionadas con la literatura. Entiéndase bien: no me estoy refiriendo a nada que pueda concretarse en una hoja de cálculo; no, la cosa no va por ahí. Las noticias en cuestión tienen que ver con el provecho que puede uno sacar de la lectura de las obras literarias. Llamémosles ideas, si lo prefieren. Eso sí, ya les advierto que sus paladines son los propios escritores. Acabáramos, dirán ustedes. Pues no, porque el valor de todas esas ideas no radica tanto en la condición de quienes las engendran —parte interesada, al fin y al cabo— como en el carácter innovador de cada una de ellas.

Así, Gustavo Martín Garzo considera que «no leemos porque queramos escapar del mundo, ni para sustituirlo por otro hecho a la medida de nuestros deseos, sino para ser reales», de lo que se deduce, entre otras consideraciones, que toda esa juventud de nuestros días que no lee ni un miserable libro está condenada a vivir, de forma irremisible, una vida de ficción. Y Eric-Emmanuel Schmitt, por su lado, cree que «la meta de la literatura es que lo desconocido se haga conocido, que lo extraño y lejano se vuelva cercano», con lo cual confiere a la operación de leer una utilidad fuera de toda duda, a menos que uno prefiera seguir —y este es el caso, por desgracia, de muchos de nuestros congéneres— en la más pura inopia.

Pero la aportación más singular a la pragmática literaria proviene, a mi juicio, de un escritor catalán, Lluís-Anton Baulenas. Y no por catalán —aunque no descarto que exista alguna relación entre el país natal y el fondo de su pensamiento—. Sostiene Baulenas que «la creación hoy en día tiene que fortalecer el criterio y la personalidad de los ciudadanos» y que él se toma el oficio de escritor «como un servicio público». O sea, como si de una empresa de autobuses se tratara, sólo que transportando el ánimo en vez del cuerpo. No sé si reparan en la trascendencia de semejante propósito. Dejemos a un lado, si les parece, el efecto que una tal doctrina pueda llegar a producir en unos lectores bastante bajos, por lo general, de defensas. Dejemos a un lado, incluso, los más que probables estragos en la literatura. No, lo que en verdad encuentro preocupante del planteamiento de Baulenas es otra cosa. ¿Se han parado a pensar adónde nos lleva que los escritores consideren su oficio un servicio público? Y quien dice escritores dice toda clase de artistas: pintores, escultores, ceramistas, actores, escenógrafos, guionistas, intérpretes y ejecutantes. ¿Se les ha ocurrido pensarlo? Yo, de ustedes, agarraría bien la cartera y no la soltaría ni borracho…

ABC, 14 de junio de 2009.

Pragmática literaria

    14 de junio de 2009
Considera Sam Abrams, y creo recordar que no es la primera vez, que existe un «caso Valentí Puig». A su juicio, resulta inconcebible que un escritor de la talla de Puig, «uno de los más inteligentes, cultos, sagaces, plurales, ágiles e irónicos de la literatura catalana contemporánea», reciba el trato que recibe por parte de la cultura del país. Es verdad. Es verdad que Valentí Puig es lo que Abrams dice que es —a su caracterización del escritor no le sobra ni un adjetivo— y es verdad que el trato a que lo ha sometido y lo somete la cultura del país es, como mínimo, ignominioso. Ahora bien, lo que ya no me atrevería a afirmar es que todo lo anterior resulte inconcebible. No, por desgracia, resulta más que concebible.

La mayoría de las razones que ayudan a comprender el porqué del «caso Valentí Puig» las da el propio Abrams en su artículo del pasado miércoles en el diario «Avui». Por un lado, el hecho de que Puig haya abandonado el ejercicio de la crítica literaria ha comportado, según el articulista, que la gente deje de temerle y, en consecuencia, de hacerle la rosca. Por otro, el que haya fijado su residencia en Madrid le ha alejado de los centros de decisión, por lo que, poco a poco, su obra ha ido quedando, si no olvidada, sí cuando menos marginada.

Pero Abrams también alude a otra clase de razones. A las de orden intelectual, por ejemplo —esto es, a la incomodidad que generan, en una cultura de vuelo tan gallináceo como la catalana, la inteligencia y el espíritu crítico del escritor—. O a las de orden ideológico. A su juicio, que Puig sea un conservador convicto y confeso es algo que la izquierda de este país, tan maniquea, no perdona. Sin duda. Baste recordar, en este sentido, su exclusión de la lista de Frankfurt. Pero el maniqueísmo —y en eso Abrams parece no reparar— no lo practica únicamente la izquierda. También la derecha nacionalista se entrega gustosa a ese juego sectario. Piénsese, por un momento, en los cordones sanitarios. O en la inclusión, en los Pactos del Tinell, de la famosa cláusula por la que los abajo firmantes se comprometían a no establecer pacto alguno con el Partido Popular ni en el Gobierno autonómico ni en el del Estado. Es cierto que todo eso lo promovió y lo suscribió la izquierda. Pero también lo es que, en la campaña de las pasadas elecciones autonómicas, a Artur Mas le faltó tiempo para pedirle hora al notario y ponerse a la altura de sus colegas.

Si en eso consiste la cultura política del país, ¿en qué quieren que consista la cultura a secas? En otras palabras: ¿cuántos miembros de esa cultura catalana denunciaron las prácticas mafiosas de su clase política? Peor aún: ¿cuántos las aplaudieron? No dudo que exista, como sostiene Abrams, un «caso Valentí Puig». Pero mucho me temo que no sea más que un triste y desgraciado ejemplo de un caso mucho mayor, el «caso Catalunya».

ABC, 13 de junio de 2009.

El caso Catalunya

    13 de junio de 2009
Si las cosas son como son y no como parecen —y no veo yo razón alguna para ponerlo en duda—, las elecciones que ayer se celebraron en España, más que unas elecciones europeas, fueron un ensayo general con vistas a unas próximas legislativas. De ahí que, una vez salvadas todas las distancias que haya que salvar y tras lamentar que la participación haya sido tan desoladora como la de hace cinco años, pueda uno sacar algunas conclusiones de cara a un futuro más o menos cercano. La primera es que el PP, ya por sus propios merecimientos, ya por los errores ajenos, ya por la suma de ambos factores, ha conseguido lo que jamás había logrado desde que Rajoy lidera el partido: ganarle al PSOE en unos comicios de ámbito nacional. Y no sólo ganarle, sino hacerlo además por una diferencia considerable, que permite a Rajoy consolidar su liderazgo, afianzar su estrategia y confiar en que tarde o temprano su formación pueda recuperar el Gobierno del país.

En lógica correspondencia, la clara victoria popular representa, si no un descalabro, sí un fuerte contratiempo para los socialistas. Aunque entre un partido y otro no haya más que dos escaños de diferencia, la distancia porcentual resulta harto significativa. Y lo peor para el PSOE y para su secretario general y presidente del Gobierno es que no parecen quedarles ya muchas cartas, ni en lo tocante a una remodelación del Ejecutivo, ni en cuanto a las medidas económicas que puedan todavía emprenderse.

Pero tal vez lo más notable, por novedoso, de los comicios de ayer sean los resultados de UPyD. Que el partido de Díez entrara en el Parlamento era algo previsto. Lo que ya no lo era tanto es que fuera la única fuerza que ha crecido con respecto a las generales del año pasado. Y no un crecimiento menor, sino de casi un cincuenta por ciento. No hay duda que algo se está moviendo en la política española.

ABC, 8 de junio de 2009.

Ensayo general

    8 de junio de 2009
Entre los asuntos que no dependen del resultado de las elecciones que hoy nos ocupan está la legislación sobre el aborto. Aquí no hay unión —ni siquiera voluntad de que algún día la haya—. En este terreno, cada Estado es un mundo. Seguramente porque toda legislación sobre una materia que, aparte de afectar a la salud, afecta a las creencias religiosas y a las convicciones morales de un número significativo de ciudadanos, no puede sino reflejar la composición de la sociedad a la que atañe.

En lo tocante a España y los españoles, llevamos ya algunos meses enfrascados en un proceloso debate. El Gobierno, ya saben, está decidido a reformar la actual ley de interrupción del embarazo ampliando los plazos, modificando los supuestos y permitiendo que las menores de entre 16 y 18 años aborten sin consentimiento paterno. Al margen de otras consideraciones, lo más embarazoso del asunto —y el adjetivo conviene, qué duda cabe— es que esa reforma no parece obedecer a una demanda social. Quiero decir que no parece que una mayoría relevante de españoles vea con buenos ojos ese cambio de marco legal, al menos en los términos en que se ha planteado.

Para muestra, las encuestas de hace unos días. En cuanto a la conveniencia de la reforma, la sociedad está partida en dos. Y, en lo que respecta a la posibilidad de que las menores aborten sin autorización expresa de sus padres, esa misma sociedad se manifiesta claramente en contra de la medida —entre un 57 y un 70 por ciento se opone a ella—. Pero quizá lo más revelador sea que, entre los votantes socialistas, la oposición oscila ya entre el 43 y el 60 por ciento. Vaya, que el rechazo también afecta, y de qué modo, a quienes en marzo de 2008 prestaron su apoyo al partido hoy gobernante.

Lo cual tiene, claro, su explicación. Aunque amagaron con hacerlo, los socialistas no incluyeron la reforma de la ley del aborto en su programa electoral; tan sólo la promesa de fomentar una reflexión sobre la legislación vigente y supeditar cualquier posible modificación a la existencia de un amplio consenso. Con buen criterio, pues es muy probable que, de lo contrario, hubieran perdido votos y puesto en peligro su victoria. Una vez ganadas las elecciones, todo cambió. Se olvidaron del programa y ancha es Castilla.

Según parece, a estas alturas el Gobierno cuenta ya con los apoyos necesarios para convertir en otoño el proyecto de reforma en una nueva ley. Sólo la percepción de un fuerte desgaste entre sus propios electores podría llevarle a limar algunos aspectos de su propuesta. No importa: lo que mal empieza mal acaba. Tanto este Gobierno como los anteriores de Rodríguez Zapatero han dado sobradas pruebas de ello.

ABC, 7 de junio de 2009.

Algo que no depende
de Europa

    7 de junio de 2009
Uno, la verdad, no espera ya gran cosa de los políticos. Y menos en campaña. Pero hay niveles de estulticia difícilmente superables. Estos días hemos visto y oído de todo, a un lado y otro del tablero. Aun así, la traca la ha puesto, cómo no, el presidente del Gobierno en su última aparición catalana. Cuando pisa Cataluña, ese hombre se transforma. Cataluña es el granero, cierto. Los 25 diputados. El triunfo sobre la derecha. Todo eso cuenta, vaya si cuenta. Y todo eso hay que cuidarlo, en especial cuando pintan bastos electorales. Pero hay más, sin duda. Ese hombre —no descubro nada— es un mar de tópicos. O una suerte de tópico andante, como prefieran. Y, en ese terreno, Cataluña ocupa un primerísimo lugar. Quiero decir que Cataluña ha sido siempre para él un modelo, un ideal, una pasión —un tópico, en una palabra—. En su fuero interno, Cataluña es más que un país, del mismo modo que el Barça, su Barça, es más que un club, y del mismo modo que él, José Luis Rodríguez Zapatero, es, o por lo menos se considera, más que un presidente. Da igual que ese ensamblaje no tenga otro sustento que el meramente sentimental. Hace ya mucho tiempo que ese hombre ha puesto en fuga a la razón.

De ahí que este jueves, en el pabellón de la Mar Bella, se saliera. En lo manido, se entiende. Por ejemplo, cuando afirmó que sólo podría vencer en las elecciones de mañana si «la Cataluña culta, europea y moderna» votaba. Otra vez África, el analfabetismo, la España negra. Otra vez la Cataluña pujante, ilustrada, tan distinta del resto de la Península que sólo ella puede aspirar legítimamente a la condición de europea. Trasladen el tópico a cualquier otra región de cualquier otro país de Europa y seguro que todavía se mondan. Pues bien, aquí no, aquí cuela. Desde hace décadas. Al igual que también cuela la invocación del «una, grande y libre», que es como hay que entender la llamada presidencial a «combatir a aquellos que quieren imponer una sola lengua, una sola moral, un solo credo». Por supuesto, esos totalitarios, a juicio de Rodríguez Zapatero, no son otros que los que votan a la derecha. A la derecha española y españolista, claro, no a la autonómica y, en buena medida, independentista. En definitiva, esos indeseables son los que votan a la «derechona».

Contra el tópico no hay nada que hacer, excepto denunciarlo y confiar que, con el paso del tiempo, vaya dejando de ser común. Pero, ya que ha habido que sufrir esa interminable campaña electoral, quizá no estará de más indicar que, en Cataluña, los únicos que quieren imponer una sola lengua, una sola moral y un solo credo son los partidos que defendieron a capa y espada la necesidad de un nuevo Estatuto, entre los que se encuentra, en un primerísimo plano, el que lidera Rodríguez Zapatero. Y, si todavía les queda alguna duda al respecto, lean el proyecto de ley de educación catalana, emanado del nuevo Estatuto, y la disiparán al punto.

ABC, 6 de junio de 2009.

Lengua, moral y credo

    6 de junio de 2009