Quedamos en que hoy les daría los datos. Ahí van, pues. Para saber cómo y por qué la plaza Rius i Taulet va a pasar a llamarse próximamente «plaça de la Vila de Gràcia», hay que acudir de nuevo a Martínez y a sus palabras. El presidente del Consejo Municipal del Distrito se dirigía a comienzos de año por carta a sus vecinos en estos términos: «Benvolgut veí/veïna, / Volem convidar-vos a participar en el procés consultiu per canviar el nom de l’emblemàtica plaça Rius i Taulet. / Des del més absolut respecte per Francesc Rius i Taulet, diversos moviments socials i entitats han reivindicat que la plaça sigui rebatejada de manera més propera a la sensibilitat popular dels graciencs i gracienques». Ya ven, no falta nada: el tratamiento de «vós», acorde con el carácter pueblerino de la iniciativa y de sus promotores; el desprecio por lo que el propio firmante dice considerar un emblema merecedor del más absoluto respeto; y el recurso a la correa de transmisión de los movimientos sociales y las entidades, amamantados con dinero público, para justificar lo que no es sino una decisión de Martínez y sus palmeros republicanos. Les ahorro el resto de la carta. Excepto un par de detalles. Por un lado, el presidente advertía a sus administrados de que la Ponencia del Nomenclàtor ya había desestimado el nombre de «plaça de la Vila», por considerarlo demasiado genérico, y, por otro, se comprometía a aplicar la medida que saliera del proceso de consulta, siempre y cuando dicho proceso fuera apoyado por una amplia mayoría social.

A finales de marzo los vecinos ya habían hablado. De forma inequívoca, además. En la consulta habían participado 1.256 barceloneses, de los que 1.040 estaban censados en el distrito —el resto sólo trabajaban allí—. En otras palabras: habían hablado un 2,1% de los gracienses. Una amplia mayoría social, sin duda. Y una ligera mayoría de esta mayoría, el 56% de los votantes —miembros de aquellos movimientos sociales y entidades, claro está—, habían votado por cambiar el nombre de «plaça Rius i Taulet» por el de «plaça de la Vila», denominación a la que los gestores del distrito, para no recaer en lo genérico, habían añadido luego el complemento «de Gràcia». El 29% de los votantes, en cambio —y, entre ellos, muchos residentes en la propia plaza afectada—, habían optado por mantener el nombre secular.

Como pueden figurarse, a Martínez y a sus voceros subvencionados les faltó tiempo para considerarse legitimados en sus afanes. Y la muy consistorial Ponencia del Nomenclátor, para vergüenza de todos los barceloneses, bendijo la operación. O sea, que el pobre Francisco Rius i Taulet, el alcalde de la Exposición Universal de 1888, el alma de la gran Barcelona —al fin y al cabo, la agregación de los pueblos vecinos, entre los que se hallaba Gracia, fue idea suya—, va a ser expulsado del callejero de su ciudad. Por haber creído en ella, sin duda. O, lo que es lo mismo, por haberse reído del pueblo.

ABC, 30 de agosto de 2008.

Noticias de Gracia (y 3)

    30 de agosto de 2008
Les hablaba el pasado sábado de un cambio de régimen. O, si lo prefieren, de cómo se estaba forjando en el corazón mismo de Barcelona una suerte de república independiente, con sus propios usos y abusos. También les decía que el último estadio de este proceso —así lo enseña la historia— era el callejero. El asalto al callejero, para ser precisos. Y en este punto nos quedamos, por falta de espacio. Hoy toca, pues, hablar de nombres y de mudanzas. Con todo, antes de entrar en materia, y dado que la república ha celebrado esta semana su fiesta mayor, y dado, aún, que la fiesta mayor ha sido, como cada año, noticia grande, no me resisto a consignar, aquí y ahora, algunas de las hazañas —republicanas, por supuesto— que han trascendido.

Me refiero, por ejemplo, a un par de saraos nocturnos y alternativos, de factura «okupa», caracterizados por el gentío, el estruendo y los efluvios tóxicos de toda clase. O a unos conciertos hechos a golpe de material urbano —contenedores, conos, vallas—, que han terminado a las seis de la mañana frente a unas residencias de ancianos. O a una manifestación no autorizada, convocada bajo el lema «Ultratgem Espanya», en la que se han lanzado vivas a ETA y mueras a todo bicho, y que los Mossos d’Esquadra no han creído necesario reprimir para no vulnerar —la explicación es suya— el derecho a la libertad de expresión. Y todo esto, claro, religiosamente subvencionado, de forma directa o indirecta, por el Ayuntamiento de la ciudad.

Pero dejemos a un lado las algaradas juveniles y sus secuelas y volvamos al callejero. Y, en concreto, al cambio de nombre de la plaza Rius i Taulet, que dentro de unos meses, si nada lo impide, pasará a llamarse «Plaça de la Vila de Gràcia». El propio presidente del Distrito, el republicano Martínez, anticipándose en medio año a los efectos del decreto municipal, se felicitaba ya por ello en el programa de la fiesta mayor. Sus palabras merecen ser oídas: «Aquest serà el primer any de Festa Major a la “Plaça de la Vila”, nom que hem volgut que tingui l’espai públic que conté l’element simbòlic de la Vila i el seu Ajuntament». No le falta razón. Han querido que el nombre sea este y casi casi lo han logrado. Pero, antes de proseguir, debo aclararles que cuanto viene a continuación —y cuanto deberá esperar fatalmente al próximo sábado— no es fruto de ninguna investigación particular, sino de la aportación interesada de Albert de Paco, editor en excedencia, rumbero a carta cabal y, lo que aquí importa, graciense de pro. Pues bien, de sus pesquisas se deduce que el republicano Martínez, y todos los republicanos por él alimentados durante las últimas legislaturas, incluidos los medios de comunicación de barriada, han urdido una campaña sensacional para echar de la república al alcalde Rius i Taulet y sustituirlo por esa denominación primaria y obsoleta de «Plaça de la Vila».

El próximo sábado, sin falta, tendrán todos los detalles.

ABC, 23 de agosto de 2008.

Noticias de Gracia (2)

    23 de agosto de 2008
Hubo un tiempo en que el Partit dels Socialistes de Catalunya, más conocido como PSC, era lo más parecido a un fenómeno. El caso es que tenía dos almas. La primera de esas almas, la más longeva, correspondía a la Federación Catalana del PSOE, cuyas primeras manifestaciones databan de 1880. La segunda se había encarnado en 1945 en el Moviment Socialista de Catalunya, aunque su verdadero origen ideológico cabe situarlo en 1923, en vísperas del pronunciamiento de Primo de Rivera, cuando una serie de intelectuales y profesionales de la Federación Catalana del PSOE abandonaron la casa madre y, junto a unos jóvenes sindicalistas formados en la Escuela del Trabajo de la Mancomunidad, fundaron la Unió Socialista de Catalunya. Así pues, la segunda alma no era sino una escisión de la primera, o, si lo prefieren, una suerte de retoño mucho más nacionalista que socialista, como pudo comprobarse durante la Segunda República, en que la Unió Socialista se alió electoralmente con Esquerra Republicana, lo que le permitió disfrutar amplia y generosamente —su militancia era más bien escasa— de las prebendas del poder.

Es verdad que esas dos almas tuvieron ya en aquellos años republicanos su punto de fusión. O de reencuentro. Fue en el verano de 1933. Pero el intento acabó en fracaso, según parece por la negativa de la Ejecutiva Federal socialista, que recelaba de los efectos que pudieran producir en sus propias filas convenciones demasiado orgánicas con el catalanismo. No sucedió lo mismo en 1978, cuando la fundación del PSC. Había transcurrido casi medio siglo y los vientos ya no soplaban igual. Y, encima, el año anterior, en las primeras elecciones democráticas después de la dictadura, una coalición entre la Federación Catalana del PSOE y uno de los dos partidos socialistas catalanes surgidos de aquel Moviment de posguerra y de otros movimientos similares —el llamado PSC-Congrés, liderado por Joan Reventós y Raimon Obiols—, obtuvo una clara mayoría en Cataluña. Total, que ambas partes debieron de pensar que si el experimento había funcionado a las primeras de cambio, por qué no iba a seguir haciéndolo en el futuro. Y, al contrario de lo que había ocurrido durante la Segunda República, la Ejecutiva Federal, consciente del granero de votos que una tal alianza acarreaba, bendijo esta vez la fusión. Y el Partit dels Socialistes de Catalunya echó a andar.

De su larga andadura, mucho podría decirse. Aun así, ya el nombre mismo de la formación contiene sin duda alguna lo esencial. Allí, justo detrás del «Partit dels Socialistes de Catalunya» —o del «PSC»— y entre paréntesis, se hallan las dos almas, bien ordenadas y unidas por un guión: «(PSC-PSOE)», se lee. Es cierto que, últimamente, a los responsables de comunicación del partido se les olvida a menudo el paréntesis —no me refiero únicamente al signo, sino también a lo que el signo encierra—. Puede que sean los nuevos tiempos, poco propicios a las honduras y a las exégesis. O puede que sea la convicción, nada extemporánea tampoco, de que ha llegado por fin la hora de soltar lastre. En todo caso, y hasta que el correspondiente registro disponga lo contrario, el paréntesis sigue allí, formando parte de la denominación oficial. Y aludiendo, claro está, al pasado.

Y es que, a lo largo de estas tres décadas, cada una de las dos almas del partido ha ido cumpliendo, con singular disciplina y un acierto dispar, su función. En el orden electoral, por ejemplo, el alma socialista ha servido para ganar en Cataluña, cita tras cita, cuantas elecciones legislativas se han celebrado en España —y lo mismo podría afirmarse, salvando las distancias, de las locales—, mientras que la otra alma, la nacionalista, ha servido para perder, cita tras cita, cuantas elecciones autonómicas se han celebrado en Cataluña —cuando menos si nos ceñimos al número de escaños conseguidos—. O, si lo prefieren, del mismo modo que la existencia del alma nacionalista no ha sido óbice para que se dieran todas esas victorias en las generales, la presencia del alma socialista, en lo que tenía de española, ha contribuido en buena medida a las sucesivas derrotas en las autonómicas. Aunque sólo sea por la vergonzosa terquedad con que el partido la ha escondido.

Eso en el orden electoral. En el partidista, se ha producido a primera vista un reparto de poderes. Hasta mediados de los noventa, así como la dirección ha correspondido por entero a los nacionalistas, el aparato —y en especial el vinculado a Barcelona y a su área metropolitana— ha sido cosa del sector estrictamente socialista. Luego, y sobre todo a raíz de la elección de José Montilla, en junio de 2000, como primer secretario del partido, si bien el aparato ha seguido en las mismas manos, la dirección ha adquirido una naturaleza bifronte: por un lado, una presidencia, más bien honorífica, reservada a los herederos de aquel Moviment; por otro, una primera secretaría destinada a los epígonos de aquella Federación Catalana del PSOE.

Con todo, esa bipolaridad ya es historia. En otras palabras: el fenómeno de las dos almas ha dejado de existir. El primer indicio de su desaparición lo tuvimos en las últimas elecciones generales. El crecimiento experimentado por el PSC, gracias a una campaña centrada en un mensaje furibundamente anti PP, sólo se explica por la atracción de un voto nacionalista que, en otras circunstancias —y muy especialmente en anteriores legislativas, donde ya se había recurrido al fantasma del franquismo con el consiguiente «¡Que viene el lobo!»—, el partido no había logrado captar. Por descontado, ello no implica que el millón y medio de electores que confiaron su voto al PSC lo hicieran en clave nacionalista. Pero sí que, por primera vez, el matiz prevaleció.

Y si ése fue el primer indicio, la confirmación llegó con el congreso del partido. De entrada, mediante el acceso de Isidre Molas a la presidencia del partido. Molas no sólo es uno de los miembros más conspicuos del viejo sector nacionalista, sino que se declara abiertamente partidario de alcanzar grandes acuerdos «nacionales» con Convergència i Unió. O, lo que es lo mismo, de convertir la casa común del catalanismo auspiciada por Artur Mas en un gran movimiento de todas las fuerzas políticas catalanas. Pero, más allá de este movimiento —aunque muy unido a él—, están las palabras que el primer secretario dirigió en la sesión de clausura al presidente del Gobierno y secretario general del PSOE: «José Luis, te queremos mucho, pero queremos más a Cataluña y a sus ciudadanos». Más claro imposible.

Habrá quien sostenga que esa renuncia al alma socialista es meramente coyuntural, que en modo alguno puede disociarse de la polémica relacionada con el sistema de financiación y, más en general, de la sentencia del Tribunal Constitucional con respecto al nuevo Estatuto. Y quien recordará, abundando en la coyuntura —caracterizada en las últimas fechas por un inusual grado de tensión entre PSC y PSOE—, que los acuerdos de gobierno con Esquerra Republicana pesan lo suyo. Sin duda. Pero la coyuntura es la que es porque así lo ha querido el propio PSC. Dicho de otro modo: sarna con gusto no pica. Y no creo que haga falta precisar de qué sarna se trata. Ni de qué gusto.

ABC, 16 de agosto de 2008.

Entre dos almas

    16 de agosto de 2008
Yo nací, hace ya más de medio siglo, en el barrio de Gracia. En aquel entonces, Gracia pertenecía aún a Barcelona. Doy fe. Es verdad que yo nací en una esquina. Mejor dicho, en una que eran dos: en la que hacían las calles Bailén y Camprodón, y en una del propio barrio, que un poco más allá perdía su nombre. De ahí que mi visión fuera tal vez algo sesgada. Con todo, aquello era Gracia. Sin duda. Y en aquel entonces, insisto, Gracia todavía formaba parte de Barcelona. No negaré, sería absurdo, que algunos vecinos tenían a mucha honra haber nacido allí y no cuatro calles más abajo. Pero ese envanecimiento se daba por igual en otros barrios de la ciudad, y no por ello quienes lo padecían dejaban de sentirse, antes que nada, barceloneses.

Ignoro en qué momento se rompió la baraja, aunque me imagino que sería cuando los Juegos y su resaca. O quizá un poco antes. En todo caso, a partir de cierto momento Gracia pasó a ser una especie de enclave en el centro mismo de la ciudad. Un coto privado, un territorio comanche. Y pasó a serlo con el beneplácito del Ayuntamiento de Barcelona, suponiendo que no fuera el propio Ayuntamiento quien pusiera en marcha la operación con o sin beneplácito —esto es, con resignación— de los viejos vecinos de toda la vida. Sea como sea, el barrio se fue llenando de jóvenes. Pero no de jóvenes normales y corrientes, sino de jóvenes subvencionados. Por supuesto, las subvenciones no son nunca inocentes. La Administración las administra con mucho tino. Y, en el caso que nos ocupa, estas subvenciones, debidamente dirigidas a entidades, asociaciones y fundaciones catalanísimas, han servido para ir tejiendo una suerte de república independiente, con sus propias leyes y sus propios usos y abusos. Seguro que ustedes recuerdan la revuelta juvenil de hace dos veranos, por estas mismas fechas poco más o menos, cuando la turba se negó a obedecer las órdenes de cierre de las terrazas de los bares, intervino toda clase de policía y se armó la de Dios es Cristo. Pues bien, aquello no fue más que una rabieta de niños consentidos a los que papá Ayuntamiento había intentado por una vez meter en vereda para tratar de contentar a otros ciudadanos del barrio, probablemente no tan jóvenes, que llevaban noches y más noches sin poder dormir.

El caso es que ahora este proceso de desgajamiento parece estar llegando a su fin. Si nadie con autoridad lo remedia, la plaza Rius i Taulet, así denominada desde hace más de un siglo en honor del benemérito alcalde de la ciudad, la famosa plaza del reloj, donde tiene su sede el Distrito, se llamará en adelante «Plaça de la Vila de Gràcia». El cómo y el porqué de tan increíble mudanza deberán quedar para un próximo artículo. Sin embargo, no quiero despedir el de hoy sin recordarles que, en los cambios de régimen, lo primero que suele cambiar es el callejero. Y, si no lo primero, lo segundo.

ABC, 16 de agosto de 2008.
El Gobierno de la Generalitat ha aprobado, por fin, su ley de educación. Llei d’Educació de Catalunya, la llama. Habría podido denominarla, claro está, Llei d’Educació a secas —esto es, sin complemento geográfico—, lo que le habría puesto al mismo nivel que otros gobiernos que han promulgado leyes parecidas, empezando por el de España. Pero no lo ha hecho. Y con razón. Nunca una ley ha sido tan de Cataluña. Es decir, tan singular, tan propia, tan exclusiva, tan irrepetible, tan «ad hoc». Lo que menos importa de las 136 páginas de que consta el proyecto que el Gobierno autonómico ha remitido al Parlamento es la educación. Lo que más, lo único casi, Cataluña.

O la sociedad catalana, que es como el texto designa, ya desde el comienzo de la exposición de motivos, a ese ente colectivo hacedor de todos nuestros sueños: «La societat catalana aspira a proporcionar la millor educació possible a les noves generacions i, més enllà, a continuar donant oportunitats educatives a tothom durant tota la seva vida». Ya ven, por aspirar que no quede. Otra cosa es que a los componentes de esta sociedad les hayan preguntado alguna vez qué clase de educación quieren para sus hijos, aparte de la que muy libremente hayan escogido darles en casa. Y quien dice educación dice, por supuesto, enseñanza. O, si lo prefieren, contenidos. Sí, contenidos, eso que la ley, en la misma exposición de motivos, renuncia a tratar de forma exhaustiva, dado que su objetivo no es este, faltaría más, sino «fer possible que la pràctica educativa respongui millor a la diversitat dels nostres alumnes, de manera que la nostra institució escolar pugui adoptar en tot moment mesures concretes per satisfer les situacions diverses que presenta una societat complexa i canviant com la del segle XXI».

Lo cual no significa tampoco que la ley de marras sea un reflejo de esa sociedad del siglo XXI, compleja y cambiante. No, la ley no refleja más que una sociedad, la catalana. Y ni siquiera la sociedad catalana tal como usted y yo, querido lector, acertamos a verla. Sólo la sociedad catalana tal como la ven la clase política autóctona y quienes la secundan. Es decir, una sociedad inexistente, una entelequia, una alucinación. De ahí que el proyecto legislativo con el que van a ocupar su tiempo, después del verano, nuestros parlamentarios posea tantos resabios intervencionistas y atente, tan a menudo, contra la libertad. Negando la posibilidad de que los padres escojan la lengua en la que quieren escolarizar a sus hijos o, lo que es lo mismo, contraviniendo a un derecho fundamental. Negando la posibilidad de que existan centros docentes concertados en los que la enseñanza no sea mixta, en contra de lo que proponen, en aras de lograr un mejor rendimiento escolar, prestigiosos especialistas. Sometiendo a la población inmigrada a programas de acogida, que no son, las más de las veces, sino programas de adoctrinamiento lingüístico y cultural.

Sí, en efecto, la sociedad catalana aspira a proporcionar la mejor educación posible a las nuevas generaciones.

ABC, 2 de agosto de 2008.

Llei (d’Educació) de Catalunya

    2 de agosto de 2008