Siento tener que volver sobre «El manifiesto por la lengua común», pero no queda más remedio. Si el pasado sábado eran las declaraciones de un académico, hoy es el artículo de un consejero. De un consejero de Educación, por más señas (Ernest Maragall, «Varias decepciones y una profunda desazón», «El País», 23-7-2008). El caso es desbarrar.
O, peor aún: mentir.

Para empezar, si bien el autor afirma haber leído el manifiesto, de sus propias palabras no puede sino deducirse justo lo contrario. Aunque también podría suceder, claro está, que lo hubiera leído y no hubiera entendido nada de nada —los nacionalistas suelen ver lo que nadie ve y son incapaces, por lo general, de percibir lo que el común de la gente percibe—. Sea como fuere, Maragall sostiene, entre otras muchas cosas, que el manifiesto «da a entender que el castellano es una lengua marginada en Cataluña, que un castellanohablante no puede vivir en Cataluña si no es renunciando a su lengua materna». ¿De veras? ¿En qué párrafo, en qué frase, en qué línea del texto ha hallado el consejero elementos bastantes como para sostener lo que sostiene? Es cierto que, en el orden de las interpretaciones, ancha es Castilla. Pero, en fin, alguna sustancia debería haber en el escrito de marras para que un lector como él pueda llegar a semejante conclusión.

Ahora bien, todo esto, en el fondo, no tiene mayor importancia. Lo que en verdad importa del artículo de Maragall es la insistencia en que, «con el sistema actual, todo el mundo en Cataluña completa sus estudios obligatorios dominando el castellano y el catalán», hasta el punto de que «los alumnos catalanes» obtienen «iguales resultados, incluso a veces mejores, en lengua castellana que en otras autonomías donde sólo se habla la lengua común». (Y hablo de insistencia, porque tanto el consejero como el resto de los miembros de la Administración, van repitiendo, todos a una y desde hace muchísimo tiempo, la misma canción.) ¿Dominar, dice? Es evidente que Maragall no ha tenido nunca entre sus manos un trabajo cualquiera de un estudiante universitario recién llegado de la enseñanza obligatoria y posobligatoria. Es evidente que jamás ha reparado en el cúmulo de faltas de ortografía y gramática, debidas muy a menudo a las interferencias entre ambas lenguas, que acostumbran a adornar esos escritos. Y, en cuanto a la equiparación entre el nivel de castellano de los alumnos catalanes y el de otras autonomías, ¿puede indicarme a qué prueba general para toda España, externa a cada una de las administraciones autonómicas, con un mismo temario y unos mismos criterios de puntuación —para entendernos: una suerte de reválida—, se refiere? Porque, de lo contrario, cualquier comparación entre unos y otros estará fuera de lugar. Y, usada como argumento, como hace el consejero en su artículo, no sólo estará fuera de lugar y perderá todo valor, sino que se convertirá en una falacia.

O en una verdad. ¿O acaso no decía aquel que una mentira repetida mil veces acababa convirtiéndose en una verdad?

ABC, 26 de julio de 2008.

Verdad y mentira

    26 de julio de 2008
A juzgar por la frase que le atribuyen las crónicas, no me cabe la menor duda de que Pere Gimferrer debió de pronunciarla después de un largo interrogatorio, de esos que duran toda la noche y tienen lugar en un cuartucho donde no hay más que una pobre mesa, un par de sillas y una bombilla amarillenta. «Ni lo he firmado ni lo pienso firmar», dicen que dijo. Vaya, que ni mediante tortura. Y lo más inaudito es que no se trataba de una declaración comprometedora, que pudiera acabar, de un plumazo, con su exitosa carrera. Qué va. Era una declaración de lo más trivial, puro sentido común. Pero ni por esas. No, no y no.

Uno podría pensar, en vista de la reacción del académico, que había sido atacado por un delirio parecido al de algunos de sus conciudadanos. Esto es, que veía gigantes donde la inmensa mayoría no acertaba a ver sino molinos. Como ustedes saben, la clase rectora catalana —formada, entre otras variedades autóctonas, por políticos cohesivos, intelectuales orgánicos y escritores sostenibles— está convencida de que existe un manifiesto, al que se adhieren cada día unos cuantos miles de españoles, cuyo objeto es denunciar la persecución a que está sometido el castellano en aquellas partes de España donde gobierna el nacionalismo. De nada han servido las advertencias de algunos impulsores del documento recordando que en absoluto afirma el texto tal cosa. Ellos, erre que erre. De lo que se deduce que todos esos rectores catalanes no han leído el manifiesto ni lo piensan leer, del mismo modo que Gimferrer no lo ha firmado ni lo piensa firmar. Figúrense si el delirio ha adquirido proporciones preocupantes que un notable de nuestras letras como Josep Maria Castellet, autor de un viejo volumen bastante estimable llamado «La hora del lector» —es decir, alguien presuntamente acostumbrado a la lectura—, ha llegado a afirmar, después de tildar a los firmantes de «obsesos y maniáticos», que «están en el siglo XIX». Será que la conculcación de los derechos lingüísticos, y el correspondiente derecho a denunciarla, es algo propio del pasado.

Sea como sea, el delirio de Gimferrer tiene otras características. Aunque coincide con Castellet en que la publicación del documento que no ha firmado ni piensa firmar es una «actuación táctica con fines políticos», a él lo que en verdad le preocupa no es lo que dice o deja de decir el texto, ni si los hechos denunciados son ciertos o no, ni si las medidas propuestas resultan o no razonables; lo que en verdad preocupa a Gimferrer es que entre los firmantes no haya ningún lingüista, puesto que, a su entender, sólo los lingüistas tienen derecho a opinar sobre el asunto.

Lo que me lleva a suponer que, si de él dependiera, sólo los políticos tendrían derecho a hablar de política. Que es lo que ocurría, por cierto —y confío en que el delirio no le impida al académico recordar esos tiempos—, en el régimen inmediatamente anterior.

ABC, 19 de julio de 2008.

Delirios manifiestos

    19 de julio de 2008
Vivimos en congreso permanente. Abrió la veda Esquerra Republicana a primeros de junio. Le siguió, al poco, el Partido Popular. El pasado fin de semana se sumaron a la lista el PSOE, el PP catalán y PP el balear. Ayer lo hicieron Convergència Democràtica y el PP vasco. Y el próximo viernes, en fin, le tocará el turno al PSC. Y, aunque todo indica que el congreso de este último partido no va a dar demasiado que hablar, su celebración coincide con el treinta aniversario de la unificación del socialismo catalán. Y eso sí merece unas palabras.

Los días 15 y 16 de julio de 1978, los dos partidos socialistas catalanes —el llamado Congrés, de Joan Reventós, y el llamado Reagrupament, de Josep Pallach, pero sin Pallach y con Verde Aldea— se fundieron con la rama catalana del PSOE, encabezada por Josep Maria Triginer, para formar un solo partido, el Partit dels Socialistes de Catalunya. Tres en uno, pues. Pero, sobre todo, dos bandos en uno. Por un lado, el de los catalanes de toda la vida; por otro, el de los nuevos catalanes a los que no habían tentado los cantos de sirena del PSUC. Y dos bandos que ya habían comprobado lo productivo de su unión en las legislativas del año anterior, cuando una coalición entre los de Reventós y los de Triginer había vencido claramente en Cataluña.

Han pasado treinta años desde entonces y, si uno se atiene a las cuotas de poder logradas por el partido, parece fuera de toda duda que la fórmula ha funcionado. Otra cosa es por qué. Por supuesto, no por el socialismo. En la acción política del actual PSC, nada hay, excepto cierta fraseología, que pueda relacionarse con los principios del socialismo. No, la fórmula ha funcionado porque el PSC ha sido siempre mucho más catalanista que socialista. O, si lo prefieren, mucho más heredero de Reventós y Verde Aldea que de José María Triginer, mucho más acomodadizo que coherente con la mayoría de sus postulados ideológicos. Y el acomodo en Cataluña tiene un nombre: catalanismo. Fuera del catalanismo, todo es embarazo, molestia, inseguridad. En cambio, si uno se adapta, tarde o temprano le llegará la recompensa.

Lo cual no significa, claro está, que hayan ganado la partida los catalanes de toda la vida. No, los verdaderos vencedores son los otros, los nuevos catalanes. No los votantes, pobrecitos —esos pintan muy poco—, sino la infinidad de cuadros de toda clase y condición que desde entonces han controlado de un modo u otro el partido. Sí, los Montilla, Corbacho, De Madre, Zaragoza, Chacón y compañía, que no han tenido el menor empacho en sudar catalanismo hasta donde hiciera falta. Y tanto lo han sudado, y tan bien les ha ido, que hoy pueden afirmar, sin sonrojarse lo más mínimo y sin que sus correligionarios del PSOE se atrevan siquiera a desmentirles, que los promotores del «Manifiesto por la lengua común» no han pisado nunca Cataluña o que el texto genera «catalanofobia».

Y así nos va.

ABC, 12 de julio de 2008.

La unión socialista

    12 de julio de 2008
Cataluña está sin oposición. En fin, no es que esto constituya una novedad, pero de vez en cuando conviene recordarlo. Seguramente la última oposición realmente consistente que hubo por estos pagos fue la ejercida por el Partido Popular de Vidal-Quadras entre finales de los ochenta y 1996, cuando el pacto entre Aznar y Pujol llevó al dirigente del PP catalán al ostracismo y, ya fuera de Cataluña, a menesteres mucho más reposados y placenteros. Luego, en 2003, con el acceso de los socialistas al poder, incluso los que todavía creían que el PSC había ejercido en el cuarto de siglo anterior alguna oposición tuvieron que reconocer cuán engañados estaban —a no ser, claro, que uno se oponga con el único fin de llegar al gobierno y practicar casi casi la misma política que su predecesor—. Es verdad que, en noviembre de 2006, la entrada de Ciutadans en el Parlamento autonómico hizo renacer la ilusión. Pero nada, agua. Veinte meses más tarde, con un partido dividido y dos fracasos electorales a cuestas, aquel afán primero parece haber sido sustituido por el culto a la personalidad del líder y el recurso al efectismo populachero.

Así las cosas, uno, qué quieren, abrigaba aún la esperanza de que el Congreso que el PP de Cataluña celebra este fin de semana en Barcelona sirviera para levantar un poco los ánimos. No porque de este congreso pudiera salir un partido cohesionado y fuerte, con las ideas claras y con la voluntad inequívoca de ejercer la oposición; no, a tanto no llego. Pero el hecho de que hubiera hasta hace poco tres candidaturas en liza y un previsible debate constituía un cierto atractivo. A ver qué saldrá de todo eso. Y, en fin, a ver quién se lleva el gato al agua. Vana esperanza. Las dos últimas semanas han servido para disipar cualquier duda. Lo que hoy arranca en Barcelona es un funeral. Así lo ha querido la dirección nacional del partido, así lo han permitido todos y cada uno de los candidatos y así será sin duda alguna.

Es verdad que Montserrat Nebrera, en último término —y siempre y cuando, claro, no cambien de nuevo las cosas entre la redacción de este artículo y su publicación—, aparecerá en el Congreso como una opción ajena a los planes de la dirección nacional del partido. Pero eso es así ahora. La semana pasada, sin ir más lejos, en vez de mantener el discurso presuntamente renovador que la había caracterizado hasta entonces, y que excluía cualquier pacto con los otros dos candidatos, Nebrera se mostraba dispuesta a aliarse con Fernández Díaz en detrimento de Sirera. Y ello con la bendición de la dirección nacional. Sólo que, luego, esta misma dirección ha considerado un riesgo excesivo tener a Sirera fuera de control y ha optado por la solución de compromiso encarnada por Alicia Sánchez Camacho.

Aunque, bien mirado, lo de menos es lo que pasa con el PP en Cataluña. Incluso Cataluña es lo de menos. Decididamente, eso de la política española no hay quien lo arregle.

ABC, 5 de julio de 2008.

De mal en peor

    5 de julio de 2008
A quienes llevamos ya bastantes años en estas batallas, el revuelo causado por la aparición del llamado «Manifiesto por la lengua común» no ha podido por menos de sorprendernos. No por el revuelo en sí, que constituye, al cabo, un objetivo inherente a cualquier manifiesto que se precie, sino por la magnitud alcanzada en esta ocasión. Jamás un texto de esta naturaleza había recabado tantos apoyos. Jamás había habido entre estos apoyos tantas firmas ilustres de escritores y artistas, tantas palmas y tantos laureles. Jamás se habían sumado a la iniciativa, en primera o en segunda instancia, partidos políticos en pleno, desde la cúpula hasta el último de los militantes. Lo primero, pues, que cabe preguntarse es por qué. O, si lo prefieren, por qué ahora y no antes.

Que el manifiesto naciera con el amparo de 18 intelectuales de indiscutible prestigio supuso ya, de entrada, una garantía considerable. El argumento de autoridad, incluso en tiempos tan relativos como los nuestros, sigue pesando lo suyo. Pero luego estaba el texto y sus verdades. Entre ellas, la enunciada al comienzo de la segunda premisa -«son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no los territorios ni mucho menos las lenguas mismas»-, de la que se desprende el sentido general de las propuestas contenidas en el manifiesto y, en particular, la que se refiere al derecho de cualquier ciudadano español a ser educado en la única lengua común a todo el territorio nacional y oficial en su conjunto, esto es, en castellano. Sin embargo, por más que el texto diga lo que dice y lo diga claro y bien, de poco habría servido su difusión de no ser por el contexto en que ha aparecido.

Para empezar, nunca como en este último lustro el tema de la lengua ha ocupado una posición tan relevante en la agenda política española. Los pactos de legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero con fuerzas manifiestamente independentistas como ERC y BNG, o casi independentistas como IU-ICV, unidos a los gobiernos de coalición que esas mismas fuerzas constituyeron en Cataluña y Galicia con los socialistas del lugar, han ido convirtiendo el castellano, en cuantos ámbitos son gestionados por las respectivas administraciones autonómicas -enseñanza, medios de comunicación públicos, organismos institucionales, etc.-, en una lengua nada común y, la mayoría de las veces, puramente inexistente. En los últimos tiempos, por lo demás, el cerco a los ciudadanos deseosos de utilizar en dichos ámbitos la lengua oficial del Estado y de contar con los mismos derechos de que disfrutan ya, de forma efectiva, quienes utilizan la otra lengua oficial de cada una de estas Comunidades, se ha extendido al País Vasco, donde el nacionalismo lleva más de una década gobernando con la filial comunista, y a las Baleares, donde los socialistas, en junio de 2007, estrenaron gobierno con una amalgama de cinco partidos nacionalistas y de izquierdas.

Pero incluso un marco político como el precedente no bastaría para explicar el éxito obtenido por el manifiesto si no fuera por la concurrencia de otro factor. Desde hace ya algunos lustros en el caso de Cataluña, y de forma más reciente en lo tocante a País Vasco, Galicia y Baleares, la sociedad, o parte de ella, a través de asociaciones de padres o profesores y de toda clase de movimientos cívicos, ha ido movilizándose contra el nacionalismo lingüístico. Y esas formas de movilización -que se hallan en la génesis de formaciones políticas como Ciutadans-Partido de la Ciudadanía o Unión, Progreso y Democracia- parece que hasta pueden cristalizar, en un futuro no muy lejano, en una suerte de movimiento conjunto -en una asociación de asociaciones, por así decirlo- cuyas premisas y objetivos no diferirían en gran medida de los expuestos en el manifiesto presentado hace unos días en el Ateneo de Madrid. En síntesis: si los distintos gobiernos autonómicos han ido tensando la cuerda con el beneplácito o el silencio del Gobierno central, también gran parte de los ciudadanos afectados -que no son o no deberían ser, por supuesto, sólo los castellanohablantes- han decidido rebelarse públicamente contra lo que supone una flagrante violación de sus derechos, y hacerlo de manera coordinada.

En este sentido, el éxito del manifiesto resulta indisociable de su carácter nacional. Hasta la fecha, todos estos conflictos centrados en la lengua tenían un carácter meramente local o regional, y así eran percibidos por la inmensa mayoría de los españoles. «Ya será menos», replicaban unos. «Esos catalanes...», mascullaban otros. «¡Si el vascuence no lo habla nadie!», objetaban los de más allá. Y, quién más, quién menos, pasaba a otro asunto. Hasta que surgía de nuevo el conflicto y, nada, vuelta a empezar. Dicho de otro modo: la conciencia de que estamos ante un problema de todos los españoles, ante un problema común al que hay que poner remedio de una vez, pues socava el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley, es cosa de ayer mismo.

Y, claro, a grandes males, grandes remedios. Porque si el marco constitucional ha permitido llegar a donde hemos llegado, no parece que podamos garantizar los derechos lingüísticos de todos los ciudadanos sin modificarlo en alguna medida. Y, para modificarlo, no basta, por descontado, con los buenos propósitos. Hacen falta acuerdos. Y estos acuerdos requieren, necesariamente, del pacto entre las dos principales fuerzas políticas del país. Por de pronto, el PSOE no sabe, no contesta. En fin, contesta, pero a tres leguas. Ante las evidencias, múltiples y reiteradas, de la conculcación de los derechos lingüísticos en buena parte del territorio nacional, a la ministra de Educación nada le «hace dudar sobre la enseñanza del castellano de España», por lo que considera que no tiene por qué adherirse al manifiesto. Y el mismísimo presidente del Gobierno, para no ser menos que su ministra, afirma que «el mejor manifiesto en defensa de la lengua es la Constitución». Y se queda tan ancho.

No es éste el caso del Partido Popular, que sí ha suscrito el documento -la primera formación en hacerlo fue UPD, si bien la doble militancia de muchos de los primeros firmantes del texto ya permitía intuir que el partido estaba detrás-. Y no sólo lo ha suscrito, sino que encima lo ha hecho con todo el aparato -y no me refiero tan sólo al del partido-, como si quisiera dejar bien claras sus intenciones. O como si quisiera poner en evidencia a su principal rival político, sabedor de que sus compromisos pasados y presentes, y en especial sus acuerdos de gobierno en determinadas Comunidades, le impiden afrontar la realidad y reconocer que el problema es tal y hay que afrontarlo. Sea como sea, la postura del PP es coherente con lo aprobado en su último congreso. Lo importante es que, en el futuro, esa firmeza no decaiga. Ni siquiera cuando empiece a fructificar el anunciado diálogo con los nacionalistas.

Lo que no va a decaer, seguro, es el ánimo de los nacionalistas. Si, en lo que llevamos de democracia, no han renunciado jamás a nada de lo conquistado, difícilmente lo van a hacer ahora, y menos tratándose de las prerrogativas que ellos mismos se han concedido en el terreno lingüístico. Así pues, tarde o temprano, el nacionalismo va a sacar la lengua como moneda de cambio. Del actual PSOE poco cabeesperar. Confiemos en que el PP, al menos, sepa estar a la altura, rechace el trueque y por una vez lo común, lejos de quedar arrumbado, prevalezca.

ABC, 1 de julio de 2008.

Lengua común,
problema común

    1 de julio de 2008